«Estaban asfixiados y ahora tienen oxígeno para años». Este es el demoledor análisis sobre la situación de ETA que un responsable policial francés trasladaba al excelente periodista José Luis Barbería (El País 29/4/2006). El testimonio del experto en la lucha antiterrorista, compartido por otros competentes profesionales de las fuerzas y cuerpos de seguridad, tanto en Francia como en España, resume de manera inapelable los contraproducentes efectos de la política hacia ETA del actual Gobierno. Sin embargo, desde ese mismo diario y desde otros medios, continúa defendiéndose la negociación con ETA propugnada por el presidente, ignorándose los terribles costes de una política que, como ha corroborado un destacado órgano policial como Europol, ha servido para fortalecer a la organización terrorista. A pesar de tan inquietante fortalecimiento, la propaganda gubernamental, respaldada de forma irresponsable por numerosos formadores de opinión, insiste en reproducir trampas discursivas con las que se intenta justificar una política de muy negativas consecuencias para nuestro sistema democrático.
Si el presidente del Gobierno tenía el derecho, y el deber, de «buscar la paz», estaba obligado a articular una política antiterrorista que debilitase y no reforzase, como ha ocurrido, a quienes niegan dicha paz; por tanto, no «merecía la pena» y no «había que intentar» un cambio de política que ha dado «oxígeno» a ETA.
Otra de esas trampas presenta el diálogo con ETA como absolutamente necesario frente a la insuficiencia de las respuestas policiales. Se construye así un falso dilema que identifica la respuesta policial como alternativa exclusiva a la negociación con terroristas, distorsión que se enfatiza insistiendo en las buenas intenciones del presidente al buscar la paz mediante un diálogo que, sin embargo, ha dañado seriamente al Estado. Estas variables alimentan una retórica que miente sobre los ámbitos en los que debe articularse una política antiterrorista que aspire a ser eficaz. Al presentarse la derrota de ETA como imposible mediante un recurso -la vía policial- que en absoluto representa el único mecanismo de acción antiterrorista, se obvian el resto de instrumentos que conjuntamente deben emplearse contra la banda. La política desarrollada desde 2000, a partir de la firma del Pacto por las Libertades y contra el Terrorismo, alcanzó una notable eficacia precisamente porque concebía la lucha contra ETA de manera integral. En consecuencia la respuesta estatal se basó en la combinación de una eficiente presión política, policial, social y judicial que situó a la organización terrorista en una crítica situación, como reconoció la propia ETA al admitir que se había logrado «despertar el fantasma de la destrucción de la izquierda abertzale» (Zutabe 106). Ello demuestra que el repertorio antiterrorista no consta únicamente de dos ejes, el diálogo y la vía policial, sino de muchos otros instrumentos, interrelacionados entre sí. Es en todas esas dimensiones de la política antiterrorista en las que el gobierno ha rebajado la presión, fortaleciendo por ello a quienes tanto habían sufrido las consecuencias de su firme y combinada aplicación en el pasado.
ETA, con más astucia que el Gobierno, ha exigido de éste el debilitamiento de todos esos frentes seduciéndole con señales equívocas mediante una negociación para la cual el presidente nunca obtuvo el respaldo del Parlamento. Se debe recordar a aquellos que todavía intentan engañar a la opinión pública que el Congreso autorizó el diálogo con «quienes decidiesen abandonar la violencia», una vez ETA demostrase, a través de «actitudes inequívocas», «una clara voluntad para poner fin a la violencia». Aunque jamás concurrieron esas condiciones, el diálogo se mantuvo, por lo que es obvio que el presidente ha incumplido el mandato del Parlamento, dañando la legitimidad de tan importante institución. Se concedía así un indudable éxito a la organización terrorista, que racionaliza, lógicamente, que ha forzado al gobierno a modificar su política. A esta conclusión puede llegar ETA al apreciar que el Gobierno ha relajado las iniciativas antiterroristas en distintos frentes para buscar la complacencia de sus interlocutores.
El sólido consenso político del periodo 2000-2004 ha dado paso a una polarización sin precedentes como resultado de un error fundamental que justifica la negativa de la oposición y de otros ciudadanos a respaldar decisiones gubernamentales erróneas: mientras el Gobierno presentaba la tregua como un paso hacia la paz, la realidad y la rigurosa opinión de los profesionales de la lucha antiterrorista desmentían ese análisis, confirmando que la banda entendía su «alto el fuego» como un recurso más de su repertorio de acciones terroristas, convenientemente adaptadas a las circunstancias. Al supeditarse el criterio de los verdaderos profesionales a desacertadas decisiones políticas partidistas, se ha generado una frustrante desmotivación entre los responsables del debilitamiento de ETA, que tan directamente han sufrido su violencia. No debe despreciarse la relevancia que el factor humano posee en la aplicación de la política antiterrorista, como tampoco puede ignorarse que su eficacia se ve negativamente afectada por la incertidumbre que genera la tolerancia hacia una organización terrorista con la que se decide negociar pese a continuar ésta con sus actividades criminales. Asimismo, devastadoras consecuencias tiene para el Estado y para extraordinarios profesionales de las fuerzas y cuerpos de seguridad que colaboradores de ETA fueran advertidos previamente de una operación policial con el fin de evitar detenciones, como ocurrió en junio de 2006.
Idéntico descrédito de las instituciones se deriva de arbitrarias y sorprendentes medidas judiciales que han favorecido a ETA y a su entorno, anteponiéndose de nuevo el criterio político de «no dañar el proceso de paz» al estricto cumplimiento de la ley que tan fundamental resultó para el asfixiamiento de la banda. También representó un crucial pilar en la lucha antiterrorista la respuesta de una sociedad civil en la que las recientes iniciativas gubernamentales han alentado una preocupante desmotivación y desmovilización. El Gobierno ha optado por reemplazar la concienciación social que había consolidado la ruptura del mito sobre la imbatibilidad de ETA por un discurso que injustamente impone a la sociedad amenazada una negociación con quien la coacciona. La privación de derechos y libertades de los ciudadanos intimidados por ETA ha sido infravalorada por un Gobierno más preocupado por la demonización de quienes exponían razonables dudas sobre las supuestas intenciones de paz de criminales que no han cesado de amenazar. De ese modo el sentimiento de vulnerabilidad y desprotección se ha afianzado en una sociedad que ha sido víctima de los mismos mecanismos de transferencia de culpa y difusión de responsabilidad habitualmente empleados por ETA, si bien ahora utilizados por los representantes del Estado. Así lo expone la descalificación y tergiversación de la Ley de Partidos por parte del fiscal general, neutralizando una eficaz medida antiterrorista destinada a privar de recursos a ETA y a garantizar la seguridad de ciudadanos extorsionados por quienes de manera nada democrática se sirven de la democracia para extender su coacción impunemente.
Es por ello inevitable que expertos antiterroristas juzguen que ETA se ha fortalecido como consecuencia de la política gubernamental. La gravedad de semejante diagnóstico obliga a contundentes rectificaciones que permitan recomponer una auténtica política antiterrorista. Debe insistirse en que la detención de activistas etarras, tan necesaria como es, resulta insuficiente en ausencia de acciones eficaces en otros ámbitos como el político, el judicial, el social y el ideológico. Así lo evidencia nuestra prolongada experiencia contra el terror, pues a pesar de que el gobierno, algún juez y ciertos fiscales, han optado por subestimarlo, ETA es una organización terrorista que actúa en múltiples frentes que deben ser contrarrestados con firmeza desde las distintas instituciones del Estado en las que descansa la política antiterrorista. El alcance del desafío generado por tan contraproducente política lo revela la constatación de que las decisiones gubernamentales han contribuido a legitimar la narrativa y la propaganda de ETA y su entorno, favoreciendo que la ruptura de la tregua en Barajas no haya tenido un coste electoral para la banda. Así ha sucedido porque el Gobierno ha transmitido a la sociedad que se debe negociar con terroristas pese a incumplirse las exigencias fijadas por el presidente y el Congreso. ETA y su entorno han sido legitimados como «interlocutores necesarios», aceptándose incluso su vuelta a las instituciones, e ignorándose el imprescindible cumplimiento de la legalidad al que todos los ciudadanos están obligados sin que el uso de la violencia les confiera beneficios sino sanciones.
Rogelio Alonso, Profesor de Ciencia Política en la Universidad Rey Juan Carlos.