Los dos infiernos

Al conmemorar el centenario de la Revolución de Octubre conviene recordar algo: lo contrario del infierno no es necesariamente el paraíso, sino que con frecuencia suele ser otro infierno. La observación debe aplicarse a la justificación más utilizada para esconder la barbarie practicada por el comunismo soviético, cuando se le compara con el más brutal de los fascismos, el nacionalsocialismo de Hitler. El espontáneo defensor añadirá que de esa pesadilla se libró el mundo gracias a la victoria de la URSS guiada por Stalin, olvidando el pacto Molotov-Ribbentrop de 1939.

Una vez conocido el componente terrorista de la política de Lenin, tras la apertura parcial de los archivos de Moscú, se desvanece la imagen del gran revolucionario, cuyos excesos serían explicables por la guerra civil, contrapuesto al criminal que desvirtuó transitoriamente la gran obra de construcción del “socialismo real”. En el marxismo soviético, como en el nazismo, el terror fue consustancial al sistema. Y no es una cuestión secundaria en la medida que siguen existiendo organizaciones políticas que se refugian detrás de su ocultamiento, con el santo propósito de destruir la democracia, en nuestro caso “el régimen de 1978”, actualizando la desestabilización practicada por aquel “calvo genial”. La broma es como para ser tomada en serio.

Un criminal político no exculpa a su oponente. Hitler o Mussolini no justifican a Stalin o a Lenin, ni a la inversa. Todos establecieron regímenes totalitarios donde el correlato del monopolio de poder en manos del partido-Estado fue el aplastamiento de los derechos humanos hasta llegar al genocidio. En el caso del comunismo, es preciso ampliar el espacio iluminado más allá del estalinismo. Tanto para el interior del sistema soviético como hacia su exterior. Hoy sabemos que la eliminación del adversario no fue una táctica aplicada excepcionalmente a Trotski. Venía de antes y siguió vigente hasta los años setenta. Cualquier dirigente comunista que pensaba por su cuenta, disintiendo de la URSS, incluso los “queridos camaradas” al frente de “partidos hermanos”, podía ver su vida en peligro en un hospital soviético o por un camión que arrollaba su vehículo en tierras del “socialismo realmente existente”. Son los casos comprobados de Togliatti, al desobedecer a Stalin, de Berlinguer e incluso de figuras menos relevantes, como el “comandante Carlos” de nuestra Guerra Civil. “La NKVD no olvida”, sentenció este último. Y el Politburó del PCUS no perdona, cabría añadir.

Y está el espacio exterior, habitualmente disociado de la URSS a la hora de establecer un balance general de la experiencia comunista. En particular, la segregación afecta al comunismo asiático, visto como si se hubiera tratado de una flor exótica. Tanto Kim Jong-un, como el Mao de los 40 millones de muertos en el Gran Salto Adelante o los jemeres rojos con 1,5 millones de víctimas sobre ocho millones de camboyanos, son ramas del árbol del marxismo-leninismo. No pueden extraerse de la valoración global.

Existía en el comunismo una diferencia sustancial del nazismo en cuanto a su dimensión teleológica: la emancipación de la humanidad frente al imperio de una raza. Esto resultó inútil para corregir al totalitarismo soviético en sus distintas variantes, pero explicaría la evolución del comunismo eurooccidental hacia la democracia y su papel positivo allí donde los comunistas se enfrentaron al fascismo. Pero es una tradición política agostada desde la década de 1980 y hoy sin influencia real sobre la izquierda en crisis.

Tampoco es aceptable creer que la experiencia fascista concluyó en 1945, ni siquiera que las democracias occidentales supieron mantener las promesas entonces formuladas. El mejor ejemplo lo ofreció la política norteamericana, creando escenarios infernales, de Indochina a Irak, especialmente bajo las presidencias de Nixon y Bush Jr., contribuyendo a asentar el horror de los neosultanismos prooccidentales (ejemplo, el de Mobutu en el Congo, a medias con Bélgica y Francia). La influencia de los fascismos, en su componente populista o en la negación radical de los derechos civiles y en la exaltación de líderes carismáticos, ha seguido difundiéndose bajo distintas máscaras políticas a escala mundial.

Y queda la variante del totalismo horizontal, fundado sobre una xenofobia cada vez más presente, incluso muy cerca de nosotros. Según nos enseña el budismo, cabe más de un infierno dentro del mismo marco ideológico. Incluso según muestra la tragedia de los rohingya en Birmania, puede existir un infierno construido desde una religión de paz.

Antonio Elorza es catedrático de Ciencia Política.

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