Los dilemas de Peña Nieto

Cada vez que un jefe de Estado se desplaza fuera de su país, sobre todo si su periplo es largo, corre el riesgo de que algo suceda en casa que lo obligue a suspender su viaje y volver de emergencia a su capital. A todos les ha sucedido, por culpa de una catástrofe natural, de una crisis política, de un fallecimiento inesperado, de un atentado, en fin... En cada caso permanece la duda, ya sea que el mandatario interrumpa su visita bilateral o su participación en una cumbre, ya sea que decida seguir adelante y mantener su agenda. Si la descarta, se le critica por descuidar un encuentro de gran trascendencia; si la conserva, se le critica por insensible. Nunca queda bien.

El presidente mexicano, Enrique Peña Nieto, se encuentra hoy inmerso en uno de esos desgarradores dilemas. Comenzaba una visita a Francia, cuando de repente se le vino el mundo encima: Joaquín Guzmán Loera, El Chapo, se había fugado del penal de mayor seguridad en México, por segunda vez en 14 años.

Después de haber presumido el virtual entierro del cartel de Sinaloa, que encabezaba El Chapo, y de comprometerse con la sociedad mexicana a que no volvería a producirse el bochornoso espectáculo de su fuga en 2001 —a dos meses de tomar posesión el Gobierno de Vicente Fox—, resultaba imposible para Peña Nieto evadir la responsabilidad por la nueva debacle. Más aún cuando sus colaboradores, en varias ocasiones durante este último año y medio, rechazaron la extradición del capo a Estados Unidos; México, decían, podía perfectamente evitar otra fuga. Peor escenario para Peña Nieto al aterrizar en París, imposible.

O, más bien, uno aún más embarazoso y adverso: cancelar su visita y regresar a México. Dentro de las malas opciones a su alcance, el maltrecho mandatario mexicano tomó la decisión correcta, a saber, permanecer en Francia, seguir con su agenda, despachar a su ministro del Interior a México para encargarse del drama y rezarle a la virgen de Guadalupe para que pronto el Ejército, la Marina o la Policía Federal recapturen a El Chapo. La alternativa era tropical, o francamente bananera: dejar vestida y alborotada a la República Francesa por la fuga espectacular de un criminal célebre, pero al final, nada más: un nuevo prófugo en un país que los cuenta por docenas desde hace años. Peña Nieto tuvo razón.

Solo que la decisión no se produjo en un vacío. En primer lugar, los viajes de este presidente mexicano —más que otros— han despertado un fuerte resentimiento en la sociedad local, debido al número de personas que lo acompañan, y sobre todo, por el comportamiento de sus familiares en dichos viajes. En segundo lugar, hay decisiones que tal vez deban adoptarse en caso de ser rápidamente reaprehendido El Chapo: extradición inmediata a Estados Unidos; atribuir responsabilidades con celeridad a funcionarios de alto nivel; entender, Peña y solo Peña, qué sucedió realmente; explicarle al país desde cerca lo que aconteció; discutir con sus interlocutores preferidos —pocos— qué hacer ahora. Seguir en Francia dificulta o imposibilita cualquiera de estas tareas.

Abre también la puerta a un alud de críticas por parte de la oposición mexicana, de los medios opuestos al Gobierno, y en las redes sociales que han hecho su agosto contra Peña Nieto. Permanecer en París implica de manera inevitable confirmar las peores acusaciones formuladas —no siempre con razón— por los enemigos del régimen: frívolo, insensible, inexperto, carente de capacidad conceptual.

Lo peor sería que Peña pagara el costo de perseverar en su programa al principio, para cambiar de opinión al tercer o cuarto día, o que su estadía en Francia se transformara en una justificación adicional para no hacer nada. Dentro de poco más de dos meses se cumple un año de la matanza de Ayotzinapa; ya se cumplió un año de la de Tlatlaya. El mandatario mexicano en el fondo se ha mostrado impávido frente a esos dos desastres, así como ante los escándalos relacionados con las casas de su esposa y de sus principales colaboradores. A nadie extrañaría que hiciera lo mismo con la fuga de El Chapo: dejar pasar el tiempo, para que el tiempo se ocupe de arreglar las cosas.

Pero esta vez alguien debe pagar los platos rotos: del escape; de la evidente complicidad de las autoridades del penal; de la decisión de no extraditarlo antes; de filtrar la decisión de hacerlo ahora; de no capturarlo inmediatamente después de su salida. París vale una misa, pero no tanto más.

Jorge G. Castañeda es profesor Global Distinguido de la Universidad de Nueva York.

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