Los días del odio

Si las mociones de censura fueran reales exámenes de conciencia serían un eficaz instrumento para dirigir la mirada a los fondos subterráneos de nuestra conciencia social, moral y política, para enfrentarnos con los impulsos profundos de los que nacen y se alimentan nuestras acciones en el día a día, y de los que raras veces somos conscientes.

¿Por qué valores y por qué temores, por qué ilusiones y por qué tentaciones está impulsada hoy la conciencia moral de los españoles? Si el presente solo se entiende como un pasado aún no concluido y como un futuro ya llegando, será necesario volver la mirada a algunos aspectos de la historia hispánica del último medio siglo, cuyas decisiones fundamentales merecieron elogio generalizado y cuya validez moral y política ciertos grupos e ideologías ponen hoy en cuestión o niegan directamente. Las grandes preocupaciones que movían y conmovían entonces las conciencias eran la paz, la convivencia, la reconciliación, la concordia. Se necesitaba curar las heridas profundas que guerra y posguerra habían dejado abiertas en el alma española. Ya no eran superables las muertes e injusticias padecidas, pero era posible identificarlas, asumirlas y, una vez confesadas, saltar sobre ellas al futuro: un futuro común de todos los españoles, en un Estado social y democrático de derecho. El pasado puede ser siempre alma para el presente pero nunca puede ser arma con la que se quiera resolver problemas contemporáneos, que son reales pero cuya solución debe nacer de una actitud de justicia a la vez que de contrición y perdón. Una memoria así confesante y con tal voluntad de verdad es fuente de fraternidad y de concordia. ¿No siguen estando vivos aquellos valores que cristalizaron la Constitución de 1978? ¿Por qué mirar con desprecio y juzgar tan negativamente nuestra historia nacional?

Los últimos cincuenta años de España han significado un tal salto hacia adelante que solo quienes nacimos en los años 40-50 nos podemos percatar del profundo cambio que ha vivido nuestra nación en casi todos los órdenes. Quienes con modernísimos coches recorren media nación en una tarde, ¿cómo van a poder imaginar lo que suponía llegar hasta un pueblecito de Gredos como Navasequilla en Ávila o Trevelez en Granada, dos localidades entre las de mayor altitud? Hubo entonces maestros y curas destinados a aldeas que ni siquiera aparecían en los mapas. Y en el mundo rural: las duras condiciones de trabajo, la indefensión ante los extremos de calor y de frío, el analfabetismo, el choque entre los grupos humanos privilegiados y los marginados, los ricos y pobres, la mortalidad infantil, la desprotección económica ante el futuro, la enfermedad amenazadora, y los hospitales lejos en la capital.

La educación, ¿quién tenía acceso a ella? En cada provincia solo había un Instituto de enseñanza media, al que accedían la docena de hijos de profesionales en puestos oficiales. ¿Qué hubiera sido del resto si otras instituciones y comunidades no hubieran tendido sus manos a los pobres del campo y a los marginados de los suburbios para que pudieran estudiar y por la cultura superar su pobreza de origen? Luego llegaron inmensos cambios progresivos, fruto de muchas personas e instituciones, de la evolución interior y del influjo exterior, de la Unión europea y de un despertar nacional gozoso y esperanzado. Quienes han conocido en propia carne esa historia no pueden menos de valorar positivamente nuestro presente y mirar con gozosa esperanza al futuro. Ante toda esa transformación la primera exigencia es de gratitud a las generaciones que la hicieron posible. España está hoy presente en los primeros lugares de la técnica, de la creación literaria, de la música, de la arquitectura del deporte, de la ayuda humanitaria a otros continentes. ¿Que no se hizo todo lo posible? Sin duda. Pero, ¿quién puede negar hoy con justicia tantos esfuerzos y logros alcanzados?

Junto a estas conquistas y valores tendríamos que comprobar también cuales son los aspectos negativos de la actual conciencia española. Uno de ellos es ese desconocimiento, olvido o perversión de nuestra historia nacional, que es una de las más complejas y ricas del mundo por su patrimonio cultural, por las instituciones heredadas y por sus nuevas creaciones. Entre otros muchos posibles cito solo un aspecto de esta significación universal de España: la presencia de la Iglesia en otros continentes desplegando acciones de todo orden, desde el anuncio explícito del evangelio y la celebración de los sacramentos creadores de comunidad y de vida, de unidad y de esperanza, hasta la atención a otras realidades como la sanidad, la defensa de la vida y de los derechos humanos, la convivencia con los más pobres, la educación y la reconciliación política. Y junto a la Iglesia hay que enumerar las aportaciones llevadas adelante por Organizaciones no gubernamentales de todo signo. Hay que atreverse a decir con humildad que ninguna otra iglesia europea en estos años ha hecho tantas y tales aportaciones a la vida de la iglesia católica como España: entre otras, los nuevos movimientos posconciliares, los institutos seculares, las comunidades neocatecumenales, presentes unos y otras en todo el mundo, los grupos de seglares misioneros…

Pero si se me preguntara cual es el signo más grave que veo yo en nuestra convivencia civil, diría que es la aparición del odio en palabras y acciones. Odio a personas, a grupos y a las instituciones que los representan. Un odio que comienza con la distancia agresiva, el insulto y el desprecio de la opinión del otro y el rechazo inicial de su propuesta. Del reconocimiento del otro en su diferencia se ha pasado a la sospecha contra él, a la palabra depreciadora que perdona la vida a la vez que, con una sonrisa irónica, de entrada descalifica por arcaicas su política, su moral y su religión, exigiendo reconocer como única digna y válida la propia. Se intenta recomenzar la historia como Adán en el paraíso, dar por supuesto que es necesario un cambio total, proponiendo no una reforma de pequeña cosas sino una revolución, que traería el bienestar, la justicia, la felicidad. Ese odio lleva consigo a la vez rencor y resentimiento, malquerencia y humillación. Su desembocadura consciente o inconsciente en quienes lo ejercen es la voluntad de eliminación del otro. Frente a la voluntad de verdad y de concordia en la diversidad aparece la voluntad del poder excluyente, desde la que se construye una nueva verdad y se juzga al prójimo.

Las expresiones de este odio emergente aparecen no solo en discursos del Parlamento y en otros hechos públicos sino en la vida diaria. Este me parece el problema más grave que tiene hoy España, previo, simultáneo y posterior a las acciones políticas. Porque no todo es política ni la política lo es todo; hay muchas cosas sagradas, intocables e irrenunciables antes y después de ella. Las tres palabras paz, piedad, perdón, deben presidir el comienzo de todas las acciones y no solo ser recitadas al final ante los desmanes consumados.

El título de esta página no es mío sino de Alfonso Albalá, un humilde, verdadero poeta y novelista. Era de Coria y no menor que sus paisanos Sánchez Mazas y Sánchez Ferlosio. Comienza con este título su trilogía (1969), relato de episodios y rencores anteriores a nuestra contienda civil, como lección de la culpable irresponsabilidad de ciertas locuras a la vez que como alimento de nuestra esperanza.

Olegario González de Cardedal, teólogo.

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