Los dioses y los hechos

El mundo se prepara con coches eléctricos para cuando se acabe el petróleo y, sin embargo, no previó nada para cuando se acabaran las ideologías. Al final de ese camino había un grupo de nuevos dirigentes, a menudo sin partidos políticos, que prometen para el futuro renovadas nostalgias. Retrotopía, lo llamó Bauman. Les alcanza con un tuit o con un mensaje de teléfono para enardecer a su público lo mismo que en la Edad Media servía subirse a un cajón en la plaza y dejar que corriera la voz.

Así, se ha puesto el coro a mentar a los dioses, como si fueran ángeles o profetas, y si Nietzsche mató a Dios ellos están dispuestos a matar a Nietzsche o a negar a Voltaire y a Kant, a los que quieren arrinconar con los cruces de algoritmos. Lo llaman iliberalismo porque el término es más corto y se viraliza mejor, pero podrían llamarlo movimiento contra la Ilustración, que prendió durante las victorias de Donald Trump y del Brexit tres años atrás y se extiende, de momento, hasta Jair Bolsonaro, partícipe de esa alianza a veces visible y otras no tanto que azuzan los trolls en las redes y a la que da cuerpo el equipo que organiza Steve Bannon en las cercanías de Roma. Existe una mística muy pragmática en los alrededores del Vaticano que difiere del discurso del papa Francisco aunque conecta con su círculo: resucitan a los dioses con una mezcla emocional de política y fe. Les falta el deporte para conjugar las tres capas más sensibles de la intimidad. Se percibe ya más fe en los mítines que en los estadios. Que en las iglesias. La fe, decían antes, consiste en creer en aquello que no se ve. Creer en algo si no se tiene nada seguro a la vista.

Al poco de asumir la presidencia de Brasil, el mismo Día de Año Nuevo, Bolsonaro se dejó ver en las primeras frases de su intervención, que fueron iguales a las últimas: unas cuantas alusiones a Dios. Tenía interés en agradecer a los evangélicos que le prestaran el apoyo que antes brindaron a Lula para ascender a la Cancillería, pero aquello no era una novedad. El dios al que reza Bolsonaro es el mismo que cita Viktor Orbán en Hungría y al que entronizaron como rey de la República en presencia del presidente de Polonia. Líderes capaces de desafiar a la troika y que luego suscriben la “sumisión al poder divino”. Apelan al dios y a la religión sobre las que se explican las tradiciones de Navidad y Semana Santa, exaltadas por la nueva dirección del PP en España. El dios de la reconquista, mito sobre el que cabalga Vox con evocaciones a las cruzadas.

Mientras se vacían los púlpitos, la religión toma los discursos en un fenómeno que tiene una explicación laica: la sustitución de la información por la creencia; de las palabras por los hechos. De las ideologías por la fe, con la que se pretende ocupar el vacío. Al cabo, la fe resulta un material maleable para la política, una manera atávica de apelar a la identidad y a la pertenencia. No hace falta ser cristiano; basta con ser creyente.

Se trata, en fin, de los efectos de la posverdad, que permite a la mentira difundirse a mayor velocidad que la verdad y en la que el trabajo de una Redacción obtiene menos visitas que el último bulo elaborado en algún lejano país. Al periodismo no le queda más remedio que desmontar con datos las falacias, pero ni siquiera está claro el resultado: el periodista Javier Salas explica cómo dar espacio a los extremistas, incluso si es para contrariar sus falsedades, no cambia las ideas de sus simpatizantes; lo que genera es más tiempo de repercusión a su relato. “Que no nos vengan con cifras”, llegó a afirmar el presidente del PP, Pablo Casado, haciendo de la ignorancia un valor. Muchos votantes saben de la posibilidad de que sus líderes les engañen y no les importa. Su opinión —su creencia, su voto— está formada ya, con lo trabajoso que es eso, y puede bloquear a quien procure cambiarla. En mitad de la confusión y la niebla interesada, ganará quien predique seguridad, no verdad. Las trincheras son más hondas. Las burbujas, impermeables.

La posverdad se expandió gracias a Internet pero no fue su culpa; concurrieron la indiferencia de muchos hacia la verdad y el auge de un lento fanatismo —la fe, otra vez—, del que las redes dieron las primeras señales. En el nuevo paradigma, la realidad soporta cualquier cosa. De manera que un partido puede afirmar que le parecen inaceptables los puntos que le propone la extrema derecha y dedicar las horas a negociar esos puntos. Un partido puede negar su relación con aquel cuyos votos necesita. Un país puede amanecer así, sin darse apenas cuenta, sometido a todas las contradicciones y discutiendo acerca de si existe la incontestable realidad de la violencia machista, al margen de las estadísticas. Quién se pone a estas alturas a contrastar las tablas de Excel si puede arrellanarse entre tuits y cadenas de WhatsApp. Si el marco era la creencia en vez de los hechos, todos los excesos valían. Pronto podrá hablarse de creyentes y herejes, entonces.

José Luis Sastre es periodista.

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