Los diálogos de la democracia, verano 2005

Por Manuel Jiménez de Parga, de la Real Academia de Ciencias Morales y Políticas (ABC, 05/09/05):

La democracia es un sistema de diálogos. El profesor Georges Vedel lo explicaba bien en sus cursos en el Instituto de Estudios Políticos de París. A mitad de los años cincuenta del siglo XX, los principales diálogos políticos que debían establecerse en una democracia eran cinco:

Primero, un diálogo entre el poder constituyente y el poder constituido. A través de este cambio de impresiones la estructura política se hace flexible y evoluciona sin perder estabilidad.

Segundo, un diálogo entre gobernantes y gobernados. Es la fórmula más adecuada para aproximarse a la identificación de los que mandan y los que obedecen, sin atentar a la división del trabajo necesaria en una sociedad.

Tercero, un diálogo entre el Parlamento y el Ejecutivo. Responde este diálogo a la exigencia de dar eficacia a las relaciones que traban las asambleas numerosas -y poco dispuestas para actuar- con los órganos del Ejecutivo, que son, por sí mismos, instrumentos de decisión.

Cuarto, un diálogo entre la mayoría y la minoría. Fundamental y acaso donde reside el secreto de la auténtica democracia.

Quinto, un diálogo entre el Estado y los grupos. Con él se hace viable la situación de pugna -eterna- entre el interés general y los intereses particulares.

A estos cinco diálogos políticos hay que añadir ahora, en determinadas naciones europeas, un sexto que es también esencial para superar los obstáculos que encuentra en la práctica el desarrollo del ideal democrático: el diálogo entre la Unión Europea y los estados que la componen.

Ahora bien, no basta con trazar los procedimientos de buen entendimiento sino que hay que considerar lo que se debate mediante ellos. Y una exigencia básica es que los asuntos afecten notablemente a los ciudadanos.

Este verano pasará a la historia de España como un ejemplo del distanciamiento de muchos políticos de sus electores. Los problemas que preocupan a estos últimos apenas se han abordado. Por el contrario, las energías de bastantes gobernantes se han agotado en la polémica sobre la reforma de los estatutos de autonomía, un tema seguido con interés por pocos.

Ha sucedido, además, que la Constitución Española de 1978 proclama en su Preámbulo, como uno de sus objetivos, «establecer una sociedad democrática avanzada». O sea, mirando hacia el futuro y aceptando todo lo objetivamente valioso que proporciona el progreso de los seres humanos.

Intentar dar vigencia a unos «derechos históricos» produce inquietud. En las antiguas sociedades, por ejemplo, las mujeres estuvieron marginadas y en materia de sucesiones los varones resultaban privilegiados. ¿Habrá que volver a un restablecimiento pleno de figuras como el «hereu», en su versión clásica? ¿Tendremos que retroceder, en Andalucía, a situaciones de predominio masculino, en virtud de supuestos «derechos históricos»?

La historia proporciona las raíces a las personas. Pero la convivencia ha ido mejorando, día a día, y se han conquistado derechos que, como contraposición a los «históricos», son nuevos e irrenunciables.

No es correcto, por otro lado, considerar la democracia como una mera ordenación procedimental. Instauradas unas reglas de juego, no todo puede políticamente discutirse, aunque sea respetando formalmente esas reglas. La democracia está configurada por unos principios que le dan apoyo y razón de ser. (Cosa distinta del diálogo con trascendencia política, son los cambios privados de opiniones).

Nuestra democracia se fundamenta en la indisoluble unidad de la Nación española. Los diálogos en su seno han de llevarse a cabo sin olvidar los principios constitucionales, que están en el origen de las normas concretas.

Un principio constitucional y constitucionalizado es el interés general de España. Los debates más o menos interesantes sobre la reforma de determinados estatutos (o de otras leyes) tienen que acomodarse a fin de amparar ese interés general. No cabe alegar que cada comunidad autónoma es titular de intereses propios, sólo defendibles por los ciudadanos y los grupos de esa comunidad. Esto podría alegarse con unas competencias que no fuesen, como son las actuales, derivadas de la Constitución. Autonomía no es soberanía.

Y los diálogos políticos en la democracia española han de tener presente la solidaridad. Oportuno y conveniente es releer el artículo 138 de la Constitución, acaso olvidado por algunos de los que estos días se pronuncian públicamente. Se afirma en ese precepto:

«1. El Estado garantiza la realización efectiva del principio de solidaridad consagrado en el artículo 2 de la Constitución, velando por el establecimiento de un equilibrio económico, adecuado y justo entre las diversas partes del territorio español, y atendiendo en particular a las circunstancias del hecho insular.

2. Las diferencias entre los Estatutos de las distintas Comunidades Autónomas no podrán implicar, en ningún caso, privilegios económicos o sociales».

Frente a este rotundo mandato constitucional, algunos grupos creen (y defienden) soluciones insolidarias. Como ha escrito el profesor Velarde Fuertes en este periódico, ciertos movimientos políticos «propugnan que cada comunidad considere que la política nacional, favorable a la solidaridad, atenta a sus intereses».

Pueden discutirse, deben discutirse en una democracia los asuntos que afectan a los ciudadanos. Pero no hay que perderse en un laberinto de temas que no inciden en el quehacer cotidiano. Y en cualquier caso, la democracia está configurada por unos principios que se sitúan por encima de cualquier debate.

El titular de la soberanía, en nuestro caso el pueblo español, está facultado para cambiar el presente ordenamiento y establecer otro, con distintos principios y diferentes normas. Esto no sería una reforma, sino la instauración revolucionaria de nuevas maneras de ser y de convivir.

He aquí la diferencia entre la reforma constitucional, siempre posible respetando los procedimientos fijados, y la destrucción constitucional. Si lo que se pretende es cambiar los cimientos del edificio no debe ocultarse el propósito demoledor. La Constitución de 1978 fue elaborada y aprobada para defender, entre otros valores, el interés general de España y garantizar la solidaridad entre los españoles.

Con estos postulados en el horizonte, los diálogos políticos de la democracia española se abren y se desarrollan. Cuando aparecen proyectos inconstitucionales, deja de ser posible la avenencia.