Los desafíos de Joe Biden

Tras su triunfo en el colegio electoral, Joe Biden sabe lo que se le viene encima. Pero saber no es lo mismo que asumir en primera persona parte de lo que ya contempló como vicepresidente de EEUU. Cuando Bobby Kennedy se hizo cargo de los papeles de su hermano John se quedó de piedra leyendo multitud de cosas y actuaciones del fallecido presidente que desconocía. Y era la persona más cercana a él en el Gobierno.

El primer desafío de Biden es él mismo. Es decir, su capacidad para aguantar la presión de convertirse de pronto en el hombre más poderoso de la Tierra. Hace ya mucho tiempo que el cargo de presidente de EEUU es demasiado grande para un hombre solo. Es el jefe del Ejecutivo, supervisa la ejecución de miles de leyes y tiene en sus manos el gran poder de nombrar y destituir a unos 4.500 cargos en total. Es el jefe del Estado, con una insoportable carga protocolaria, el anfitrión nacional para una corriente interminable de visitantes extranjeros. Es el comandante en jefe del ejército, la marina y la aeronáutica... La cadena de responsabilidades que lo sujeta no tiene fin y ni por un solo momento le es lícito olvidarse de que es el presidente.

Los desafíos de Joe BidenTiene que experimentar, además, que los problemas resueltos no son noticias de interés para los media. Las buenas noticias son las malas noticias. Cuanto más grave es un problema más interés despierta. Si no lo resuelves serás un paria. Sólo obsequiándoles con triunfos serás un presidente pasable.

Para asumir esa carga –este es el segundo desafío– necesita buenos consejeros. Parece que Biden ya ha seleccionado la columna vertebral de su equipo. Pero está perdido si no elige bien. Un presidente vale lo que valgan los consejos de sus asesores. Es imposible que averigüe en un día todo aquello que necesite saber. En ciertas cuestiones (bastantes), no sabe ni las preguntas que debe hacer. Hay que suponer su ignorancia sobre las respuestas. Así que un presidente sin buenos consejeros y colaboradores es, como dicen los expertos, «una tortuga boca arriba»: puede moverse mucho pero no puede ir a ninguna parte.

Gobernar un país tan complejo como EEUU es extraordinariamente complicado. Los intereses y las convicciones vuelan como flechas hacia el presidente. Suelen ser cuestiones de vida o muerte para personas que te han dado dinero para la campaña o que se mueven tras las bambalinas del poder. Sus asesores disponen que solamente lleguen a la mesa del Despacho Oval las cuestiones de mayor entidad, pero eso le hace rehén de sus asesores. Y, si se equivocan, el único responsable de lo que suceda es él.

Los enunciados hasta ahora son desafíos comunes de todo presidente. Y, desde luego, son los principales con los que se enfrentan, incluido Biden. Pero cada etapa histórica produce sus propios desafíos que se unen a los comunes. Roosevelt heredó de Hoover una devastadora depresión económica; Eisenhower recibió de Truman la crisis de Corea, con una cruel guerra, que llevó casi a un enfrentamiento nuclear; Reagan tuvo que enfrentarse con los peligrosos estertores de la Guerra Fría, y el resurgir de la izquierda en África y América, por la política blanda de Carter; Obama debió afrontar las contiendas de Irak y Afganistán recibidas de Bush Jr.

Contra lo que pueda parecer, heredar crisis no es necesariamente malo. De hecho, la grandeza raramente la crea uno mismo, es más bien, como dice Joe Klein, «una consecuencia de los problemas del mundo, pues un líder sin una crisis suele verse relegado a la periferia de la historia». En este sentido, Biden está de enhorabuena, pues hereda de Trump un buen número de crisis. Veamos algunas.

La pandemia en EEUU es preocupante: casi 295.000 muertos (unos 3.000 diarios), 16.184.400 de personas contagiadas, más de 100.000 ingresados y bastantes hospitales al borde del colapso. Según Trump, si no se hubiera afrontado el virus del modo que lo hizo él, se hubiera producido un millón de muertos. Y, ahora, al iniciar la vacunación, ha cantado victoria: «Cuando el virus de China invadió nuestras costas, prometí que produciríamos una vacuna en tiempo récord antes de fin de año, dijeron que no se podía hacer, pero con el anuncio de hoy hemos logrado ese objetivo».

Para Biden, sin embargo, la alarmante situación actual ha sido el efecto de una «política criminal». Y la vacuna llega con retraso, por la negligencia de Trump. En todo caso, tiene que elegir un modo de distribución justo, decidir si hay carga económica para cada vacunado, detener el contagio hasta llegar a la inmunidad total de la población, etcétera, para lo que deberá tomar medidas drásticas. De momento ha prometido vacunar a 100 millones de ciudadanos en sus 100 primeros días. Es algo.

Si la pandemia ha divido a los estadounidenses en contagiados y no contagiados, las políticas republicanas y demócratas –no solamente Trump– han dividido más de lo normal al país entero. No me refiero a ese grado de división que llevó a Estados Unidos a la Guerra de Secesión y a España a la Guerra Civil. Me refiero a esa tensión que se filtra desde la Casa Blanca y el Capitolio hacia abajo, hacia el ciudadano medio. Un ejemplo: una semana antes de que el colegio electoral eligiera a Biden como presidente, un 40% de los votantes de Trump estaban convencidos de que este sería quien tomara posesión el 20 de enero. Muchos republicanos han quedado como hipnotizados por Trump y bastantes demócratas no han logrado sanar la herida de ver a su icono (Hillary Clinton) derrotada.

Biden y su equipo tendrán que hacer un gran esfuerzo para unir –dentro de lo que permiten las querellas políticas– a un pueblo muy dividido. Tendrá que demostrar a los votantes de Trump que quiere ser también su presidente. Y el esfuerzo deberá comenzar con la transición. Nunca es fácil hacer una transferencia amigable del poder, es decir, contemplar cómo ante tus narices el partido político contrario toma físicamente el poder. Da escalofríos contemplar el profundo resentimiento personal que marcó la transición Truman-Eisenhower (éste no quiso subir los escalones de la Casa Blanca para saludar a Truman) o las agudas fricciones emocionales que presidieron la transición Hoover- Roosevelt. Sanar heridas nunca es fácil, pero Biden como nuevo presidente debe tomar la iniciativa.

Biden hereda una calma tensa internacional. Trump ha sido el primer presidente de EEUU que no ha transformado en conflictos armados las tensiones con las que se enfrentó. Pero la calma tensa tiene fisuras. China y Corea del Norte asoman sus garras. La OTAN está ofendida por el trato recibido desde la Casa Blanca de Trump. La brusca salida del Tratado de París sobre medio ambiente y el fin del pacto nuclear con Irán han roto el poder multipolar y ha potenciado el aislacionismo. Su desafío será cómo enfrentarse con los que fueron enemigos de Trump y con los que siguen siendo amigos de EEUU pero a los que éste maltrató.

La «mano tendida» que ofrece Biden a la OTAN debe combinarla con la firmeza para que los socios europeos colaboren con más generosidad en los gastos de Defensa. La tensión con México por el Muro anti emigrantes hay que mitigarla sin convertir la frontera sur en un coladero. La mitigación de la presión arancelaria sobre productos chinos habrá que combinarla con una política de relajación frente a la agresividad asiática. La tensión que creó Trump en Corea del Sur habrá que reducirla, cesando en las amenazas a la retirada de las tropas estadounidenses.

En fin, si el propósito de la política exterior es influir en la política de otros países de manera que no interfieran con los intereses y valores propios, el dilema es utilizar equilibradamente las herramientas de que se dispone: desde las buenas palabras hasta los misiles de crucero. Como observa Madeleine Albright: «Mezclarlos con acierto y paciencia es el arte de la diplomacia». Saber hacerlo es otro desafío para el casi octogenario presidente electo. Hay otros muchos desafíos sectoriales para Biden : la economía, el Poder judicial o el medio ambiente. En todo caso, será un espectáculo ver a Trump como un león rugiente preparando las próximas elecciones presidenciales, los esfuerzos de Kamala Harris para asentarse como vicepresidenta –presidenta–, la presión de la izquierda radical para atraerlo a su orilla, la lucha de su conciencia católica ante los intentos de ampliación del aborto y un largo etcétera.

Rafael Navarro-Valls es catedrático, académico y experto en la presidencia de Estados Unidos.

Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *