Los desplazados en México son ignorados por el Estado

Un zapato en la reja de metal que divide México y Estados Unidos, en Puerto Anapra, Chihuahua, donde la violencia ha hecho que la gente migre (YURI CORTEZ/AFP/Getty Images)
Un zapato en la reja de metal que divide México y Estados Unidos, en Puerto Anapra, Chihuahua, donde la violencia ha hecho que la gente migre (YURI CORTEZ/AFP/Getty Images)

Hace unos meses, Claudia Ponce me contaba sobre una pelea entre niños. Su hija jugaba con el carrito de un primo y cuando él se lo quitó, se puso a llorar desesperada. “¿Por qué todo me lo quitan, mamá?”. Ponce se puso a llorar con ella. Habían llegado hacía unos meses a casa de un primo, solo con una maleta de ropa, después de huir de Estación Conchos —un pequeño pueblo de Chihuahua, México— y su hija empezaba a resentir no tener casa. La niña no lo sabía, pero se había convertido en una desplazada.

El 13 de marzo de 2013, 80 miembros de la familia Ponce huyeron de su pueblo en caravana después de que Sigifredo Ponce, una de las cabezas de familia, fue asesinado. Desde entonces viven desperdigados, buscando cómo rehacer su vida en un país donde no hay ningún tipo de política pública ni marco legal que los proteja.

Aunque el gobierno federal mexicano reconoció este año por primera vez la existencia del desplazamiento forzado interno, invisibilizado durante años por las administraciones anteriores, urge reconocer a sus víctimas jurídicamente para que puedan acceder a medidas que les permitan superar su condición de vulnerabilidad.

El desplazamiento forzado interno es consecuencia de narcotraficantes, grupos armados, paramilitares, autodefensas, empresarios e incluso funcionarios públicos. Sus víctimas viven en un limbo. No pueden regresar a casa, se reubican en un lugar extraño y rehacen su vida de un día a otro entre la pérdida, el trauma y el abandono.

En México se suele decir que las víctimas se convierten en un número, pero los desplazados por la violencia ni siquiera son estadísticas. En poco más de una década, hubo más de 250 000 asesinados y 40 000 desaparecidos. En ese mismo periodo el desplazamiento forzado interno oficialmente no ha existido, pues no hay ningún diagnóstico o censo que lo contabilice.

La Comisión Mexicana para la Defensa y Promoción de los Derechos Humanos (CMDPDH) cifra a las víctimas en 338,405. Eso contando solo episodios de desplazamiento masivo, no el goteo constante de personas que huyen de sus comunidades, muchas veces enclavadas en lugares remotos, y que casi nunca son noticia. Pero el número podría ser mucho mayor: tan solo el año pasado 1.7 millones de personas se cambiaron de casa por la delincuencia, según la última Encuesta Nacional de Victimización y Seguridad Pública. La mayor cifra que se ha registrado desde 2011.

En América Latina, el problema ha sido denunciado por la Comisión Interamericana de Derechos Humanos, pero solo Perú y Colombia tienen un marco normativo para atenderlo. En México, el fenómeno comenzó en los años 70, con conflictos comunales; y en 2006, con la llamada “guerra contra el narcotráfico” que inició el expresidente Felipe Calderón , se extendió por todo el país.

Antes de migrar, los Ponce habían prosperado a través de tiendas y de plantaciones de nogales. Cuatro generaciones huyeron de un día a otro después de años de amenazas, extorsiones, secuestros, asaltos, saqueos, quema de locales y el asesinato de tres familiares y cuatro empleados. No se les ha reconocido como víctimas y tampoco cuentan con medidas de atención que les permita reconstruir su vida.

La familia ha peleado ante gobiernos federales y locales que no aceptan su problema de migración interna por la violencia. En 2016, la Comisión Ejecutiva de Atención a Víctimas (CEAV) se negó a reconocerlos como víctimas de violaciones de derechos humanos y la CMDPDH logró un amparo que determina su facultad para reconocer y registrar a las víctimas de desplazamiento. Judicializar el caso ha sido la forma de ser visibles, de existir como desplazados.

La semana pasada, la Comisión Nacional de Derechos Humanos emitió una recomendación a cinco instancias —Gobierno y Fiscalía General de Chihuahua, CEAV y las presidencias municipales de Saucillo y Delicias— por el desplazamiento forzado de los Ponce. Es la séptima sobre desplazamiento forzado desde 2006 y la segunda en la que menciona el derecho a no ser desplazado (la primera fue en un caso en Sinaloa en 2017).

La recomendación coloca a la CEAV como la autoridad responsable que, durante años, ha alegado que la reparación del daño no es su competencia. Las instancias tienen entre seis y nueve meses para realizar un diagnóstico sobre desplazados y retornados, y diseñar un programa de atención integral a las víctimas, así como un programa de acceso a la educación, vivienda y trabajo, entre otras medidas.

En abril de 2019 se presentó una iniciativa de ley para tipificar el desplazamiento forzado interno, pero no ha sido aprobada en la Cámara de Diputados. El subsecretario federal de Derechos Humanos, Alejandro Encinas, ha reconocido que el fenómeno se incrementará en los próximos años y se está preparando una iniciativa de ley general, pero es urgente que se reconozca jurídicamente el problema para saber oficialmente cuántas personas como los Ponce viven fuera de casa por la violencia.

Sin un diagnóstico oficial es imposible dimensionar la cantidad de personas desplazadas. Sin un marco de protección y políticas públicas, es imposible proteger a las víctimas y prevenir nuevos desplazamientos. Se requiere de un protocolo de reparación de daños que integre a todas las instancias implicadas, y que los estados receptores sepan cómo proceder para no revictimizar a los desplazados.

El desplazamiento cambia la vida. Afecta generaciones enteras e implica una pérdida del arraigo y del sentido de pertenencia. Siete hijos de los Ponce nacieron como desplazados y su abuela murió sin poder regresar a su casa. Cuando Claudia Ponce cobró su primer cheque limpiando casas, compró unas bicicletas para los niños. Necesitaba que sintieran que algo era suyo y nadie se los podía quitar.

Alejandra Sánchez Inzunza es periodista, co-fundadora de Dromómanos y co-autora de ‘Narcoamérica’.

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