Los demócratas, en la encrucijada

A pesar de unas cuantas victorias legislativas reales e importantes -una sanidad asequible para todos, la reforma de Wall Street- y las rápidas medidas de largo alcance para prevenir la catástrofe económica, los sondeos indican que los demócratas van a sufrir pérdidas sustanciales en las próximas elecciones al Congreso. Es un trago amargo solo dos años después de que el presidente Obama obtuviera una victoria abrumadora con una marea de apoyo popular y el respaldo de un movimiento progresista revigorizado.

Tras un verano difícil, caracterizado por el escaso crecimiento del empleo y las informaciones constantes sobre el vertido de petróleo en el golfo de México, los índices de aprobación de Obama han caído a su nivel más bajo. Además, los estadounidenses han visto desagradables batallas legislativas, aún más enconadas por la implacable oposición y los insultos de los republicanos. Lo normal es que los votantes desahoguen su frustración sobre todo con los demócratas, el partido en el poder.

Los lastres más pesados para el Partido Demócrata son la lentitud de la recuperación económica y el escaso crecimiento del empleo. El presidente y su equipo tienen el mérito de haber impedido que la economía entrara en caída libre y pasara de la recesión a la bancarrota total -con lo que se calcula que se han salvado ocho millones de puestos de trabajo-, pero les servirá de poco en las urnas. Hoy, uno de cada 10 estadounidenses no puede encontrar trabajo, y sigue habiendo cifras sin precedentes de parados de larga duración.

Además de los problemas que supone la lenta recuperación, al presidente Obama le ha perjudicado también una paradoja política. Llegó al cargo con un programa político muy necesario y extraordinariamente ambicioso, sostenido en una marea de retórica pospartidista que prometía acabar con el áspero sectarismo de Washington.

Sin embargo, una vez en la Casa Blanca, le aguardaban dos problemas. En primer lugar, para transformar sus ideas en leyes, la Administración tenía que trabajar con el Congreso. Su equipo emprendió una estrategia legislativa de gobierno que hizo que las informaciones diarias sobre los éxitos y los fracasos del presidente estuvieran muy unidas al espectáculo de Capitol Hill.

Segundo, el presidente Obama se encontró con una derecha republicana fanática que se negó -con frecuencia a instancias del movimiento extremista del Tea Party- a colaborar con el presidente y los demócratas. Los dirigentes conservadores ponían en tela de juicio no solo las políticas del presidente, sino su patriotismo e incluso, demasiadas veces, su nacionalidad.Pronto se vio que era imposible triunfar en el intento de asentar los pilares de su agenda estratégica, que el país necesitaba por encima de todo, y al mismo tiempo, facilitar la llegada de una era más civilizada y menos partidista en la política estadounidense.

Como consecuencia, el presidente y su equipo han pasado casi todo el tiempo tratando de asegurarse votos cruciales de determinados demócratas en el ruidoso Senado, adelantarse a los planes tramados por los republicanos y combatir la histeria conservadora que llenaba los medios audiovisuales. La Casa Blanca se colocó a la defensiva y dedicó demasiado poco tiempo a aclarar sus prioridades generales a una población confusa y angustiada. La gente, sacudida por la recesión, se siente cada vez más frustrada porque la división entre los dos partidos políticos parece mayor que nunca, y Obama no ha podido cumplir su promesa de campaña de acabar con la estridente guerra partidista.

Obama y su equipo promueven asimismo un admirable pragmatismo a la hora de poner a prueba sus políticas: hacer lo que funciona independientemente de la ideología.

Pero, con la decisión de defender sus políticas solo por su valor pragmático y no como un argumento filosófico coherente y sostenido a favor de una actividad afirmativa del Gobierno, han perdido la oportunidad de alimentar el movimiento que dio fuerza a Obama como candidato. Es decir, los demócratas han perdido el control de la narración política.

Lo bueno es que el presidente Obama se ha centrado y ha tenido éxito en su prioridad más importante: sentar las bases de una economía fuerte y justa. Los estadounidenses entienden que el ex presidente George W. Bush y los republicanos hundieron la economía en un profundo pozo, por lo que, cuando la recuperación se afiance y el ritmo de creación de empleo aumente, el presidente debería mejorar sus perspectivas.

Por consiguiente, aunque es probable que los demócratas sufran derrotas importantes en las elecciones de noviembre al Congreso, hay una cosa segura: Obama ya ha obtenido victorias progresistas fundamentales que permanecerán durante generaciones. La lucha por los hombres y mujeres trabajadores contra los privilegios y el poder; la defensa del bien común frente a los intereses egoístas; la garantía de la plena igualdad política y el trabajo en colaboración para abordar los retos mundiales colectivos no son cosas de un momento.

Si el presidente Obama mantiene su compromiso con estos principios progresistas en sus futuros años de Gobierno -y logra que la población sea consciente de las promesas que ha cumplido y que va a cumplir-, Estados Unidos será un país más fuerte y más justo gracias a ello.

Y, como los ex presidentes Ronald Reagan y Bill Clinton, que sufrieron derrotas a mitad de mandato pero luego obtuvieron unas victorias impresionantes en la reelección, los primeros éxitos políticos de Obama servirán seguramente de base para el triunfo a largo plazo de la política progresista en Estados Unidos.

John D. Podesta fue jefe de Gabinete del ex presidente Bill Clinton y en la actualidad es consejero delegado y presidente del Center for American Progress, un laboratorio de ideas progresista de Washington, que colabora con la Fundación IDEAS de Madrid. Traducción de María Luisa Rodríguez Tapia.

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