Los disparatados habitantes de Internet

Estamos hartos de neologismos y anglicismos: posverdad, fake news… y, ahora, donde no cabe una palabra extraña más, introduzco esta: oopart. Oopart es el acrónimo en inglés de «artefacto fuera de lugar» y quienes los rastrean sostienen, por ejemplo, que algunos jeroglíficos egipcios representan aviones o que se han encontrado mapas de Sudamérica anteriores a 1492. Por supuesto, todo lo relacionado con estas presuntas anomalías fuera de la historia ha proliferado en Internet, donde protagonizan una parte importante de la disparatada literatura de la conspiración.

Hoy se me ocurren pocas cosas tan fuera de lugar como esa banda de matones y bárbaros que asaltaron el Capitolio estadounidense. Algo en su aspecto y su actitud (los animales disecados, las botas sobre la mesa de Nancy Pelosi) provocaba, además de preocupación, un enorme desconcierto: la retransmisión en directo de este grave ataque contra la democracia más poderosa del mundo se parecía a una reposición navideña de Los visitantes, aquella comedia francesa en la que unos caballeros medievales viajan hasta nuestra época.

Pero, si la característica principal de los oopart es que aparecen en fechas imposibles, estos rústicos partidarios de Trump sí que son un producto de nuestro tiempo –a pesar de las banderas confederadas–, y lo que tienen en común con el fenómeno de la arqueología, digamos, alternativa, es que ambas desviaciones (de la ciencia ortodoxa y de la democracia) surgen y se refuerzan en los rincones menos iluminados de Internet. Es posible que algunos de los atacantes hayan sido siempre así. Existen autores que se refieren a ellos como white trash (basura blanca) y convierten esta expresión, a priori despectiva, en una llamada de atención sobre la falta de oportunidades en la América rural. Allí escasean el futuro y el capital, y abundan los tipos tozudos y desesperados, como los que describe Faulkner o aparecen en Tiger King, un documental sobre la vida de un excéntrico domador de tigres. Tipos que no son responsables de las injusticias que padecen, aunque sí de sus comportamientos brutales.

Sin embargo, muchos de los que participaron en este episodio inverosímil se habían disfrazado para la ocasión. Muchos hacían gestos, repetían eslóganes y portaban símbolos relacionados con distintas comunidades extremistas organizadas a través de Twitter, de foros o de Telegram. Muchos habrían pasado desapercibidos hasta entonces, trabajadores anónimos aficionados a discutir sobre política con desconocidos, a reforzar sus convicciones (las redes favorecen la confirmación frente a la confrontación) y a bromear entre colegas virtuales. Esto explica que todo tuviera el aspecto de una bufonada –aunque cinco muertos no ríen– y es que, en Internet, lo que termina por imponerse (ideas, estéticas), se vuelve viral cuando algunos pioneros (bienintencionados o no) lo reivindican irónicamente.

Así, la recuperación de un pasado falseado y postizo (con sus ideales de pureza racial y mitos fundacionales –los búfalos–) es en algunos foros (en Estados Unidos, 4chan; en España, Forocoches) una broma recurrente que se distribuye mediante memes y que termina por generar, entre quienes están expuestos a su bombardeo, una nostalgia tramposa.

Los viejos habitantes de Internet sabemos reconocer el aspecto grotesco que tienen nuestros disparates cuando desbordan las pantallas. Ya casi nadie se acuerda pero en 2010, durante una gala retransmitida por TVE, Anne Igartiburu sufrió un incidente de esta naturaleza. El rapero John Cobra, fuera de sí tras una actuación lamentable, gritaba obscenidades entre las que repetía «viva Roto2». Era la contraseña con la que agradecía el apoyo irónico de Forocoches que lo había llevado hasta allí. Anne pasó un mal rato mientras yo me regocijaba al conocer la trastienda de aquel sinsentido.

Lo que sucede en el mundo virtual configura la realidad y pertenece a ella tanto como lo que sucede en el mundo físico pero, cada vez más, cuando estos planos chocan se producen cortocircuitos que provocan incendios.

Y nos estamos abrasando –tenemos un grave problema– con lo que leemos y escribimos en Internet. El filósofo José Luis Pardo escribe que «lo humanamente distintivo es la palabra que se somete al significado públicamente acordado en libre asamblea (incluso para intentar cuestionarlo)». Por otro lado, en 1917, Max Weber declaró, en una famosa conferencia que «la ciencia [el saber] es para aquellos capaces de convencerse de que su destino depende de si su interpretación de un determinado pasaje de un manuscrito es correcta». Son los dos focos de la elipse del conocimiento: el de Pardo (aristotélico) que defiende la discusión sometida a unas reglas (del Estado o la polis) como método para establecer la verdad o la justicia; el de Weber (platónico) que confía más en las conclusiones del trabajo y la razón individuales. Perseverando en la metáfora geométrica, si los focos de una elipse coinciden, aparece una circunferencia con todas las posturas a la misma distancia: la indeseable homogeneidad del totalitarismo. Pero Internet ha propiciado justo lo contrario: los focos se alejan, la distancia entre el debate público y el grupo aislado, dogmático y autosuficiente es cada vez mayor. La elipse se achata y termina por convertirse en una línea salpicada de comunidades estancas y ajenas. El abismo entre ideas resulta insalvable, por su contenido, pero también por la dificultad para transitar entre ellas.

Puesto que los algoritmos que regulan Facebook y Twitter son responsables de esta situación, no está claro que el cierre de las cuentas de Trump, que ha provocado un éxodo hacia Parler (una red similar) y ensanchado las grietas entre usuarios, sea la medida más apropiada o legítima. Para evitar nuevos episodios grotescos (además de juzgar a sus instigadores) será necesario que Internet se convierta en una asamblea libre tan amplia, ventilada y pública como sea posible.

Seguirán apareciendo ideas descabelladas, extravagantes y confusas, pero habrá quienes logren disolverlas antes de que se transformen en rabia y se materialicen (como votos o como espectáculo circense y trágico). Al fin y al cabo, los buenos filósofos e intelectuales saben que su oficio consiste en establecer distinciones y deshacer confusiones, y no tienen miedo a la velocidad de las redes –tampoco deberían temer al troglodita (menudo oopart) de Washington–. Ahora que vivimos amenazados por, al menos, dos males globales, es el momento –también aquí– de recordar al Doctor Rieux, protagonista de La Peste de Camus. Cuando le preguntan qué es la honestidad, responde: «No sé lo que es, en general. Pero, en mi caso, sé que no es más que ejercer mi oficio».

Enrique Rey es escritor.

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