Por Leopoldo Calvo-Sotelo Ibáñez-Martínez, ex subsecretario del Ministerio del Interior (ABC, 01/04/06):
LA tramitación en el Senado de la ley Orgánica de Educación podría servir para unir dos cuestiones que hasta ahora se han debatido separadamente: la enseñanza de la religión y la nueva asignatura de educación para la ciudadanía. El punto de contacto sería el siguiente: ¿hasta qué punto la enseñanza de la religión contribuye al mismo objetivo que la educación para la ciudadanía, es decir, a la formación de personas respetuosas con la ley y aptas para la convivencia?
El buen funcionamiento de las comunidades políticas libres siempre ha dependido de los resortes éticos de los individuos que las componen. Desaparecido el poder inexorable de la monarquía absoluta, evaporado el sometimiento secular del pueblo, eran necesarias otras maneras de fomentar el cumplimiento de las leyes. Así lo comprendieron los constituyentes de Cádiz, y dejaron constancia de ello en frase famosa que les valió muchas ironías fáciles y no siempre merecidas: el artículo 6 de la Constitución de 1812 decía que una de las principales obligaciones de los españoles era «el ser justos y benéficos». Es decir, cumplir la ley y promover el bien público. Ya había dicho Montesquieu, en un influyente pasaje, que para el sostenimiento de las monarquías bastaba el sentido del honor de sus servidores, pero en cambio las repúblicas (es decir, los regímenes de libertad) necesitaban apoyarse en la virtud de los ciudadanos, que consistía en el amor a la patria, el desprendimiento de sí mismo, el sacrificio del propio interés y «todas aquellas virtudes heroicas que hallamos en los antiguos y de que sólo hemos oído hablar».
Con toda su nobleza, este paradigma republicano clásico no alcanzó verdadera vigencia social en ningún lugar de Europa. En España, el «justos y benéficos» de la Constitución de Cádiz nunca se tomó del todo en serio. Los esfuerzos del liberalismo y del regeneracionismo conservador por promover una auténtica cultura cívica tuvieron un éxito muy limitado, y lo mismo ocurrió bajo la II República, a pesar de que la educación ciudadana era objetivo predilecto de Manuel Azaña. ¿Por qué todos estos fracasos? Nadie dudaba de la altura de miras de la exhortación doceañista, ni de la necesidad de la función que aspiraba a desempeñar. Pero los valores morales que proponía se veían como algo artificial, remoto, desencarnado, sin conexión con un código moral conocido y practicado por todos, sin ejemplos vivos que pudieran seguirse. El propio Montesquieu reconocía que las virtudes republicanas sólo existían en los relatos de la antigüedad clásica. De este modo, resultaban atractivas para una minoría, pero su adopción por el conjunto de los ciudadanos no podía lograrse por mandato del poder constituyente.
Por lo demás, las virtudes republicanas del mundo clásico tampoco aparecen en la genealogía de la cultura ciudadana inglesa, sin duda la más sólida de Europa. La civilidad inglesa está principalmente basada en los valores morales del gentleman, y tiene, por tanto, raíces cristianas y feudales. El comportamiento que se espera del caballero cristiano varía con las épocas y los lugares, pero tiene elementos permanentes: valor, cortesía, honor, consideración con los demás y en particular con los débiles, sentido del deber. Pues bien, en la Inglaterra victoriana este código de origen cristiano y aristocrático se generaliza, se seculariza, y se convierte en la base del acreditado espíritu ciudadano inglés. Paradójicamente, el mejor reflejo literario de esta importante transformación aparece en las páginas de una rebelde contra las convenciones victorianas, la novelista George Eliot. «Me gustaría de verdad que toda la gente se portara como caballeros», le hace decir a un miembro de la nobleza; y añade la autora que «el buen barón» decía tal cosa «convencido de que ése era un programa sencillo y completo para el bienestar social». Y así acabó siendo, a pesar de la ironía. La primera mitad larga del siglo XX fue para Inglaterra una época de decadencia internacional y económica, pero de plenitud ciudadana, lo que le permitió arrostrar con éxito guerras mundiales y descolonización. La finest hour churchilliana fue posible gracias a una inquebrantable disciplina social que no resultaba del estudio de manuales de ética ciudadana, sino de la imitación de un modelo tradicional propagado mediante infinidad de testimonios personales. Hay que subrayar que la difusión social del modelo moral del gentleman se debió en gran medida a la labor educativa de la Iglesia anglicana. Con cambios no esenciales, el modelo perdura hoy, aunque las ironías al estilo de Eliot se han vuelto tan ruidosas que apenas dejan oír la música de fondo.
En España las ironías literarias empezaron antes, y el ideal caballeresco, tocado por la sátira cervantina, no soportó la prueba de la modernidad. En cambio, la moral católica, secularizada o en versión original, sigue teniendo entre nosotros una importante (y democrática) vigencia social. Prueba de ello es el elevadísimo porcentaje de padres que piden para sus hijos la enseñanza de la religión católica. Pues bien, independientemente de su función trascendente, esa enseñanza debería ser considerada por el Estado como la más poderosa aliada de la educación para la ciudadanía. Nadie puede ver hoy en la enseñanza religiosa el caballo de Troya de una «autoridad distinta de la legítima del Estado», por decirlo con palabras que la Constitución de 1931 utilizó para disolver a los jesuitas, la orden educadora por excelencia. Desde el Estado, la enseñanza religiosa debe verse hoy como la renovadora en cada generación de una moral ampliamente compartida y que, por tanto, constituye una base importante de la convivencia. Sin el apoyo de la moral católica, la educación para la ciudadanía corre el riesgo de convertirse en una versión posmoderna del «justos y benéficos». ¿Qué sentido tiene, pues, debilitar al aliado, privando en la LOE a la enseñanza religiosa de influencia en la evaluación de los alumnos? Bien está buscar alianzas con civilizaciones ajenas, pero antes convendría no descuidar la propia.