Cualquier persona racional, por ejemplo, un profesor universitario, aunque lo sea en la mal llamada Ciencia Política, sabe que los líderes independentistas catalanes llevan varios quinquenios en la más absoluta de las contradicciones y han hecho oídos sordos a cualquier crítica, aunque esta sea –como ha recordado Javier Marías– en forma de interrogativas directas:
«¿Cómo vivirían en una Cataluña aislada, con qué economía y qué medios? ¿Con qué reconocimiento internacional (Putin y Maduro aparte)? ¿Qué harían con más de la mitad de la población catalana contraria a su decisión? ¿Iniciarían purgas y expulsiones?». No se debe olvidar que según la Ley de Transitoriedad, aprobada por los nacionalistas en septiembre de 2017, los jueces iban a ser nombrados por el Govern y los medios de comunicación quedarían bajo control de la Generalitat. Todo un proyecto dictatorial que no cabe en la UE.
Para acabarla de amolar, el prófugo Puigdemont, convertido por sí y ante sí en dictador, ha decidido poner al frente de la Generalitat a un tipo llamado Quim Torra, cuyo pensamiento se ha expresado ampliamente a través de una catarata de insultos, odio y desprecio hacia los españoles y hacia los catalanes que no piensan como él. De estos últimos ha escrito que son «bestias con forma humana, carroñeros, víboras, hienas». Los ha animalizado, que es lo primero que hacen los exterminadores antes de comenzar sus matanzas, sean nazis de Alemania o los hutus de Ruanda.
Según Torra, los catalanes son más «blancos» que los habitantes del resto de España, y –hemos de suponer– superiores. Este racismo propio de la extrema derecha tiene «milagrosamente» el apoyo de una cierta izquierda también separatista de forma lateral, es decir, con el silencio respecto a los desmanes separatistas, y de otra izquierda que dice ser dialogante y cuya última expresión, procedente del nacionalismo gallego, ha puesto en plaza pública un documento titulado «Renovar el pacto constitucional». Allí puede leerse lo siguiente: «Las reivindicaciones nacionales catalanas, vascas, gallegas o de otros territorios con demandas de carácter identitario no deben entenderse como una amenaza a la democracia española ni a la unidad del Estado sino como aspiraciones legítimas de una parte de la ciudadanía libremente expresadas en una sociedad plural y democrática que, como tales, han de ser atendidas por todos y entre todos, procurando acomodos que no violenten la convivencia en común. Pero que sí violenten las leyes, ¿no es verdad? Añaden que es preciso «renovar el pacto constitucional dentro de un espíritu de concordia, sin humillaciones, sin vencedores ni vencidos» y una «salida civilizada que reconozca la diversidad identitaria».
¿Y por qué? Porque la sentencia del Estatut «dejó herido de muerte el Título VIII de la Constitución» y «la ulterior jurisprudencia constitucional solo ha venido a reafirmar aquella desafortunada decisión» con una «imparable e intensa recentralización». «El Estado de las Autonomías se ha convertido en una apariencia, en envoltorio vacío de contenidos inciertos».
Que los artículos eliminados por el Tribunal Constitucional no se adecuaran al texto constitucional felizmente vigente poco les importa a estos auténticos impostores de la política, que son capaces de asegurar que las Comunidades Autónomas son hoy «un envoltorio vacío». Y yo me pregunto: ¿En qué país viven estos sectarios? ¿Desconocen que las Comunidades Autónomas gestionan y deciden sobre asuntos tan «vacíos de contenido» como la Sanidad y la Educación?
El manifiesto termina reivindicando «un tiempo nuevo y la posibilidad de encauzar las cosas» hacia la «convivencia en una España plurinacional».
Esto último deja muy claro quién es el destinatario del papel que firman, y no es otro que el Gobierno de Pedro Sánchez. Si Sánchez les hiciera caso, le auguro un desastre electoral, pues estos «abajo firmantes» no se han enterado –ni se quieren enterar– de que el «proceso» catalán ha producido en Cataluña y en el resto de España nuevas actitudes políticas centradas en la defensa de la unidad de España, de suerte que aquel Gobierno que se vuelva a bajar los pantalones ante el separatismo catalán –y no otra cosa piden estos iluminados– está perdido, tanto en Cataluña como en el resto. ¿Es que nadie va tomar nota del auténtico desastre electoral sufrido por el PSC, precisamente a causa de haberse colocado «entre Pinto y Valdemoro»?
Lo de «sin vencedores ni vencidos» ya lo exigieron parecidos firmantes a propósito del «diálogo» con ETA. El 30 de marzo de 1998, 145 intelectuales y artistas (entre ellos Manuela Carmena y Margarita Robles) solicitaron al Gobierno apostar «por la vía del diálogo y la negociación sin condiciones». Y con descaro se atrevieron a interpretar que el movimiento popular de rechazo a ETA que apareció después del secuestro y asesinato de Miguel Ángel Blanco «no pretende solamente condenar la violencia potenciando sistemas policiales como única alternativa, tal como interpreta interesadamente la versión oficial difundida por los medios de comunicación», pues «el problema es predominantemente político y procede de atrás, sin que desde la Transición haya existido un consenso suficiente que posibilitara una salida dialogada». El documento acababa asegurando que «las soluciones policiales que hoy se proponen proporcionan a los ciudadanos falsas expectativas».
¿Dónde estaríamos ahora si se les hubiera hecho caso a esos abajo firmantes?
Joaquín Leguina, expresidente de la Comunidad de Madrid.