EL PSOE ha celebrado el XXVIII aniversario de la Constitución con un manifiesto de contenido polémico y sesgo marcadamente anticlerical. El manifiesto es muy pobre, tanto en lo que toca a los contenidos como al estilo, y no creo que nadie vaya a acordarse de él de aquí a unas semanas. Hecha esta previsión, estimo que no demasiado audaz, me apresuro a añadir que las puerilidades que en su escrito conmemorativo nos han dispensado Blanco y compañía encierran cierto valor sintomático. Tal es la causa de que quiera consagrarles un último pensamiento.
Voy derecho al asunto: el texto acusa una ambigüedad radical sobre el papel que en una sociedad moderna corresponde desempeñar al Estado. Bajo la invocación de la «laicidad», se deslizan dos mensajes completamente distintos. Les traslado el párrafo en que la ambigüedad aparece con mayor claridad: «Desde la laicidad se garantiza la convivencia de culturas, ideas y religiones sin subordinaciones ni preeminencias de creencias, sin imposiciones, sin mediatizar la voluntad ciudadana, sin subordinar la acción política de las Instituciones del Estado Social y Democrático a ningún credo o jerarquía religiosa. La Laicidad es garantía para desarrollar los derechos de la ciudadanía ya que el Estado Democrático y la Ley, así como la soberanía, no obedecen a ningún orden preestablecido de rango superior, pues la única voluntad y soberanía es la de la ciudadanía».
La prosa es ensortijada y cacofónica, pero creo que no resulta difícil percibir la bicefalia conceptual a que he aludido hace un momento. De un lado, se sostiene que un Estado laico debería abstenerse de entender en asuntos que atañen a la libertad de conciencia. Del otro, se afirma que la voluntad ciudadana no se halla sujeta a ninguna autoridad superior, ni fáctica ni moral. De aquí se sigue que el Estado también ha de ser libre, libre en el sentido de que nada que no sea lo decretado por una asamblea democrática debería impedirle que haga esto o lo de más allá.
Las dos libertades, la individual y la del Estado, pueden entrar, es evidente, en conflicto recíproco. La libertad del individuo se halla expuesta a los abusos del Estado; a la viceversa, es inevitable que el Estado, al dilatarse por impulso de la voluntad ciudadana, encuentre un impedimento, un freno, en las garantías individuales. Los que buscan por encima de todo salvaguardar la libertad de cada uno, serán liberales, o si se prefiere, se adscribirán a una interpretación liberal de lo que significa ser laico. Los que cultiven la idea de que es intolerable que el Estado se vea afectado o inhibido por estructuras ajenas al arbitrio soberano del pueblo, también serán laicos. Pero lo serán en un sentido democrático, más que propiamente liberal. ¿Por cuál de las dos interpretaciones se pronuncian los autores del texto?
Yo creo que por ambas. Opino, igualmente, que no terminan de percibir la tensión, rayana en la paradoja, que supone apoyar un pie en la primera interpretación, y el otro pie en la segunda. Ello sentado, o mejor, ello conjeturado, surgen nuevas preguntas. De las dos acepciones de «laico», ¿a cuál se adhiere de modo más espontáneo, más convencido, el Partido Socialista? ¿Cuál le gusta y persuade en mayor medida?
Pues no lo sé, si se considera el manifiesto en su conjunto. Lo que está claro, es que nuestro párrafo de referencia empalma mucho mejor con la noción democrática pura, que con la noción liberal. Piensen de nuevo en los derechos cuyo «desarrollo» toca garantizar a la «laicidad». Lo que se está diciendo, de forma un tanto superferolítica, es que es el Parlamento, sede de la representación popular, el encargado de establecer qué derechos deben adornarnos a usted o a mí. Implícitamente, se está delegando en el cuerpo ciudadano la facultad de fijar el contorno en que fraguarán nuestras personalidades respectivas. Esto es esencialmente rousseauniano, como es rousseauniana la aseveración de que no debe existir nada, nada en absoluto, que oprima y sujete al demos. Es cierto que los autores del manifiesto atenúan estas afirmaciones con un reconocimiento simultáneo del Estado de Derecho, es decir, de un Estado constreñido por la ley y el control de los jueces. Pero yo, aquí, estoy hablando de instintos, de sesgos. No estoy sugiriendo en absoluto que ZP o José Blanco se hallen prestos a liquidar el sistema de contrapesos gracias al cual se abren espacios a la libertad individual dentro de una constitución democrática.La dimensión rousseauniana del escrito explica, a mi entender, por qué motivo la Iglesia y los laicos -en la acepción bis del término- se miran con suspicacia enorme, por formularlo suavemente. La volonté générale, como conoce quienquiera que se haya tomado la molestia de investigar un poco estos asuntos, hereda los atributos que cierta tradición teológica había reservado a Dios. Conforme a esa tradición, se define «bueno» como aquello que Dios desea. El voluntarismo teológico, llevado a sus últimos extremos, conduce a afirmar que una proposición cualquiera, verbigracia, la proposición de que dos más dos son cinco, podría haber sido verdadera si Dios lo hubiera querido. Descartes dio este paso, en las Meditaciones metafísicas y en un montón de escritos más.
La volonté générale también sirve para definir el bien. Los acuerdos de una asamblea democrática no son infalibles porque los actos legislativos concuerden milagrosamente con un bien identificado por una vía independiente. Hay que razonar a la inversa: es el propio demos el que determina si algo es bueno o no lo es. Lo determina a través de sus decisiones soberanas. Las concepciones democráticas de estirpe rousseauniana deifican al pueblo, en el sentido cabal, estricto, de la palabra. La conclusión es que los que son laicistas, y al tiempo, rousseaunianos à leur insu, se equivocan al pensar que han emancipado al hombre de la teología. Lo que han hecho es transferir un esquema teológico que se remonta a Escoto y Occam, y pasa por Calvino, a un contexto distinto y a mi parecer más peligroso, por más concreto e inmediato. Ello suscita una asimetría interesante. Los católicos, mal que bien, han aprendido a convivir, a lo largo de dos mil años, con el poder secular: las pulsiones integristas que ocasionalmente recorren el entramado eclesial, son de carácter residual, y no representan una amenaza para la libertad. No se puede decir lo mismo, sin embargo, de quienes perseveran en cifrar en la acción del Estado esperanzas desorbitadas. La batalla se verifica, en fin, entre dos iglesias, de las cuales una, ¡ay!, ignora que lo es, y precisamente porque lo ignora, se atreve a reclamar, con absoluta candidez, espacios que su rival ha renunciado a ocupar.
Los que no participamos en la puja, tendemos, más que nada, a experimentar desconcierto, mezclado a cierta alarma. En la práctica, el Soberano que invoca la filosofía política no es la asamblea omnisciente que imaginó Rousseau. Los autores de las leyes, de tejas abajo, son los partidos políticos que todos sabemos, dirigidos por quienes todos sabemos, y entregados a los enjuagues que todos sabemos. ¿Es razonable que se les confíe el cometido fabuloso de decidir cuál es el Bien o dónde está la Verdad?
Álvaro Delgado-Gal