La famosa frase de Manuel Azaña, pronunciada en 1931 y tantas veces utilizada como ariete contra la Segunda República, se aproxima hoy más que nunca a la realidad: “España ha dejado de ser católica”. Es decir, los españoles se declaran en su mayor parte católicos pero se hallan inmersos en un rápido proceso de secularización y ya no se comportan de acuerdo con los preceptos de la Iglesia. Los practicantes sólo representan —en el mejor de los casos— un tercio de la población, mientras los rituales religiosos, relacionados con la sociabilidad más que con las creencias, pierden peso: las bodas civiles suman el doble que las canónicas. Y los contribuyentes que dedican una cuota de su impuesto sobre la renta a la financiación eclesiástica no pasan del 35%.
Los viejos republicanos querían no sólo separar a la Iglesia del Estado sino también reducir la influencia del catolicismo entre los españoles, pues la consideraban un factor de atraso, un obstáculo para el progreso de la patria. Algunas de sus medidas —por ejemplo, la Constitución de 1931 prohibía a las congregaciones ejercer la enseñanza— atentaban contra la libertad religiosa y resultaron contraproducentes. Pero ahora, desaparecido por fortuna el anticlericalismo tradicional, el problema es distinto: se trata de adaptar el Estado a una sociedad secularizada, de plasmar en la ley la notable distancia que existe entre los ciudadanos —sobre todo los jóvenes— y el compromiso religioso, en un país abierto además a otras confesiones como consecuencia de la masiva llegada de extranjeros. La efectiva separación de ambas instancias ha pasado de ser un deseo a convertirse en una necesidad.
El Partido Socialista abrazó la laicidad como uno de los ejes de su programa para las elecciones del pasado diciembre. Anunció que cambiaría la Constitución para suprimir las menciones a la Iglesia y que denunciaría los acuerdos con la Santa Sede de 1979, firmados poco después del referéndum constitucional y base de los privilegios eclesiásticos. En consonancia con los principios de neutralidad estatal e igualdad entre los credos, los socialistas animaban a buscar la autofinanciación de las organizaciones religiosas, a eliminar su presencia en los centros educativos públicos y a reclamar la titularidad de los bienes registrados sin títulos para ello. Algo no muy distinto proponía Podemos. Aunque se discutan los detalles, estas intenciones sintonizan con la secularización en marcha y podrían constituir uno de los pilares de un futuro Gobierno de izquierdas.
No obstante, cualquier fórmula progresista tendrá que aprender de los errores y experiencias acumulados por los últimos Gabinetes del PSOE, los que presidió Rodríguez Zapatero entre 2004 y 2011. Tras un comienzo audaz y lleno de declaraciones altisonantes, lograron aprobar varias normas significativas contra el sentir católico, como la que legalizaba el matrimonio entre personas del mismo sexo y la que introducía en las aulas la Educación para la Ciudadanía y rebajaba el valor académico de la asignatura de Religión. Pero esos mismos Gobiernos apenas impulsaron la diferenciación entre el poder civil y el eclesiástico y dieron incluso un paso atrás, crucial, en este terreno: en 2006 mejoraron y concedieron un carácter indefinido al sistema que financiaba a la Iglesia a través del fisco, provisional según los pactos de 1979. Quizás las autoridades socialistas se asustaron ante la ofensiva de la jerarquía episcopal, dirigida por papas antimodernos, y de quienes denunciaban una supuesta persecución religiosa. En todo caso, resulta difícil olvidar dos imágenes: la de los obispos en la calle, durante una manifestación contra los enlaces homosexuales; y la de la vicepresidenta Fernández de la Vega, vestida de negro y con la cabeza cubierta, en una visita al secretario de Estado vaticano.
Entre las tareas pendientes hay algunas más perentorias que otras. Tal vez puedan destacarse los aspectos simbólicos, del crucifijo en las tomas de posesión hasta los funerales oficiales, que violentan a los no católicos, pasando por la asistencia de los gobernantes, en representación de sus conciudadanos, a actos religiosos. O la neutralidad en las escuelas e institutos públicos, una vez se ha demostrado que el interés de la Iglesia residía no en eliminar la formación cívica sino en que sea complicado renunciar al adoctrinamiento y en que éste tenga validez curricular. Deberían impedirse asimismo los abusos generados por los conciertos educativos, a cuya sombra se han nutrido de fondos autonómicos colegios donde se segrega a los estudiantes por género, se ha cedido suelo a centros privados o se ha hecho la vista gorda ante el cobro de cuotas a los padres y ante el rechazo a pobres e inmigrantes. Al mismo tiempo que se deterioraba la enseñanza de todos y se desviaba a las familias de clase media hacia la concertada, casi siempre católica.
Pero lo más importante será, sin duda, abordar las cuestiones fiscales y presupuestarias. Como los tributos que no gravan a la Iglesia y, sobre todo, la financiación estatal de la misma, que según la fórmula vigente implica que los no católicos aporten más a los servicios comunes que los católicos: en concreto, un 0,7% más, el que se resta de las declaraciones confesionales. No será sencillo renegar de lo consagrado con notas diplomáticas en 2006 y poner otra vez la independencia económica en la agenda. Para ello habrá que explicar que no están en duda las subvenciones a la restauración del patrimonio —aunque debiera facilitarse su disfrute general— ni a labores asistenciales, sino el abono de sueldos a los sacerdotes a cargo del erario. Tampoco cabe el atajo de multiplicar las casillas y contentar así a pastores, imanes o rabinos. Dejar los avances al albur de una improbable reforma constitucional abre un expediente dilatorio, más aún cuando la Constitución habla de cooperar y no de obligaciones financieras.
En definitiva, habría que distinguir entre los asuntos morales y los que afectan de lleno a los vínculos institucionales entre Iglesia y Estado. Consolidados numerosos derechos civiles, pues hasta los sectores liberales del Partido Popular aceptan hoy la mayoría, es hora de abordar la separación, conforme a una sociedad cuyos lazos prácticos con el catolicismo se muestran cada día más tenues y minoritarios. No sólo porque, como afirmaba Azaña, la religión ya no oriente el rumbo de la cultura española, sino porque el grueso de los ciudadanos —creyentes o no— vive al margen de la disciplina eclesiástica. Sus palabras, más de 75 años después de su muerte, resuenan pues con un sentido nuevo: “España ha dejado de ser católica; el problema político consiguiente es organizar el Estado en forma tal que quede adecuado a esta fase nueva e histórica del pueblo español”.
Javier Moreno Luzón es catedrático de Historia en la Universidad Complutense de Madrid.