Los dos 11-S

El 11 de septiembre de 2001 me encontraba trabajando en mi estudio. Hacia las 15 horas sonó el teléfono: era el director de EL MUNDO que me pedía con urgencia que escribiera un artículo sobre "Los enemigos de Estados Unidos". No entendí la urgencia del encargo. Pedro J. Ramírez simplemente me dijo: pon la televisión Así hice. Conecté hacia las 15:05. Un minuto después, 15:06 (9:06 en Nueva York), contemplé asombrado cómo un avión comercial se estrellaba contra una de las Torres Gemelas, situadas en el sur de la isla de Manhattan y que albergaban el Word Trade Center. La otra estaba ya ardiendo. Miré por la ventana y vi cómo dos helicópteros de la Policía daban vueltas sobre la cercana embajada de Estados Unidos en Madrid. Entendí entonces la urgencia del encargo. Me puse en ello.

Como no estaba clara la autoría, apunté a la llamada "fraternidad internacional de terroristas", que por entonces era muy compleja. Se entremezclaban grupos yihadistas, libios, chechenos, vascos, iraníes, afganos, coreanos y otros. Su objetivo: adiestrar a los descontentos del mundo entero en las bellas artes del secuestro, la extorsión, el sabotaje, el asesinato y las matanzas con explosivos. El tiempo hace nacer grupos nuevos, pero el objetivo sigue siendo el mismo.

Los dos 11-SMañana se cumple el 20 aniversario de ese 11-S que contempló estupefacto una serie de atentados terroristas, con el lanzamiento suicida de aviones comerciales previamente secuestrados sobre objetivos estratégicos: las Torres Gemelas, el Pentágono, la Casa Blanca (que resultó indemne), Camp David, la residencia de verano del presidente George W. Bush, y el Capitolio de Washington, ataque que resultó abortado, al estrellarse el avión a 200 kilómetros del objetivo. El resultado fue la muerte de 2.996 personas, incluidos los 19 terroristas, la desaparición de 24 víctimas y más de 25.000 heridos, muchos de ellos con lesiones permanentes Se calculan las pérdidas económicas en unos 10 mil millones de dólares.

Este ataque masivo a centros vitales de Estados Unidos desde el punto de vista estratégico o psicológico era la culminación de una larga etapa de ataques sectoriales dirigidos a "castigar al viejo gigante". En los 10 años anteriores al 11-S, el número de actos terroristas había sufrido una aceleración histórica. Muchas veces -como el del 11-S- se trató de "suicidios tácticos", que recuerdan la locura de los kamikazes japoneses de un imperio en agonía. Es como si la masacre de las Torres Gemelas de Nueva York nos recordara la fragilidad de toda una sociedad frente a un ataque ciego. Ese atentado, lo decía en el artículo solicitado, "nos recuerda que el XXI comienza con una tercera guerra mundial silenciosa". Y el objetivo parece ser ahogar la libertad.

De ahí que en la última encuesta Gallup hecha hace unos días, prácticamente dos tercios de los adultos estadounidenses consideran que los ataques terroristas del 11 de septiembre de 2001 cambiaron permanentemente la vida en Estados Unidos.

Si el ataque sorpresa a Pearl Harbor (7:48 horas de la mañana del 7 de diciembre de 1941) fue denominado por el entonces presidente Franklin Roosevelt, "el día de la infamia", el 11-S merece idéntico calificativo si se piensa que los fallecidos en el ataque japonés fueron incluso menores. En concreto: 2.403 muertos y 1.178 heridos. En ambos atentados la sorpresa fue mayúscula y la perfidia, evidente.

Pero este 20 aniversario del 11-S coincide con otro acontecimiento singular: la fuga masiva de un puzle de ciudadanos del aeropuerto de Kabul, ante la toma de Afganistán por los talibán. Contra lo que pudiera creerse, el americano medio ha prestado mayor atención al problema del Covid o las medidas económicas de Biden que a la huida masiva de tierras afganas. Tal vez porque era algo previsto (pero no el caos aéreo), además de que la continuidad en un país fallido pensaban que era una pérdida de tiempo.

Sin embargo, los medios políticos y mediáticos sí que han centrado sus focos sobre el desenlace de una aventura que comenzó hace 20 años y que brevemente conviene sintetizar.

Cuatro presidentes contribuyeron a la situación actual. Después del 11-S, George Bush declaró "la guerra al terror". El 7 de octubre lanzó la operación Libertad duradera; en noviembre, 1.300 soldados estaban en Afganistán. Cuando abandonó el poder, el número había aumentado a 30.000.

Barack Obama, contra lo que pudiera creerse, aumentó a 100.000 el número de soldados, aunque luego comenzó a llevar a EEUU una buena cantidad de ellos. Ahí comenzó a insinuarse en la Casa Blanca la necesidad de dar marcha atrás. Que fue lo que hicieron Donald Trump y Joe Biden.

El primero, llegando a un acuerdo con el poder talibán en febrero de 2020, que estableció una retirada total estadounidense a cambio de garantías de reducción de la violencia y dejando al margen los grupos terroristas. El actual presidente, Biden, anunció que los 2.500 soldados que aún permanecían en Afganistán regresarían a casa antes del 11 de septiembre de 2021 (al final se fijó la fecha en el 31 de agosto). Para Biden, el objetivo de EEUU -aislar el terrorismo- se había cumplido pues nunca fue su propósito "convertir Afganistán en una democracia estable".

El problema, pues, no ha sido la vuelta a casa, sino el modo en que se ha vuelto. Unos hablan de un nuevo Dunkerque, los pesimistas de otro Saigón. Desde mi punto de vista, los atentados terroristas en plena evacuación y los 13 muertos estadounidenses apuntan al fiasco de Jimmy Carter en 1979 ante los mullahs iraníes. Una humillación más que una derrota. En realidad, aunque Biden ha proclamado la evacuación como "un gran triunfo", un observador imparcial no rechaza por las buenas la broma que corre por las redes latinoamericanas: "Si alguna vez te sientes inútil, recuerda que llevó 20 años, billones de dólares y cuatro presidentes estadounidenses reemplazar al talibán con el talibán".

¿Qué consecuencias supondrá para los EEUU el abandono de Afganistán y su caótica retirada? Si miramos el evento desde el punto de vista interior, es claro que el liderazgo de Joe Biden ha sufrido una notable erosión, por lo menos a corto plazo. Las encuestas son significativas En agosto, su índice de aprobación descendió por debajo del 50%, según los promedios de encuestas de FiveThirtyEight y RealClearPolitics. En cifras, ha caído un total de 11 puntos porcentuales desde que los talibán tomaron Kabul y se hicieron con el poder en el país. Rechazo que se acentúa ante la reciente noticia de Reuters de que Biden, semanas antes de la caída de Kabul, presionó al presidente afgano Ghani para crear la "percepción" de que los talibán no estaban ganando. Los demócratas temen que todos estos factores influyan en las elecciones de medio mandato de 2022.

Sin embargo, no creo que "la feroz urgencia del ahora" se prolongue demasiado. Más del 60% de los estadounidenses está de acuerdo en que había que marcharse de Afganistán. Aunque no así.

Con todo, la Administración Biden confía en que el paso del tiempo haga que las aguas vuelvan a su cauce en las relaciones con los aliados. En un mundo en el que parece importar cada vez más la geopolítica y la geoestrategia, la impresión es que los norteamericanos han sacrificado una pieza de escasa utilidad en el tablero para hacer a un desafío mucho mayor: el representado por China. Coincido con el analista Rubio Plo en que es el escenario del Indo-Pacífico donde actualmente se dirime la lucha por el poder mundial. Uno de los objetivos de Washington, aunque sea al coste de una retirada que difícilmente borrará su imagen caótica y un tanto improvisada, es persuadir a sus aliados, tanto asiáticos como europeos, de que China es una amenaza mucho mayor que lo que suceda en Afganistán. Por su parte, a Rusia no parece preocuparle la victoria talibán. Lo que parece importar a Moscú no es tanto quién gobierna en Afganistán cuanto asegurar las fronteras de sus países aliados, Tayikistán y Uzbekistán.

De este modo, el 20 aniversario del 11-S viene señalado por la reafirmación de la geopolítica y la geoestrategia, como hace siglo y medio.

Rafael Navarro-Valls es catedrático, académico y profesor de honor de la Universidad Complutense de Madrid.

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