Los ecos de las muertas

Los feminicidios y transfeminicidios dejan un rastro a medio escribir. Una necrológica que no termina. Las cifras se acumulan, se derraman, se multiplican. Es inevitable pensar en cuántos asesinatos separarán la escritura de estas líneas de su publicación. Es inevitable y desgarrador. Cuántas más. Quiénes más. La eterna batalla entre el número y el nombre. Las estadísticas son contundentes e, incluso, elocuentes. Pero no hablan por sí solas. Las distintas formas, significados y complejidades de la violencia sexual exceden el cómputo forense. Las cifras nunca lo dicen todo. Aunque capturan fragmentos del relato, es mucho más lo que se les escapa. ¿Qué es lo que no logran decir?

Basta ver los números elevadísimos, y la consistencia con la que se reafirman, para entender que la violencia sexual se ejerce de forma sistemática. Las cifras hablan de una crueldad aprendida. De algún modo, los feminicidios y transfeminicidios sirven un propósito disciplinario: actúan como mensajes correctivos. El autor del crimen escribe su firma en el cuerpo de la víctima. Su autoría afirma su autoridad y corrobora las lógicas sexistas del sistema sexual. Hombre, mujer. Dominación, sumisión. Asesino, víctima.

No obstante, existe un elemento espectacular, una ostentación de la violencia sexual que no puede entenderse sólo en clave de disciplina. Violaciones grupales, grabaciones subidas a páginas porno, ensañamiento público. La violencia también es espectáculo. Un espectáculo macabro que no opera únicamente en un plano consciente, sino que permea el campo de lo afectivo. La socióloga Leticia Sabsay habla de una “estética de la crueldad”, una espectacularización del sufrimiento ajeno donde la exhibición de la violencia provoca una fascinación que va más allá de la explicación racional. Esto no significa que los asesinatos sean menos crueles, como si la dimensión afectiva de la violencia despojara a los asesinos de su capacidad de acción y reflexión. No. Simplemente, la crueldad excede los límites de la consciencia. El inconsciente es un campo de batalla.

La mayoría de las lecturas que se hacen de los asesinatos machistas permanecen enquistadas en un binarismo (hombre, mujer) incapaz de reconocer las múltiples expresiones de la violencia sexual. ¿Quién le da rostro al feminicidio? ¿Por qué es crucial nombrar los transfeminicidios? Nuestro imaginario colectivo tiene una idea muy concreta de lo que es una mujer y, por tanto, de lo que es un asesinato machista. El cuerpo de la víctima está tatuado con unas normas sexuales determinadas. Los significados que forman la figura mujer-víctima dejan fuera a una infinidad de cuerpos marcados por distintas feminidades. Mujeres trans, hombres trans, personas no binarias, masculinidades lésbicas… Todo un despliegue de estéticas y afectos queer que, además de sufrir la violencia sexual, hacen frente a una continua deslegitimación social. Sus muertes, según las lógicas heterosexuales y tránsfobas de la sexualidad, quedan relegadas a un último plano.

Sin embargo, hay algo que excede el recuento de cifras. También los análisis teóricos. Va más allá de las explicaciones que podamos darle a la violencia sexual. Más allá de la constatación de la injusticia y del sufrimiento. Hablo del cuerpo. De nuestros cuerpos. Lo corporal no marca solo nuestra fragilidad ante la violencia, también es la dimensión que nos permite entrar en contacto con otros cuerpos. Sentirnos. Vincularnos. Resistir. El cuerpo habla un lenguaje de afectos y encuentros, un lenguaje que excede las lógicas de la consciencia. Cuando salimos a la calle para protestar contra la violencia sexual, lo hacemos como una multitud de cuerpos en alianza. Nuestra presencia es, en sí misma, un desacato a las logísticas de la crueldad, una forma de decir que seguimos vivas y que resistimos juntas. Pero somos más de las que aparecemos. “No estamos todas, faltan las asesinadas”. “Somos el grito de las que ya no tienen voz”.

En una batalla donde la vida y el cuerpo son los principales ejes de lucha, el duelo es un acto de resistencia. Debemos tejer alianzas alrededor de la muerte. Entablar diálogos con la ausencia. Compartir las pérdidas. Los feminicidios y transfeminicidios no pueden ser barridos al campo de lo privado, individual o doméstico. Son exhibiciones públicas y políticas de una crueldad correctiva, espectacular e impune. Y llorarlas es un compromiso colectivo. Como hemos aprendido de las luchas por la justicia sexual —especialmente del activismo del sida—, llorar conjuntamente la pérdida es crucial para crear comunidad. Para resistir desde el miedo y el dolor. Convirtamos las calles y las plazas en espacios de luto colectivo. Lancemos una respuesta a muchas voces, una respuesta hilada con los gritos de las que faltan. Puede que “ya no tengan voz”, pero sus ecos resuenan en nuestra presencia. En nuestros cuerpos. En nuestras heridas. Eso que se les escapa a las cifras y a los análisis: los ecos de las muertas.

Amanda Mauri es investigadora feminista, máster en Estudios de Género por la London School of Economics.

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