Los despachos del poder

El poder político, ese omnipresente Minotauro que preside las relaciones humanas desde la noche de los tiempos, nos habla a través de una rica variedad de símbolos, atributos y estereotipos. La Iconología de Césare Ripa, en 1603, hacía la siguiente descripción del imperio: «Hombre con nobles y ricas vestiduras, tendrá la cabeza ceñida sobre una serpiente, y con la mano izquierda sostendrá un cetro con un ojo en lo alto, y el brazo y el dedo índice de la mano derecha extendido, como suelen hacer los que tienen dominio y mando». Las artes se han ocupado de testimoniarlo y transmitirlo con abierta fascinación y premeditada propaganda a las generaciones presentes y venideras, actuando como un Retrato de Dorian Grey que ensalza las virtudes del poderoso y oculta su lado sombrío. Enseñas de mando, privilegios y derechos desfilan ante nuestros ojos de ayer y de hoy. El artista expone ante los demás mortales sus subyugantes expresiones: solemnidad, energía, severidad, ambición, fortaleza, dedicación, valentía, admiración, prudencia, magnanimidad… No hay autorrestricción, ¡ay la sed de poder y la capacidad de seducción!, en las divisas y banderas del imperium, desde los rayos de tres soles que resplandecían sobre la cabeza de Alejandro Magno, «Sol y amo del cosmos», obra de Lisipo, hasta la grandeza de Carlos V, en cuyo «Imperio no se pone el sol», como en la Alegoría de Carlos dominador delmundo de Rubens. Veamos sus manifestaciones.

La primera, la corona, símbolo de distinción por excelencia, ya fuera real o acreditativa de los hombres más sobresalientes, como se recoge en el lienzo de La Coronación de Napoleón de Jacques-Louis David. El cetro regio, bastón de madera de roble o de oro con ricas incrustaciones, usado en las ceremonias, a semejanza del bastón de mando castrense, como los que se apilan en el Retrato de Francesco Maria Della Rovere de Tiziano. El trono, demostración simbólica y elevada de la dignidad real e imperial, como atestigua el revestido en oro del faraó n Tutankamón. El globo, significado de la infinitud de la tierra y del poder sobre la misma, que en la tradición cristiana asienta una cruz, habitualmente engalanado con preciosas representaciones, como el que porta el Emperador Carlomagno en el lienzo de Alberto Durero. El armiño, que atribuye un status especial a quien lo lleva, como en el ampuloso Retrato de Luis XIV de Hyacinthe Rigaud. La púrpura, de color rojo vivo, signo de prerrogativa desde Roma, como en el Manto de la Coronaciónde Roger II, en perlas, seda y bordado en oro. El águila, exteriorización del poder de las armas, como en el Dípticodel cónsul Manlio Boecio. La llave, que confiere el poder de atar y desatar, como en el presuntuoso Retrato del Conde duque de Olivares en el lienzo de Velázquez o, por el contrario, la que recibe humildemente Ambrosio Spinola de manos de Justino de Nassau en La Rendición de Breda. El león, exhibición de fuerza y masculinidad, como plasma, de nuevo Velázquez, en el Retra-tode Felipe IV con armadura y un león asus pies. La espada, arma de las más altas jerarquías, llega a recibir nombres propios: la Excalibur del rey Arturo, la Joyosa de Carlomagno, la Balmunga de Sigfrido, la Durandarte de Roland o la Tizona y la Colada de El Cid. Aunque si hubiéramos de quedarnos con una efigie de la fastuosidad del poder, ésta sería el Retrato de Napoleón en el trono imperial de Jean Auguste Dominique Ingres: corona de laurel, águilas carolingias en el trono, abejas francas en el armiñado vestido, collar de la Legión de Honor, el cetro de Carlos V y la mano justiciera de Carlomagno. Esta parafernalia se visualiza en ocasiones en la imaginería de los despachos de los hombres de Estado. Aunque si somos rigurosos, es más característica de los siglos XVIII y XIX. En efecto, los reyes carecían en el Antiguo Régimen, como reseña Feliciano Barrios en el próximo libro La gobernación de la Monarquía de España, de lo que entendemos por despacho, una noción más propia de la época contemporánea. Los monarcas despachaban en la estancia de la torre del antiguo Alcázar, destacando en el mobiliario un rico bufete, y un mobiliario y disposición muy distinto a la actualidad, al tiempo que recibían de pie a los embajadores en otro lugar de palacio; el valido, que tampoco disfrutaba de un auténtico despacho de recibir, era atendido por el rey, para mayor intimidad, en la Real Cámara. El poder del Estado estaba, de facto, en las covachuelas. Poco queda hoy de aquello. Sólo quizás la mesa de despacho de Godoy, hoy en la sede del Centrode Estudios Políticos y Constitucionales, y las estanterías de su biblioteca, depositadas en la Biblioteca Nacional.

Otra vez Bonaparte explicita, como nadie, los fastos del poder, como pormenoriza el lienzo Napoleón en su gabinete de trabajo del citado David. El Emperador guarda su mano derecha en el chaleco, con todos los atributos militares de su rango, el libro de las Vidas Pa-ralelas de Plutarco apoyado en el suelo, la espada recostada en el sillón y sobre la mesa un manuscrito del Código Civil. Es el prototipo del prohombre, siempre despierto –el reloj de pie del fondo marca las cuatro y diez de la mañana– y en actitud de alerta para hacer frente a las necesidades de su pueblo. «¡Cada hombre, decía Shakespeare, ama su propio momento de autoridad!».

La antítesis del despacho del Corso son los gabinetes de trabajo que se recogían estos días en las páginas de este periódico. El primero, el del premier británico David Cameron, con una sencilla mesa, con fotos familiares y un dibujo de la MonaLisa realizado por su hija Nancy. El segundo, el del presidente Rajoy, estructurado en tres estancias, un escritorio, una mesa informal de reuniones y un salón para recibir. En el austero, sobrio y ordenado despacho cuelgan obras de Miró, Gordillo, Saura… ¡Son los nuevos tiempos!

Pedro González-Trevijano, rector de la Universidad Rey Juan Carlos.

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