Los dos Godoy y las llaves de dos palacios

Tienen en sus manos las llaves de los dos palacios que señalan la gobernabilidad de España, de igual manera que estuvieron durante ocho años en las de un joven de 25 años que se llamaba Manuel Godoy, el hombre que más títulos y poder atesoró en menos tiempo y frente a enemigos más poderosos que los que hoy tienen Pedro Sánchez e Iván Redondo, nuestro moderno Godoy de dos cabezas, que así les llaman en los siempre murmuradores círculos del poder en la Villa y Corte.

Ni Pablo Casado puede compararse con Pedro Pablo Abarca, conde de Aranda, y mucho menos Santiago Abascal con José Moñino, conde de Floridablanca. Los dos condes dominaron la política española en el tránsito del siglo XVIII al XIX, sirviendo a dos Reyes y odiándose entre ellos hasta que Abarca le arrebató el cargo de primer ministro a Moñino acusándole ante Carlos IV de corrupción y abuso de poder, encarcelándolo en la prisión de Pamplona.

Eran los líderes de dos partidos que se parecían como dos gotas de agua, su rivalidad se basaba en la utilización del poder al servicio de los intereses de la aristocracia y los terratenientes, con su diferente forma de entender las relaciones con la Iglesia en general y los jesuitas en particular.

Gracias a las guerras internas de lo que hoy llamaríamos la derecha española, apareció en la escena política un joven que, con 17 años y gracias a sus hermanos mayores, se había convertido en guardia de corps, había conocido a los por entonces Príncipes de Asturias, y ocho años más tarde se convertía en el primer ministro más joven, con más títulos nobiliarios, con más poder y más riqueza de los que han ejercido el cargo bajo las diferentes monarquías de la Casa Borbón.

Floridablanca había nacido en Murcia, lo mismo que el hoy secretario general del PP, Teodoro García Egea en Cieza; Aranda era un aragonés de Siétamo, un pequeño pueblo en pleno Somontano de Aragón, la Comunidad de la que saldrían Mariano Navarro Rubio, poderoso ministro de Hacienda con Franco, y Juan Alberto Belloch, biministro de Justicia e Interior con Felipe González.

Como miembro del Opus, Navarro Rubio controló junto a otros miembros de la Obra la política y las finanzas de este país, y Belloch intentó lo mismo que su paisano, pero con peor suerte: convertirse en primer ministro de Juan Carlos de Borbón, tataranieto de Carlos IV. Como jefes de los aristócratas que querían limitar la autoridad del Rey y de los golillas que amparaban todo lo contrario, aquellos condes vencidos por el joven cachorro llegado de Extremadura pueden ser dos buenos ejemplos para los líderes del PP y de Vox.

Carlos IV y María Luisa tomaron el camino más inesperado: colocar a Godoy al frente de la gobernación del país

Los dos tuvieron castillos familiares que hoy son ruinas y su recuerdo está lejos de la Democracia española de 2020, pero ha estado presente durante doscientos años en los cambios buenos y malos que han afrontado todos los gobiernos, desde los de la Restauración borbónica con Cánovas y Sagasta al último de Mariano Rajoy pasando por los de la II República y la larga Dictadura de Francisco Franco.

Se adelantaron a su tiempo, sobre todo Aranda, viendo en lo que iba a desembocar la ayuda de España a la independencia de Estados Unidos de Gran Bretaña: nacía una gran potencia con la que habría que negociar una salida ordenada de España de sus posesiones en América. Firmó la expulsión de los jesuitas que había organizado su antecesor y tuvo como premio por parte del Rey su propia expulsión del Gobierno. Una salida que, con matices, tendría su réplica entre el 31 de mayo y el 1 de junio de 2018. Un veterano como Mariano Rajoy, curtido en mil batallas y varios Ministerios dejaba paso a un joven recién llegado, sin experiencia y tan audaz como el Manuel Godoy que había conquistado el favor y la amistad de Carlos y María Luisa desde que se convirtiera en asiduo a las veladas de los Príncipes de Asturias. Dos conspiraciones urdidas a la sombra alargada de la misma Compañía religiosa.

La abrupta salida del político gallego del poder coincide con un cambio global en la Democracia española en el que, como en toda revolución, la verdad pública y la libertad individual son puestas a prueba. A finales del siglo XVIII, los dos condes tuvieron que enfrentarse a los problemas de una España en franca decadencia y rodeada de enemigos. Creían en la necesidad de cambios profundos pero inician sus propias peleas que trasladarán al siglo XIX poniendo en marcha con desigual fortuna las grandes reformas que necesitaba el país. Sufrieron por igual los ataques de aquellos que no querían ceder ninguno de sus privilegios, y de los que ansiaban que España imitase a la Francia revolucionaria que acabaría con sus Reyes en la guillotina.

Cansados de las peleas internas de aquella derecha y con la vista puesta en el país vecino, Carlos IV y María Luisa tomaron el camino más inesperado: colocar a Godoy, su protegido y confidente, al frente de la gobernación del país, eso sí a cambio de títulos nobiliarios que llegaron a convertirle en Príncipe de la Paz (tras haber propiciado la guerra por encargo del propio soberano) y unos ingresos que multiplicaban por muchos ceros su inicial sueldo de guardia de corps.

Es claramente exagerado mirar a Godoy desde los ojos de un socialista de hoy por más liberal o revolucionario que se presente, pero tan real es la utilización que hizo el cuarto monarca de la Casa Borbón del joven Manuel Godoy, como la que haría 190 años más tarde Juan Carlos I de Adolfo Suárez y Felipe González. Tres jefes de gobierno que aceptaron el papel de ministros del Rey y que ayudaron a la supervivencia de la Monarquía en momentos muy convulsos de la política nacional e internacional.

Pedro Sánchez tiene que afrontar el mismo papel pese a los ataques que, al igual que ocurrió con Godoy, le colocan con la ambición suficiente como para ambicionar un cambio en la Jefatura del Estado, sobre todo cuando su presencia en el palacio de la Moncloa depende de defensores de la República como Pablo Iglesias, Oriol Junqueras y una buena parte de sus compañeros del PSOE.

Durante veinte años, Godoy tuvo en sus manos las llaves de los dos palacios desde los que se mandaba en España

Carlos IV puso al lado de Godoy , para que le ayudaran en sus funciones de secretario de Estado, a dos expertos en la administración de los asuntos públicos como fueron Eugenio Llaguno y Juan Antonio Caballero, discretos hasta la exageración y que le servían al Monarca para equilibrar la inquietante juventud de su favorito. ¿Han hecho Juan Carlos I y Felipe VI algo parecido? El primero lo intentó y podemos asegurar que lo consiguió en ambos casos sobre todo en lo concerniente a consolidar la Monarquía y dejarle que hiciera, a cambio, lo que le diese la Real gana; el segundo lo estaría intentando bajo el peso de una herencia de escándalos y con un gobierno de coalición inédito en la Democracia que nace en España con las elecciones de 1977.

Durante veinte años -incluidos los dos que estuvo fuera del Gobierno pero con acceso directo e íntimo a los Reyes- Godoy tuvo en sus manos las llaves de los dos palacios desde los que se mandaba en España: el de los Soberanos y el suyo propio. Aprendió rápido y supo administrar su cercanía a Carlos y María Luísa hasta el exilio en Roma y París. Incluso se enfrentó con éxito a los intentos del futuro Fernando VII por apartarle de palacio, motines populares como los de El escorial y Aranjuez incluidos.

Casado con una prima hermana del Monarca en la capilla de El Escorial, convertido en Alteza Serenísima, al margen de los rumores nunca confirmados de su relación amorosa con la Reina y de la especial atención que recibió del Rey, no tuvo ningún problema en convertir a Pepita Tudó en su amante consentida, ya desde antes de su matrimonio con la hija del Infante Luis, y recibida en palacio sin mayor problema. Pepita era morena, atractiva, quizás la modelo que utilizó Goya para pintar sus dos Majas, y una mujer que descubriría a sus contemporáneos y al propio Godoy una capacidad para los negocios desconocida, capaz de pactar con Fernando VII y de vivir tras su separación entre el lujo y el derroche.

Se hizo a sí mismo y firmado por el Rey, “Generalísimo” de los Ejércitos con capacidad para mandar sobre todo y todos por debajo tan solo de Carlos IV. El segundo Generalísimo de nuestra historia patria, Francisco Franco, llegaría tras el exilio de Alfonso XIII y su negativa temporal a que regresase la Monarquía en la persona de Juan de Borbón. El mismo exilio que había acompañado a varios de sus antepasados.

Adelantado a su tiempo y a diferencia de Floridablanca y Aranda, convertido en el centro de la política española, Godoy se rodeó de publicistas que ensalzaron su poder al mismo tiempo que atacaban a sus adversarios. Hoy, nuestro Godoy de dos cabezas -una más visible que otra- ya tiene una referencia histórica de la que echar mano ante las críticas por la desmesura de asesores que habitan en la Moncloa.

Las enseñanzas de Manuel Godoy van mucho más lejos. Si aceptamos las Memorias que escribió en 1863 durante sus últimos años de exilio y muerte en París, siempre se sintió un juguete en manos de los Reyes. Defiende que quien mandaba en todo y todo momento era Carlos IV y que él se limitaba a poner la firma y aguantar los ataques de los adversarios, ya fueran liberales o monárquicos. Un retrato de sí mismo muy diferente del que hizo de él Mariano José de Larra antes de suicidarse y poniendo en solfa la meteórica carrera del joven guardia de corp: “portentosa cuando rápida elevación”.

Raúl Heras es periodista.

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