Los dos cisnes

Sábado 16. Lohengrin en Covent Garden. Todo esto de los «brotes verdes» de la Salgado y Zapatero ha estimulado mis feromonas wagnerianas y me conduce desde el báculo del perdón que florece al final de Tannhäuser hasta el caballero misterioso y providencial que irrumpe guiado por un cisne al comienzo de Lohengrin.

El reloj de la Historia nos ha hecho retroceder desde las relativas luces del siglo XIII a las densas oscuridades del X. Ya no estamos en los cultivados salones del castillo de Wartburg donde el landgrave de Turingia convocaba su concurso de trovadores, sino en una desolada planicie en las inmediaciones de Amberes donde se va a decidir el futuro de Brabante. Una gran injusticia está a punto de ser consumada y el poder va a quedar en viles manos cuando, atendiendo la llamada de la víctima inocente, coreada por el pueblo, el más valiente, apuesto y virtuoso de los caballeros llega en una barca que arrastra con una cadena de oro el más albo, níveo e inmaculado de los cisnes.

El juicio de Dios dirime la disputa. El aspirante a usurpador es derrotado por la espada refulgente del recién llegado, quien accede a casarse con la princesa y acepta el título de Protector de Brabante con una única condición: que no se le pregunte ni quién es ni de dónde viene. Su escudo le presentará simplemente como El caballero del cisne.

Mientras la música de la orquesta conducida por el antiguo disidente soviético Simon Bychkov va intoxicando de fiero lirismo el coliseo londinense, me estremezco al pensar en el impacto que a un adolescente llamado Adolf Hitler le produjo ese advenimiento del enviado de los dioses cuando asistió por primera vez a una representación de Lohengrin en su amada Linz. Al término de la función se sintió tan arrebatado por su mística que tuvo que subir en la oscuridad a una montaña cercana a la ciudad para dar cauce a sus emociones. «Entonces fue cuando empezó todo», le confesaría ya como canciller del Reich a la nuera de Wagner.

Pero no hace falta albergar ideas totalitarias para anhelar que un paladín carismático entre en liza en defensa de una causa cuya justicia y nobleza no encuentra el parangón necesario en la destreza de sus abanderados. La misma sensación de orfandad y desamparo del pueblo de Brabante y su princesa es la que, de hecho, vuelve a sentir la España de centro-derecha, aquejada -tras el nuevo pinchazo en hueso de Rajoy y su equipo en el debate del Estado de la Nación- de uno de sus periódicos vahídos depresivos.

Si ni siquiera con cuatro millones de parados y un envite con cartas tan ostensiblemente marcadas como las medidas imaginarias sobre el automóvil, las pymes o los ordenadores en las escuelas fue capaz el líder del PP de hacer morder el polvo al del PSOE, qué será de este país como la situación mejore algo en un par de años y las generales del 2012 tengan el mismo desenlace que las del 2008 y 2004. Si incluso en estas circunstancias el CIS pronostica un empate en los inservibles comicios del 7-J, cómo va a poder soñar nadie con repetir el ciclo que desembocó en la amarga victoria del 96, cuando en las europeas del 94 la ventaja del PP fue de casi 10 puntos, de un millón setecientos mil votos y de cinco escaños. Ésa sería la única distancia suficiente para zanjar el agónico debate latente sobre el liderazgo popular.

Todo lo demás serán escenarios ambiguos pero, aunque quedarán flotando perplejidades del estilo de cómo es posible que el Estado Mayor de Génova no aprovechara mejor las tres horas de intervalo entre el discurso del presidente y la intervención del líder de la oposición o a qué diablos se debe el atrincheramiento en la defensa de la honorabilidad dudosa de Bárcenas y la reputación arruinada de Trillo, un triunfo por raquítico que fuera permitiría a Rajoy volver a ganar tiempo. Claro que a medida que se acercara la nueva hora de la verdad sin que en las encuestas se fuera abriendo brecha, el desasosiego y la ansiedad renacerían entre los cuadros y las bases del PP.

La pulsión demandando un cambio de caballero -Gallardón, Rato- o caballera -Aguirre- o incluso el retorno del Jedi -Aznar- va a ser, pues, una constante de los casi tres años que quedan de legislatura y se desbordará irrefrenable si el PP no gana dentro de dos domingos. La principal de todas esas fantasías es la de la aparición de un hombre nuevo que cambiaría la correlación de fuerzas con su arrojo, con su inventiva y con su labia. Cada vez es más frecuente escuchar entre los votantes conservadores el lamento de que en su hora de mayor convulsión y ruina los socialistas tuvieron la fortuna de que les surgiera de la nada un tipo tan hábil y resultón como Zapatero y a ellos en cambio nunca les viene Dios a ver a lomos de cisne alguno.

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Lunes 18. Estoy en The Grove, un centro de convenciones del noroeste de Londres en el que Google ha organizado su simposio, pretenciosamente bautizado como Zeitgeist: ¡el hegeliano «espíritu de los tiempos»! Quedan un par de horas para mi participación en el panel sobre el futuro del periodismo y estoy afilando mis uñas para atacar al león en su propia guarida, cuando veo en el estrado al siempre original Nassim Taleb con su perilla blanquecina, sus gafas profesorales y su reluciente cráneo privilegiado.

Libanés, educado en Estados Unidos, Nassim Taleb se convirtió el año pasado en el intelectual del momento al publicar su ensayo El cisne negro, subtitulado El impacto de lo altamente improbable. Partiendo del hecho de que hasta el descubrimiento de Australia ningún europeo había visto un cisne negro y, por lo tanto, el convencimiento general daba por sentado que todos eran blancos, el libro versa sobre «las severas limitaciones del aprendizaje de la experiencia y la fragilidad de nuestro conocimiento».

En su intervención en el Zeitgeist Taleb está proclamando la defunción del Estado Nación -el príncipe Felipe, que hablará inmediatamente después sobre la comunidad iberoamericana, da un respingo en la primera fila- y cortejando a los anfitriones, al presentar al propio Google como «un cisne negro positivo».

Yo me encojo de hombros ante el piropo, pues los buscadores y agregadores de internet pueden ser herramientas de progreso o mecanismos de alienación según el papel que se les permita desempeñar -ésa será mi tesis dentro de un rato-, pero reconozco que, en efecto, Google reúne claramente dos de las tres características con que el autor define a los «cisnes negros» y de forma creciente, la tercera.

Según Taleb, un cisne negro, esta rara avis de nuestra experiencia compartida, en primer lugar «reside fuera del ámbito de las expectativas regulares porque nada en el pasado podía apuntar convincentemente a esa posibilidad»; en segundo lugar, «produce un impacto extremo»; y, por último, «la naturaleza humana lleva a aportar explicaciones sobre su irrupción, convirtiéndolo a posteriori en algo comprensible y predecible».

La actual crisis económica sería, por su brusquedad, virulencia y extensión, el cisne negro por antonomasia, pero también -según Taleb- lo sería el 11-S y, por analogía, nuestro 11-M. A propósito de la credulidad con que la opinión pública norteamericana se dejó manipular por la administración Bush por esas interpretaciones a toro pasado que tienden a tranquilizar la conciencia colectiva, encajando hasta el más anómalo de los acontecimientos en un pretendido código de tipicidad, el autor se burla de quienes confunden el postulado de que «casi todos los terroristas son musulmanes» con el de que «casi todos los musulmanes son terroristas».

Algo que viene muy a cuento -añadiendo al sustantivo «musulmanes» el adjetivo «radicales»- con todo lo que ha venido sucediendo en la Audiencia Nacional desde la masacre de Madrid, tal y como sus propias sentencias ponen de relieve. Cualquiera a quien la policía ha encasquetado esa etiqueta infamante y ha tratado de hacer engullir algún marrón, real o imaginario, ha sido tratado como culpable y sólo ha quedado absuelto si, invirtiendo la carga de la prueba, se ha demostrado fehacientemente su inocencia.

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En el que sin duda es el mejor ejemplo de los muchos que ilustran su ensayo, Taleb divide las reacciones de quienes visitan la biblioteca en la que Umberto Eco ha reunido más de 30.000 volúmenes entre la de la mayoría que trata de poner a prueba la presunta sabiduría del gran escritor, preguntándole cuántos de esos libros se ha leído, y la de la escueta minoría -él mismo y pocos más- que, dando por hecho que sólo habrá leído una pequeña parte, es capaz de admirar la verdadera sabiduría de quien al cabo del tiempo ha logrado identificar mucho de lo que todavía no sabe y tal vez nunca sabrá.

No en vano Taleb se autodefine como un «empirista escéptico». En realidad lo que denuncia su cisne negro es lo mismo que exalta el cisne blanco de Lohengrin: la acomodación y conformidad del ser humano con aquello que no hace el menor esfuerzo por entender, al amortizarlo -para bien y para mal- como parte de una verdad sagradamente revelada u oficialmente establecida. La esperanza general en la llegada de un Mesías no es sino el precedente de otras actitudes que la posmodernidad ha bautizado como políticamente correctas.

Y sin embargo, tanto en lo que se refiere a la decantación de los liderazgos como a las posibilidades de averiguar la verdad sobre un hecho tan singular y terrible como el 11-M, cualquiera tiene al alcance de la mano los mecanismos de comprensión y discernimiento tanto sobre la parte de la realidad que aflora a la superficie como sobre la que aún permanece sumergida.

En el PSOE surgió un Zapatero no porque la izquierda esté tocada por la divina providencia o los hijos de las tinieblas sean más astutos que los de la luz, sino porque las reglas que rigieron aquella sucesión no sólo lo permitían sino que lo fomentaban. En el PP la designación de Rajoy fue el fruto lógico del dedazo de Aznar -alguien como él no iba a poner a quien pudiera eclipsar pronto su propia luz- y su reválida en Valencia, el resultado inevitable del Congreso de los avales atados y bien atados. Tras el escándalo de los gastos de los diputados en Westminster, lo que los buenos periódicos británicos piden ahora no son redentores de origen ignoto, sino reformas legales que hagan depender la carrera de los políticos más de los ciudadanos y menos de los aparatos de los partidos. Seguro que a los lectores de EL MUNDO esto les suena.

En cuanto a la manipulación de la investigación del 11-M, es obvio que si uno de los dos partidos se bate dubitativo y humillado en retirada y el otro va a por todas pisando fuerte -tal y como ocurrió en aquellos días claves y, con honrosas excepciones, durante toda la pasada legislatura- no faltarán policías situados en puestos estratégicos, dispuestos a darse cuenta de qué es lo que personalmente más les conviene hacer. Eso explica conductas tan sospechosas como la del jefe de los Tedax, Sánchez Manzano, o el director de la pericia sobre los explosivos, Alfonso Vega. Y en cuanto a la sentencia, pues tres cuartos de lo mismo: un juez que tiene un ojo pendiente del desenlace político de los recursos encadenados contra su nombramiento y el otro de la promoción del libro de su esposa no está ya para muchos alardes en materia de impartir justicia.

Más de un exégeta de su obra ha comentado que Nassim Taleb es el tipo de personaje que si hubiera nacido en otros tiempos habría pagado la heterodoxia de su pensamiento con su vida. Yo diría lo mismo del químico Antonio Iglesias, pero por el motivo contrario, pues el problema que él plantea no procede de la libertad de opinión sino de la precisión con que el cromatógrafo de gases identifica las diferentes sustancias químicas. En la estación de El Pozo estalló Titadyn y valen ya 500 folios de literatura científica, como cualquiera podrá comprobar a partir de este martes.

Ni predestinación, ni fatalismo. Frente a los estereotipos, el desafío del conocimiento. Cisne blanco, cisne negro, qué más da. Lo importante es que sepamos identificar todas sus plumas.

Pedro J. Ramírez, director de El Mundo.