Los (demasiados) errores de Rajoy

Cuando aún no se han cumplido cuatro meses de su llegada al poder, el Gobierno de Mariano Rajoy parece exhausto y abrumado por las circunstancias y por la creciente desconfianza que su actuación ha generado. Hasta en sus propias filas. El PP todavía cuenta con un enorme capital político y su sólida mayoría no está amenazada por elección alguna. Pero los fallos que ha tenido en sus primeros pasos, además de condicionar su gestión futura, sugieren que puede que no esté a la altura de los retos que tiene delante.

Que la derecha carecía de un proyecto claro de gobierno, que toda su capacidad planificadora se dedicó a echar a los socialistas del poder, empieza a confirmarse plenamente. Porque una cosa es aprobar reformas y otra incardinarlas en un mensaje coherente que sea un referente para la opinión pública española y para todos sus agentes sociales, que son más que los sindicatos y la patronal. Y más si algunas de esas reformas han fracasado, como parece haber ocurrido con la financiera. Cuando menos así lo piensan los banqueros españoles («está inacabada y va sin rumbo», ha dicho su máxima asociación corporativa, la AEB) y las autoridades europeas.

No ha habido coherencia: Rajoy no ha sabido conjugar la política de austeridad que se le exigía desde Bruselas con su interés en ganar a toda costa en Andalucía: un objetivo que posiblemente fue un error en sí mismo, porque era mucho más difícil de lograr de lo que insensatamente se creyeron los dirigentes populares.

El Gobierno español ha administrado con torpeza las dosis políticas que lo uno y lo otro requerían. Hasta llegó a disgustar a sus propios votantes con una sorpresiva subida del IRPF, se granjeó la enemistad de los trabajadores con una reforma laboral que ha ido más allá de lo que hasta los expertos empresariales consideraban necesario y asustó a todos proclamando, para justificar sus recortes, que la situación económica era malísima -sin explicarla- y retrasando el presupuesto.

Eso generó en la gente la convicción de que lo que venía era terrible y el monstruo se agrandó justamente por tratar de ocultarlo. Y todo ello sin generar la mínima confianza en Bruselas, donde las ridículas idas y venidas con los objetivos de déficit se han interpretado como que el Ejecutivo español no está dispuesto a cumplir con lo que se le exige. Pero aún peor que la falta de coherencia ha sido la ausencia de mensaje. Rajoy, envanecido con su triunfo electoral de noviembre, debió creer que no hacía falta. Que además del poder, había hundido al PSOE en la miseria y que con eso bastaba. Además, no podía decir la verdad, como Mario Monti se la contó a los italianos: la de que la economía española estaba hundida por las deudas -sobre todo por las privadas, las de los bancos- y por la recesión y que nuestro país podía terminar como Grecia, Irlanda y Portugal, es decir, intervenido para evitar la suspensión de pagos.

Porque decir eso, y hacer un discurso de «sangre, sudor y lágrimas» que le hubiera permitido una gestión coherente, habría supuesto reconocer que el eje de su campaña electoral en la oposición -el de que todos los males de la economía eran culpa de Zapatero- era simple y llanamente una falsedad. Sus votantes más fieles, que estaban fanáticamente convencidos de que eso era cierto, no habrían podido asumirlo. Y Rajoy no podía permitirse el lujo de defraudarles porque, a pesar de su éxito electoral, sigue sin ser un líder carismático al que se pueden perdonar esas cosas. También debió creer que, con el poder casi omnímodo del que disponía, podía apañárselas. Se olvidó de que ese poder no valía en los mercados.

Aunque es una cuestión aparte, esa autosuficiencia irreflexiva también puede explicar el papelón que Rajoy ha hecho en sus relaciones con los nacionalistas catalanes. Dentro del PP -donde empieza a cundir el desánimo y se ha abierto una guerra por el poder entre María Dolores de Cospedal, de un lado, y Soraya Sáenz de Santamaría y Javier Arenas, de otro, con denuncias de nepotismo a la prensa por ambas partes- más de uno se pregunta cómo su partido y el Gobierno han podido firmar pactos con un Artur Mas y una CiU que se disponían a pedir la independencia de Catalunya pocos días después de haberlos acordado.

Por unas y otras cosas, el Gobierno se encuentra en estos momentos en una situación difícil. La huelga general, más allá de su balance final, ha traído de nuevo a la escena política la movilización y la protesta, arrumbando una parte del sentimiento de resignación que parecía haberse apoderado de las clases populares y con el que seguramente contaba el Gabinete. La desconfianza en el Ejecutivo crece incluso en los ámbitos del más alto poder económico. Y la posibilidad de una intervención extranjera de la economía se consolida. La pregunta que ahora cabe hacerse es si Mariano Rajoy reúne los requisitos políticos necesarios para gestionar el país en las circunstancias que eso crearía.

Carlos Elordi, periodista.

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