Al conquistador Hernando de Soto (1500-1542) se le recuerda por su participación en la conquista de Perú (1531-1533) y en la fallida conquista de Florida (1538-1543). La primera le dio fama y riquezas. En la segunda encontró la muerte a orillas del Misisipí, el río que descubrió para los europeos. Según cuenta el Inca Garcilaso en su crónica La Florida (1605), Soto fue el primer español que trató con Atahualpa, el último de los reyes incas, ejecutado por Francisco Pizarro en 1533. Tras su derrocamiento, Soto regresó a España, donde en 1537 se casó con Isabel de Bobadilla. Ambos cruzaron el Atlántico hasta Cuba, donde Soto nombró a su mujer gobernadora antes de comenzar su última expedición, sufragada con el botín peruano. Desde la isla, que gobernó con solvencia, Bobadilla le mandaba provisiones, caballos y munición a Florida. Pocas españolas participaron en la conquista de América. Casi siempre fueron esposas de conquistadores. Bobadilla es de las más importantes.
Pese al apoyo de su mujer, la conquista de Soto fue desastrosa. De los mil integrantes de la expedición, solo sobrevivieron unos trescientos. Soto esperaba que en Florida hubiese oro y plata como en Perú, pero no encontró apenas riquezas (solo perlas). Su expedición no evangelizó, por lo que también fue un fracaso desde el punto de vista religioso. Garcilaso se esfuerza en presentar a Soto —poco verosímilmente— como alguien que «con nadie quería guerra sino paz y amistad con todos». Pero el conquistador dejó un reguero de cadáveres propios y ajenos. En palabras de la profesora Rolena Adorno, en la conquista de Florida no hubo vencedores: solo vencidos. Ahora bien, la exaltación de los conquistadores es habitual en las crónicas. En este sentido, Soto constituye el modelo de una generación (incluyendo al padre de nuestro cronista) que Garcilaso defendió de los ataques de juristas, protestantes y teólogos dominicos. Pienso, por ejemplo, en fray Bartolomé de las Casas, quien, sin tener aún la certeza de la muerte de Soto, ya lo describía como un «tirano mayor», lo que lo convirtió en uno de los protagonistas de la leyenda negra.
A Bobadilla, la noticia del fallecimiento de su marido le llegó a La Habana. Moriría viuda en España el mismo año (1546) en que Las Casas ultimaba su Brevísima relación de la destrucción de las Indias, que dedica su capítulo sobre Florida a atacar a Soto. Es probable que ninguno de los dos conociera los detalles de sus exequias. Los revela Garcilaso, aunque quizás no debamos tomarlo al pie de la letra (si bien presenta su crónica como historia, tiende a la fabulación). Su narración de los hechos daría para una película del oeste. Según La Florida,la muerte del conquistador —a causa de unas fiebres— dejó a la expedición descabezada. Antes de la desbandada general, los supervivientes realizaron un último acto unidos: enterrar a su capitán. El problema era que estaban en tierra hostil. Por ello acordaron darle sepultura de noche. Rodearon el territorio de centinelas para que no pudiera infiltrarse ningún espía. Tras el entierro circularon la nueva de que Soto se había recuperado, pues temían ser atacados de saberse su muerte.
Pero los indígenas comenzaron a sospechar que Soto había fallecido y a merodear por su sepultura. Aunque los españoles habían borrado las huellas, la localizaron. Temerosos de que profanaran su cuerpo, los conquistadores desenterraron a Soto para enterrarlo de nuevo, esta vez en el Misisipí. Cuenta Garcilaso que cortaron una gruesa encina, la vaciaron hasta que quedó hueca como un arca, y allí pusieron al conquistador «en medio de la corriente del río encomendando su ánima a Dios». Hay grabados de Soto con velas a los lados en su ataúd flotante. La imagen tiene un aire vikingo. De hecho, Garcilaso aprovecha la ocasión para comparar el segundo entierro de Soto con el del rey Alarico, pues «estos españoles son descendientes de aquellos godos». Según el profesor José Antonio Mazzotti, esta escena constituye el clímax de la exaltación del conquistador, quien queda transfigurado —mediante una heroificación de tipo mítico— en un rey con rasgos divinos.
Tras la muerte y los entierros de Soto, una anciana pronostica la crecida de aquel «río Grande», que cada catorce años «bañaba toda aquella tierra». Se trata de la última indígena que aparece en La Florida. La profecía se cumple entre marzo y abril de 1543: «Y era cosa hermosísima de ver hecho mar lo que antes era montes y campos … y todo este espacio se navegaba en canoas, y no se veía otra cosa sino las copas de los árboles más altos». A juicio de Garcilaso, Dios provoca la inundación para impedir nuevos ataques indígenas. De ahí que enfatice la belleza del cuadro. Sin embargo, el paisaje deja al desnudo las miserias de la expedición. Muerto el capitán, inundado el territorio, los soldados de Soto se despojan de lo poco que tienen. Atrás quedan los sueños de oro y plata. Solo conservan sus vidas y su memoria. Por eso la marina sobrevenida es desoladora. Sumergido en las aguas, Soto emerge del texto como un héroe trágico. No es casual que el propio Garcilaso califique su expedición de «tragedia». Un prólogo de la segunda edición de La Florida (1723) destaca el deseo del conquistador de «ensanchar el Imperio Español, hasta dejarlo sin límites». Pero sobra el triunfalismo: el único horizonte sin límites es el crecido Misisipí.
Luis Castellví Laukamp es profesor de literatura española en la Universidad de Manchester.