Los partidos de la coalición de Gobierno llevan más de un lustro incluyendo en sus programas propuestas de reforma constitucional. Se conoce el propósito de 'superar', es decir, liquidar, el Estado autonómico que –con distinto énfasis– comparten socialistas y 'podemitas'. Se repara menos en la común disposición a provisionar su oferta electoral en lo que Forsthoff llamaba «supermercado de derechos». En los comicios de 2016, el PSOE propuso una reforma constitucional para incorporar a la Constitución «mecanismos que garanticen el Estado del bienestar fortaleciendo los derechos sociales», reconociendo como derechos fundamentales algunos de ellos. El programa de 2019 insistía en la idea, defendiendo insertar «como derechos fundamentales en la Constitución los derechos sociales básicos de las personas». Por su parte, el programa de Unidas Podemos de 2019 reproducía en su formato el texto constitucional, deformado por el añadido de incontables derechos de enésima generación «para un nuevo país».
Por mucho que las costumbres políticas del nuestro hayan devaluado la relevancia de los programas, oiremos repetidas referencias a la «ampliación de derechos» según se acerquen las elecciones. Se disculpará la expresión de un criterio disidente.
La traducción automática de un deseo o una necesidad en un 'derecho' es una de las herejías contemporáneas más difundidas y peligrosas. El deseo de una mejor vivienda, una mejor educación, una mejor atención sanitaria aparece como un 'derecho' cuya satisfacción se exige perentoriamente y cuya frustración –siendo el deseo ilimitado, su satisfacción es imposible– se convierte en una 'injusticia' que excusa hasta la protesta violenta.
De aquí derivan dos males distintos. Primero, el mecanismo social por el cual se satisface una necesidad en coordinación con el suministro de otras resulta dañado e incluso destruido. Proceso clásico que hace, por ejemplo, que toda compulsión ejercida para proporcionar viviendas en alquiler por debajo del precio de mercado reduzca su producción enquistando la escasez de ese bien. Por fortuna no hemos llegado al 'derecho' a los coches baratos, a los electrodomésticos o a la ropa barata. Del 'derecho' a la comida barata nos hemos salvado por los pelos.
El otro mal es la oportunidad para que el Estado ejerza una coacción ilimitada sobre el ciudadano. Mi 'derecho' a algo por menos de lo que cuesta debe ser correlativo a un deber impuesto a otro de entregarme parte de lo que es suyo. Según estos 'derechos' se extiendan, en la misma medida mayores ingresos y esfuerzos de los ciudadanos tienen que ser puestos a disposición del Estado; no para que esos 'derechos' se hagan efectivos y su demanda satisfecha –eso es en sí mismo imposible– sino para que la proporción en que esa demanda sea satisfecha la determine el propio Estado. En una sociedad así la coacción estatal crece de forma constante.
Esto se adorna promocionando una nueva ética pública: la del 'cuidado'. Variante cursi de lo 'compasivo' como calificación de gobiernos o partidos. Cada vez que se nos dice eso de: «En esta crisis, nosotros –es decir, el Gobierno– hemos tenido la compasión y el valor de presupuestar a una escala sin precedentes para cuidar a los vulnerables», se hace gala de una hipocresía casi admirable. Porque no se está diciendo que el presidente y sus ministros ofrezcan sus bolsillos –sin que «su mano izquierda sepa lo que hace la derecha»– a los más necesitados. Nada de eso. Lo que se dice es que imponen a sus conciudadanos, mediante el uso del poder del gobierno, del tributario en particular, una redistribución de rentas que esperan –¿por qué mencionarlo si no?– rentabilice su candidatura en las siguientes elecciones.
La compasión, el cuidado por el otro, es una virtud; como tal, libre y voluntaria. No se puede obligar a nadie a ser compasivo; tampoco nadie puede serlo de forma vicaria, obligando a otros. El buen samaritano habría carecido de todo mérito si un legionario romano apostado en el camino, con su espada desenvainada, le hubiera obligado a 'cuidar' del forastero herido. No existiendo compasión obligatoria ni vicaria es un abuso de lenguaje hablar de gobiernos o partidos 'cuidadosos', 'compasivos'.
Habrá –sin duda– razones sobradas para que el poder coactivo del Estado reconduzca el poder adquisitivo de un conjunto de individuos a otro conjunto de individuos. Pero eso tiene poco que ver con la virtud de la compasión o la 'ética de los cuidados'. Un derecho al dinero del Estado es siempre un derecho indirecto al dinero de otra persona, cuyos impuestos contribuyen a la suma que se exige: es una simple transferencia por intermedio del Estado. Por eso los derechos-libertades (formales) son de naturaleza distinta a los derechos-prestaciones (materiales). Los primeros son principios, los segundos arbitrios. Para garantizar mi libertad de expresión el Estado solo tiene que abstenerse en general de coartarla; pero para garantizar mi derecho a una vivienda 'digna', necesariamente tendrá que atenerse en particular a un criterio relativo.
Los 'derechos' materiales están forzosamente condicionados a las posibilidades materiales, no pueden ser absolutos. Si lo fueran, el Estado social habría acabado con el Estado de Derecho (Forsthoff, de nuevo).
Hace bastantes años, Julián Marías reflexionaba sobre los derechos humanos y la justicia social preguntándose si podía existir un derecho a lo imposible: «¿Qué sentido tiene el derecho a participar de la prosperidad si no existe, o al menos están dadas las condiciones objetivas para que se produzca? Podría ocurrir incluso que en nombre de ese derecho se destruyesen esas condiciones, se comprometiese su posibilidad, al menos en un futuro previsible, de significación concreta y abarcable».
También Sartori advertía: «Equiparar los derechos materiales a los derechos formales no es sólo un error de concepto; es también una estupidez práctica que transforma una sociedad de subsidiados en una sociedad de descontentos. La democracia presenta déficit porque está estructuralmente indefensa, porque ha perdido su guardián de la bolsa. (…) En la línea de 'todo me es debido', la democracia seguirá en déficit y la mala política en auge; y todo esto sin fruto, porque la sociedad de las expectativas disfruta de generosidades que no aprecia».
La necesidad de captar voto lleva a los partidos a aumentar el gasto público, de manera que sus votantes sientan lo menos posible la presión fiscal. Se utiliza la imposición progresiva haciendo creer que sólo van a contribuir 'los ricos'; se emite deuda pública sustitutoria de nuevos impuestos; se genera inflación, que es una tasa, difusa, disfrazada y, además, desigual, porque grava especialmente a los que tienen ingresos fijos, es decir, a los asalariados, los ahorradores y los pensionistas. Llegado un punto, no va más y la democracia se encuentra ante el dilema de que fracase su modelo económico o de atajar el déficit.
Esta dinámica no engendra sólo peligros económico-financieros. Su propia lógica expansiva conduce al Estado a ocuparse de materias hasta entonces propias de la sociedad. Singularmente, la ética. Al expolio patrimonial sigue la requisa moral. El Estado ya no sólo distribuye beneficios, ahora es maestro de virtud. Eso sí, paradójico, porque sus anatemas los fulmina presionado por intereses divergentes: se muestra severo con la obesidad e indulgente con la eutanasia; garantiza la salud de los ciudadanos y es libre de decidir sobre su vida; atento con su sepultura, está dispuesto a anticiparla…
La cohesión social es resultado del acuerdo general entre ciudadanos, materializado en la Constitución. Las diferencias en política social consisten en la manera como se atiende a esos acuerdos generales. La política social no consiste en la promoción de cambios de costumbres bajo criterios ideológicos. Mucho menos, en hacer de la Constitución un programa de partido. Posiblemente, recordar esto en una campaña no facilite la victoria electoral. Seguramente, olvidarlo desde el gobierno aboque a la pérdida del Estado.
Vicente de la Quintana Díez es abogado y analista político.