Los derechos sociales como mercancía

“El G20 apenas ha aportado nada a la lucha contra el desempleo y la desigualdad social”, afirmaba el corresponsal de EL PAÍS (edición 6-9-2013). Mala noticia para la economía y para la democracia. Para la economía, porque —si no se avanza en este terreno— son poco creíbles los pronósticos apresuradamente optimistas de algunos expertos económicos y de ciertos dirigentes políticos. Sin atacar de frente la cuestión del desempleo y sin reducirlo a tasas soportables, cuesta reconocer la existencia de avances positivos en la superación de la crisis. Tanto más cuanto que se nos advierte por parte de los expertos que el capitalismo actual no permite esperar que tasas de crecimiento económico relativamente apreciables produzcan un aumento significativo del empleo, a diferencia de lo que ocurría en las recuperaciones posteriores a otras crisis precedentes.

Pero la cuestión no es solamente grave para la economía. Lo es también para la política democrática. Si el derecho al trabajo está cada vez menos asegurado, se fragilizan las bases imprescindibles para consolidar y perfeccionar el sistema democrático. Reducir una parte creciente de la población a la condición de trabajador temporal y precario; condenar a muerte laboral prematura a los parados de larga duración o retrasar la incorporación de los más jóvenes a una actividad laboral mínimamente satisfactoria son recetas no solo para un desastre económico y social, sino para la erosión de la confianza ciudadana en un sistema político cuya objetivo sería convertir a todos sus miembros en protagonistas en la toma de decisiones colectivas, en lugar de condenarlos a ser comparsas pasivos y desilusionados de las decisiones de otros.

Lo que se afirma del derecho al trabajo vale también para los demás derechos sociales inscritos en las constituciones de las democracias contemporáneas. Por ejemplo, el derecho a la educación, a la salud, a la vivienda o a la pensión. Cualquier retroceso en la efectividad de tales derechos equivale a una “desdemocratización” del sistema político hasta poner en riesgo su misma continuidad. Aceptados a regañadientes en su momento por los sectores dominantes, los derechos sociales fueron relegados a menudo a una posición subalterna en una jerarquía de derechos donde contaban con protección mucho más débil que los derechos civiles y políticos: así ocurre, por ejemplo, en la Constitución española de 1978.

A esta visión subsidiaria de los derechos sociales y de los bienes que protegen se le añade ahora la tendencia más o menos confesada a convertirlos en producto mercantil. Desde la premisa de que no hay recursos públicos para asegurarlos, se tiende a confiar su provisión a la iniciativa privada que los ofrece como mercancía. Llevada a su extremo, la deriva hacia una privatización de la educación, de la salud o de las pensiones conduce a una situación en la que la efectividad de los derechos sociales solo alcanzaría a quienes pudieran pagarla de su bolsillo. Lo cual significaría en último término que los ciudadanos dejarían de ser titulares de derechos para convertirse en consumidores de bienes o servicios mercantiles.

Esta deriva amparada en el pretexto de la crisis tiene efectos deletéreos para la misma democracia. Porque —según se ha afirmado con justeza— los derechos sociales no pueden ser contemplados como una consecuencia de los derechos civiles y políticos, sino que constituyen la condición de posibilidad de la existencia efectiva de tales derechos civiles y políticos y, con ella, de la permanencia misma de la democracia.

¿Es imaginable que trabajadores precarios, parados de larga duración, jóvenes instalados en el limbo de los ni-ni o jubilados con escuálidas pensiones de supervivencia se empeñen confiadamente en el ejercicio y, si es necesario, en la reivindicación de sus libertades fundamentales y en la participación ciudadana? Salvo para una minoría esforzada, lo previsible es que se vayan situando al margen o en contra de instituciones democráticas que no sienten como propias al comprobar que a ellos les toca pagar los costes de muchos errores y desatinos políticos, mientras que una minoría conserva o aumenta sus privilegios.

Parece, pues, un contrasentido lamentar el escaso vigor de nuestras democracias si al mismo tiempo se defienden políticas socioeconómicas que socavan el alcance y la efectividad de los derechos sociales. Y así ocurre en buena parte de las democracias de nuestro entorno donde la alarma —sincera o hipócrita— por la pérdida de confianza democrática se presenta como compatible con las llamadas “políticas de austeridad”, cuyo efecto inmediato ha sido la laminación de derechos sociales y, con ella, un crecimiento de la desigualdad certificado de manera fehaciente por instituciones internacionales como la OCDE o el FMI.

A los cinco años de esta crisis sin precedentes, fracaso económico y retroceso democrático no pueden desvincularse. Por esta razón, dar un salto adelante en calidad democrática exige replantear a fondo el modelo económico dominante. Como algunos señalan desde hace tiempo, parece llegada la hora de revisar el dogma fracasado de “crecer primero para redistribuir después” e intentar una alternativa más equitativa: “redistribuir primero para crecer más y mejor”. Una redistribución que conllevaría el relativo fortalecimiento de los derechos sociales y, con ellos, la garantía efectiva de los derechos civiles y políticos. Porque las políticas socioeconómicas adoptadas no pueden ser indisociables del progreso democrático que tanto se reclama.

Josep M. Vallès es profesor emérito de Ciencia Política y de la Administración (UAB).

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