Los derechos de los Estados y la melancolía mediterránea

Sólo hay algo peor que carecer de litoral, es haberlo poseído y perderlo, como le aconteció a Bolivia como consecuencia de su derrota en la guerra del Pacífico en 1879 (Remiro Brotons, A., Derecho Internacional, 1997)

El papel lo aguanta todo, y merced a ello, los legisladores y constituyentes, al elaborar disposiciones marco, normas estatutarias o textos constitucionales, adquieren la grave responsabilidad de ponderar su contenido, de manera que sus anhelos políticos, positivizados normativamente, no se conviertan en entelequias irrealizables que aboquen a la frustración a una ciudadanía confiada en las promesas contenidas en sus normas de convivencia. En este sentido, ¿cabe predicar constitucional o estatutariamente derechos de los Estados u organizaciones territoriales menores? O, si se prefiere, ¿puede invocarse ante autoridad gubernativa o jurisdiccional un derecho determinado por un Estado?

Este debate resulta acentuadamente pertinente para los supuestos de mediterraneidad en general y en particular para la disputa oceánica entre Bolivia y Chile. Históricamente, el carecer de acceso al mar implicaba para las naciones una posición desventajosa, ya que alienaba al país de las riquezas que se presentan en el litoral marino, como la pesca y especialmente el comercio marítimo. Por consiguiente, los Estados en esa coyuntura geográfica han tenido siempre como objetivo lograr el ansiado acceso al mar. Así, a la Sociedad Internacional del Congo, propietaria de los terrenos sobre los que se asienta la actual República Democrática del Congo –antiguo Zaire-, se le reconoció un estrecho corredor por el que acceder al océano Atlántico a través del puerto de Muanda, debiendo para ello segregarse una porción del Angola –La Cabinda- que quedó separada del resto del estado angoleño. El Corredor de Danzig en Polonia, o la internacionalización del Danubio durante el primer tercio del siglo pasado para permitir que Austria, Hungría y Checoslovaquia tuvieran una salida segura al mar, son otros ejemplos arquetípicos de esa búsqueda de acceso a litoral.

Más recientemente, y con ocasión de la desmembración de Yugoslavia, países como Eslovenia o Bosnia han logrado magros, pero esenciales, accesos marítimos para su expansión comercial, el primero con el estrecho corredor sobre la península de Istria, emparedándose entre Italia y Croacia y el segundo con el aún más angosto corredor de Neum, única localidad costera de Bosnia que interrumpe el litoral croata sobre el Adriático.

El inicio de la azarosa relación entre Chile y Bolivia en materia internacional no se inició con el Tratado de Paz y Amistad de 20 de octubre de 1904, sino que trae causa en los mismos orígenes de Bolivia como nación independiente en 1825 y comienza la llegada de capitales británico-chilenos con la instalación de la Compañía Salitrera. En 1873, el Congreso de Bolivia aprueba una ley que le pone un impuesto de 10 centavos por quintal de salitre exportado, medida que fue recibida de forma desfavorable por los propietarios chilenos, problemática en la cual se inmiscuyó el mismo gobierno, desencadenando el inicio de un largo cronograma de conflictos cuyo hito más relevante fue la Guerra del Pacífico y el citado Tratado de 1904, por el cual Bolivia perdió cuatrocientos kilómetros de costa y 120.000 kilómetros cuadrados de territorio y, lo más lacerante, el cegamiento de su acceso al litoral, sin perjuicio de la adopción de algunas medidas paliativas como fueron la construcción del ferrocarril Arica - La Paz y otros ramales que correrían por parte del Estado chileno; el libre tránsito de mercaderías (sin cobro de derechos aduaneros ni restricciones) por territorio chileno desde y hacia Bolivia y, finalmente, el reconocimiento de los acuerdos del Pacto de tregua de 1884 consistentes en franquicias de acceso a los puertos de Antofagasta y Arica para Bolivia.

A lo largo del siglo XX, Bolivia ha reclamado una salida soberana al mar, argumentando que su mediterraneidad ha sido un impedimento nodal para su adecuado desarrollo económico y social. Por otro lado, Chile ha venido rechazando las reclamaciones de Bolivia al socaire de lo establecido en los tratados firmados entre ambos países. Las vicisitudes diplomáticas han sido numerosas en todo este tiempo, siendo especialmente intensas en la década de los setenta, cuyo punto culminante fue el Acuerdo de Charaña, firmado en 1975 por los gobernantes Hugo Banzer y Augusto Pinochet. Este último propuso a su homólogo boliviano la entrega del litoral al norte de Arica junto con un corredor terrestre con plena soberanía que permitiera la conexión territorial con Bolivia a cambio de un territorio de igual superficie en las cercanías del salar de Uyuni. Sin embargo, el tratado no prosperó debido a la oposición del Perú que, para dar su aprobación al canje territorial, exigió que el litoral no fuese exclusivamente boliviano sino trinacional, moción rechazada tanto por Bolivia como por Chile.

La llegada al poder de Evo Morales en Bolivia y, concretamente, la reforma constitucional que llevó a la promulgación de un nuevo texto en 2009, ha elevado la tensión en la zona hasta el punto de no retorno de la presentación el pasado 24 de abril de 2013 ante la Corte Internacional de Justicia de la Haya de una demanda por parte del Estado Plurinacional de Bolivia, en la que no se impetra la nulidad del Tratado de 1904, sino un fallo declarativo en el que se inste a Chile a negociar de buena fe con Bolivia un acuerdo pronto y efectivo que le dé y le otorgue una salida plenamente soberana al océano Pacífico, sobre la base de la ‘teoría de los actos propios o unilaterales’– o su equivalente ‘Estoppel’–, consistente en que un Estado puede asumir obligaciones jurídicas por medio de una declaración unilateral cuando su intención ha sido obligarse de acuerdo con sus términos y, por tanto, tendría que cumplir lo que antes aceptó. Chile, en diferentes oportunidades, no solo expresó su conformidad en ceder a Bolivia una “salida plenamente soberana al océano Pacífico”, sino que en 1975 entró en negociación directa con Bolivia con ese propósito.

Y volvemos al inicio. La constitución boliviana de 2009, recoge en su artículo 267 que el Estado boliviano declara su derecho irrenunciable e imprescriptible sobre el territorio que le dé acceso al océano Pacífico y su espacio marítimo, constituyendo la solución efectiva al diferendo marítimo a través de medios pacíficos y el ejercicio pleno de la soberanía sobre dicho territorio, objetivos permanentes e irrenunciables del Estado boliviano.

No hablaba en vano Ortega cuando advertía que el esfuerzo inútil conduce a la melancolía. Bolivia no tiene derecho a acceder al océano Pacífico. Así de simple. Bolivia, mejor dicho sus autoridades gubernamentales, tienen el deber y la obligación de remover los obstáculos precisos, a través de los instrumentos que estime oportunos, para lograr un fin –la litoralidad- que ciertamente reportaría beneficios a su país y su población. Pero hasta ahí. Por tanto, y como decíamos al inicio, el voluntarismo constitucionalizado es un arma de doble filo, que si bien puede procurar adhesiones en un principio al calor de la llamada patriótica, indefectiblemente se volverá contra sus muñidores, cuando la ciudadanía advierta su vacuidad.

Por cierto, de este tipo de desengaños derivados de la demagógica positivación de una suerte de derechos de los Estados tendremos en nuestro país cumplida noticia este mismo año y muy probablemente el siguiente, cuando “el ejercicio del derecho inalienable de Cataluña al autogobierno (…)” se tope de con la legalidad constitucional vigente. Otra melancolía mediterránea más.

Raúl César Cancio Fernández, Doctor en Derecho. Letrado del Tribunal Supremo (Sala de lo Contencioso-Administrativo)

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