Los derechos no se negocian

Josep Borrell, Presidente del Parlamento europeo (EL PERIÓDICO, 21/09/05).

La cumbre de la ONU, que celebraba su 60 aniversario y debía poner al día una organización creada en un mundo muy diferente al actual, no ha estado a la altura de los retos planteados. Ni reforma de sus instituciones ni medidas concretas para alcanzar los objetivos del milenio y acabar con la pobreza ni acuerdo para firmar la tan retrasada convención sobre terrorismo internacional. Pero ha servido al menos para que Bush amplíe su concepción de guerra contra el terrorismo que lanzó, con aires de cruzada, después de los atentados del 11-S del 2001. En su exposición ante la Asamblea General, integró la lucha contra la pobreza y la propagación de la democracia como armas tan importantes como la fuerza militar.

Contra el terrorismo, desarrollo, vino a decir, reconociendo que la miseria es el caldo de cultivo del terrorismo. Por un momento, parecía estar de acuerdo con un De Villepin, de regreso a la ONU, que recordaba que no es posible acabar con el terrorismo de raíz islamista a golpe de misil y menos aún si el empleo de la fuerza no se apoya en la legalidad internacional. Ello es especialmente importante para la sociedad europea, duramente golpeada en Madrid y Londres. La amenaza terrorista es mucho más grave después de Irak, no desaparecerá de inmediato y pondrá a dura prueba la capacidad de hacerle frente desde el respeto de sus valores democráticos.

Por ello, el binomio libertad-seguridad estará en el centro del debate político, con importantes consecuencias sobre las políticas de inmigración y de integración social. Ya lo estuvo presente en el primer pleno del Parlamento europeo (PE) tras el verano. El ministro británico del Interior, Clark, pidió el apoyo de los eurodiputados a su programa para fortalecer la seguridad europea. Pero éstos le recordaron que ese combate no se podía librar sacrificando los derechos humanos. Y le invitaban a luchar también contra los abusos que habían producido la trágica muerte del joven brasileño Menezes en el metro de Londres.

Nadie subestima el alcance de la amenaza terrorista para Europa. No se pueden olvidar las terribles imágenes de los atentados de Nueva York, Bali, Casablanca, Madrid, Sharm el Sheik y Londres. Nadie desconoce la necesidad de reforzar la cooperación policial y judicial para desmontar las redes terroristas, porque ningún país podrá hacerlo solo.

Pero frente a las afirmaciones de las autoridades británicas, en el Parlamento europeo se ha recordado que los derechos humanos son individuales, indivisibles e innegociables. Los sospechosos de terrorismo también tienen sus derechos. La libertad y la seguridad no son alternativas: van juntas de la mano, la una permite que exista la otra. Así se ha entendido desde la Ilustración. En palabras de T. Paine: "Quien quiera hacer su libertad segura, debe proteger incluso a su enemigo de la opresión, ya que si viola esta obligación, establece un precedente que le alcanzará a él mismo".

Por ello, las medidas para defender la seguridad deben ser proporcionadas, controlables y basadas en los valores que guían nuestros sistemas democráticos. Desde esta perspectiva es como hay que valorar las propuestas británicas, alguna de las cuales requerirían incluso la modificación de la Convención Europea de Derechos Humanos de 1950. Algunas se refieren a la retención y conservación de datos de las comunicaciones electrónicas (llamadas de teléfono y correos electrónicos), nuevos sistemas de intercambio de información (visados uniformes), inclusión de información biométrica (huella dactilar, iris del ojo) en los permisos de conducir, etcétera.

En junio, la Comisión de Libertades Públicas rechazó una propuesta de decisión-marco del Reino Unido, Francia, Irlanda y Suecia que obligaba a las empresas de telecomunicaciones a conservar toda la información del tráfico generado por sus clientes por un periodo de uno a tres años. Porque creaba obligaciones desproporcionadas, no garantizaba suficientemente las libertades civiles y no le permitía participar en la adopción de estas medidas en su plena capacidad de colegislador. Esta situación podía acabar en una seria batalla jurídica entre las instituciones europeas. Por fortuna, tras los acuerdos del Consejo de Ministros del Interior de Newcastle, aceptando una estrategia de actuación con el Europarlamento que rinda acuerdos antes de fin de año este conflicto parece que puede evitarse. Esperamos que así sea.

Europa necesita una política antiterrorista más legitimada, más creíble y eficaz. Ello requiere una mayor participación de su Parlamento y una aplicación más rápida de los acuerdos: 7 de los 24 instrumentos acordados por los ministros de Interior en mayo todavía no han sido incorporados en todos los estados; 6 convenciones de la UE en este ámbito todavía permanecen aparcadas sobre la mesa del Consejo; Europol y Eurojust siguen sin contar con una verdadera capacidad de actuación. La lucha contra el terrorismo hay que plantearla en términos de eficiencia y prevención, cumpliendo lo que se acuerda, poniéndolo en funcionamiento y sin eludir el control parlamentario y judicial.

Y, para garantizar la seguridad, tengamos también cuidado con un cierto occidentalocentrismo que afirma la superioridad de la civilización occidental y no se inmuta ante las injusticias, las opresiones y las humillaciones extendidas a través del mundo, Abú Graib y Guantánamo incluidos, que contribuyen a alimentar las excusas de futuros terroristas. El respeto a los derechos humanos está en la base de la identidad europea. Sería paradójico que nuestra generación, que durante tanto tiempo luchó por la libertad en una Europa democrática, fuera la que la limitara. Y la que negara a las generaciones futuras los niveles de libertad y derechos que hacen de Europa un modelo en el mundo.