Los dos destinos de Ségolène Royal

Me siento perfectamente libre para explicar la mezcla de sentimientos que me inspira el triunfo de Ségolène Royal. Primero, porque, gracias al cielo, no formo parte de esa panda de amigos internautas en la que está a punto de convertirse el Partido Socialista francés. Y segundo, porque, precisamente por eso, no me veo obligado a tragar sapos y culebras de todo tipo, en nombre de lo que suele llamarse la disciplina de partido.

No voy a abordar ahora el caso de [el ex ministro de Economía y uno de los candidatos en las primarias que acaba de realizar el PS] Dominique Strauss-Khan, del que sigo pensando, por mucho que les moleste a los que ya han cambiado de chaqueta, que hubiese sido el mejor para reinventar una izquierda con posibilidades de gobierno.

Tampoco me centraré en Laurent Fabius, al que la sonrisa de la cazadora de elefantes lanzó de un puntapié fuera del terreno de juego. ¿Lo merecía, realmente? ¿No es Fabius, a pesar de sus errores, uno de los escasos hombres de Estado de la galaxia socialista?

No insistiré demasiado sobre el personaje en sí mismo de Ségolène Royal, esa mezcla inestable de demagogia y de carácter, de narcisismo radical y de auténtica audacia política. Paso de ese aspecto de Blancanieves y de Dama Blanca, de Juana de Arco de la era catódica y de Inmaculada Concepción neosocialista. Paso de su «apúntese a mi traje de chaqueta color crema» y «simbolice en él sus sueños, dolencias y deseos de futuro», tal y como la describe Marc Lambron en un retrato que se va a publicar estos días y cuya lectura recomiendo.

No. El problema es político. Fundamental y radicalmente político. Se trata de ese nudo gordiano de ideas y de reflejos que la candidata designada tiene menos de seis meses para abordar y decidir.

Porque tiene dos posibilidades. Una es claramente seguir adelante con lo que su éxito ha tenido de más positivo, es decir, se aprovecha del movimiento que ha creado y de la prodigiosa libertad que ha conquistado, para seguir con su buen trabajo de rompedora de ídolos, tabúes y otros tótems que atufan el discurso progresista desde hace tanto tiempo; o bien sigue retorciéndole el cuello, por ejemplo, a lo que queda de robespierrismo en el partido de Jules Guede y de Georges Frêche.

O bien liquida los residuos del conformismo marxista que no terminan de despegarse de la piel de la sedicente izquierda de la izquierda. O bien termina de reconciliarnos con el mercado. O bien inventa un blairismo a la francesa, en el que la palabra liberalismo deje de ser un insulto y una blasfemia. O bien, en definitiva, moderniza y renueva el panorama político y la primera mujer de la historia de la izquierda que se postula a la sucesión de Jean Jaurès y de Leon Blum se convierte -¡qué bello símbolo!- en agente de la providencia o, mejor dicho, de la astucia de la Historia a la que invocaba a Maurice Clavel cuando, hace 40 años, ya exhortaba a «romper la izquierda», para «vencer, un día, realmente a la derecha». Y, por supuesto, como condición indispensable, nos decía también que la izquierda gala debería parecerse, a su juicio, a un planeta cuyo horizonte no terminara en las fronteras de Poitou-Charentes. Si esto se acaba cumpliendo así, su plebiscito de hoy -y su victoria de mañana- sería verdaderamente una buena noticia para Francia.

Pero puede, por el contrario, seguir el otro camino. Porque ella procede, en efecto, de los robespierrismos, las tesis marxistas, etcétera, pero siguiendo esta segunda vía que ella llama la nostalgia del «orden justo» y que ya le hizo dar sus primeros traspiés al transmitir una idea de los profesores como todos ellos vagos y perezosos; al considerar a los intelectuales, en el mejor de los casos, como «expertos» y, en el peor, como «personas-recursos»; a referirse a los jóvenes como delincuentes militarmente formados; a tratar de que los diputados, en el nombre de la «nueva democracia participativa», fueran convenientemente vigilados de cerca por magistrados nombrados por sorteo; etcétera. Sin hablar de sus tesis acerca de toda clase de cuestiones políticas difíciles, como la entrada de Turquía en la Unión Europea, respecto a lo que no se corta un pelo a la hora de decir que será la opinión pública -es decir, los sondeos-, la que decida el momento y la manera de resolver ese espinoso problema.

¿Cree realmente eso la señora Royal? ¿Es una devota de los sondeos de opinión? ¿Esta veleta de la ideología que gira al son del viento que sople va a esperar a ver lo que dicen los sondeos, antes de legislar, como Simone Veil, sobre el aborto o, como Robert Badinter, sobre la pena de muerte?

¿Piensa, al igual que ha declarado su consejero, Arnaud Montebourg, que vamos a entrar en un tiempo de turbulencia, en el que la competencia y la experiencia pueden convertirse (sic) en serios handicaps? Si lo cree así, sería terrible. Y si no lo cree, si sólo cree en lo que sus futuros electores piensen y quieran que crea, es todavía peor. Porque en todo esto hay un aspecto del ojo de Poitou que da en la diana de las cosas y el terruño que no miente ni engaña que, de entrada, no tranquiliza en absoluto.

Y es que flota, en torno al royalismo, una especie de garantía provinciana frente a París -en un 100%, tradición francesa-, un perfume de trabajo, familia y matriarcado que, verdaderamente, no augura nada bueno.

Bernard-Henri Lévy, escritor y filósofo francés. Vértigo norteamericano: viaje por los Estados Unidos tras los pasos de Tocqueville es su obra más reciente.