Los empresarios son malos presidentes. ¿Será Trump la excepción?

Donald Trump, en junio de 2012. El golf ha sido parte de su vida como empresario y ahora busca incorporarlo a su vida como presidente. Credit Patrick Semansky/Associated Press
Donald Trump, en junio de 2012. El golf ha sido parte de su vida como empresario y ahora busca incorporarlo a su vida como presidente. Credit Patrick Semansky/Associated Press

Avanza la antipolítica y con ella su relato sobre la incapacidad estructural de las instituciones, los sindicatos, los partidos y los propios líderes políticos para resolver los problemas de los ciudadanos. En esa estela, poco sorprende el aumento sin precedentes del número de hombres y mujeres de negocios que saltan directamente de las empresas a los asuntos públicos.

Los argumentos del empresario para hacerse con el poder son casi siempre los mismos, en casi todas partes: “Tengo suficiente dinero y por lo tanto, no voy a robar o aprovecharme de mi posición de poder; soy persona de hechos, no de palabras” y finalmente; “los políticos no saben resolver problemas ni saben de finanzas, gerencia e innovación”.

En el actual clima dominante estos son argumentos poderosos para ganar una carrera electoral, pero casi siempre se vuelven vacíos o son minuciosamente traicionados una vez que se llega al poder. Al menos así se confirma en Estados Unidos.

Casi la mitad de los presidentes de Estados Unidos, al igual que en muchas otras democracias occidentales, han sido abogados o políticos de carrera. Veintiuno han tenido ambas profesiones. El resto se reparte esencialmente entre militares, profesores, un ingeniero y un actor. De este selecto club, Washington, Jefferson, Lincoln, los dos Roosevelt, Wilson y Truman sobresalen como los mejor evaluados según la mayoría de los estudios modernos. De ellos, solo Truman podría considerarse como un hombre de negocios. Llegó a tener una tienda de ropa para caballeros que no alcanzó a sobrevivir la crisis de la década de 1920.

Al contrario, según una comparación de varios estudios hecha por The Hill, ningún presidente estadounidense proveniente del mundo privado es recordado como exitoso, siendo los hombres de negocios los que tienen las peores evaluaciones. Entre ellos destacan Herbert Hoover (magnate de la minería), George W. Bush (ejecutivo petrolero, dueño de los Texas Rangers) y Warren Harding (editor), el más desastroso de todos, nítidamente asociado a escándalos de corrupción y aventuras amorosas.

La realidad es que la experiencia empresarial puede ser irrelevante o incluso volverse un impedimento para una buena gestión presidencial. Eso ayudaría a explicar por qué en la era moderna, tres de los siete presidentes venidos del campo empresarial tuvieron que desalojar la Casa Blanca luego del primer período. Es el caso concreto de Herbert Hoover y Jimmy Carter.

¿Qué explica esa tendencia? El principal motivo es que el poder en Estados Unidos está efectivamente compartido. En la práctica, un presidente tiene una responsabilidad enorme pero una autoridad limitada para hacer las cosas. Manejar ese país como un director general es una fórmula segura para crear trabas a las decisiones a lo largo y ancho del aparato del Estado.

Para hacer una analogía con el ámbito corporativo, sirve decir que un presidente tiene que lidiar con al menos tres juntas directivas: el poder judicial, su propio gabinete y el Congreso. Respecto a estos dos últimos, sólo habrá de conseguir lo que le permitan obtener sus capacidades persuasivas y no su poder vertical sobre unos empleados.

Donald Trump, por cierto, presenta algunas limitaciones adicionales que no tienen muchos capitanes corporativos que han llegado al poder. Trump nunca ha sido parte de ninguna junta directiva que no sea la suya, o sea, solo ha tenido que responderle a un único accionista, que es él mismo. Nunca ha manejado una empresa de capital público, ni ha tenido impedimentos para contratar a quien le da la gana. Como presidente, tiene que manejar una fuerza laboral que en su inmensa mayoría no puede ser despedida. Son los 4,2 millones de profesionales de carrera —incluyendo militares— que han trabajado en sus respectivas agencias de gobierno por más de dos décadas como promedio y bajo las órdenes de otros presidentes. Para alguien que ha forjado su marca personal despidiendo empleados, ésta es una experiencia totalmente novedosa.

También cuenta el tamaño de la operación económica que maneja un presidente actual, algo que ningún empresario del mundo puede realmente comprender si no tiene alguna relación previa con el cargo o con los vericuetos de la gerencia del gobierno. Al sentarse en la silla presidencial, Trump toma en sus manos un presupuesto de más de 3,6 billones de dólares, bastante mayor que cualquiera de las corporaciones listadas en Forbes. Ese dinero se recaba para prestar un servicio, vale decir, para atender las necesidades de los ciudadanos –pagar la seguridad social, las cuentas de retiro de los militares, los gastos de defensa. Esos programas deben funcionar y tienen que ser bien gerenciados, pero no están allí para generar lucro, que es el objetivo central de un líder empresarial. Eso es radicalmente distinto al proceso de toma de decisiones al que Trump está acostumbrado.

Otra limitación severa del actual presidente-empresario es la indisposición a evitar conflictos de interés entre la investidura de jefe de gobierno y sus negocios. Algunos eventos de este último mes muestra que el nuevo presidente no dejará intactas las ilusiones de quienes pensaban que habría separación de intereses entre su gobierno y las rentas familiares. El asunto ha llegado al paroxismo al inmiscuirse Trump personalmente en una disputa entre su hija y la cadena Nordstrom.

La empresa advirtió que ya no ofrecería en sus tiendas las líneas de joyería y ropa “Ivanka Trump”, aduciendo un declive de ventas importante. Trump salió al paso con un tweet de su propia mano reclamando que su hija “había sido tratada injustamente”. La cuenta oficial de la Casa Blanca @POTUS, reenvió el mensaje, lo que ya implica el uso de recursos públicos para resolver una vendetta personal. El desabotonado jefe de prensa Sean Spicer, complicó aún más el dilema ético al asegurar que “el presidente tiene todo el derecho de apoyar a su familia”.

Ser presidente en Estados Unidos requiere de muchas cualidades. Donald Trump tiene algunas. No le falta coraje, habla directo, tiene algo de credibilidad financiera y sobre todo, sabe dominar la conversación e identificar los temas que le preocupan a la gente. Pero pareciera no saber para quién y cómo debe gobernar. Su reclamo a Nordstrom acentúa las dudas sobre su motivaciones para estar en el poder. Según Public Policy Polling, un 61 por ciento de los electores considera que el presidente debería separarse totalmente de sus intereses como empresario.

Los niveles de aprobación de Trump no han cesado de caer desde que entró a la Casa Blanca y eso es muy problemático para un líder que está comenzando su mandato.

Barack Obama tuvo a su lado a los grandes periódicos, los canales de TV y a un batallón de opinadores, intelectuales y académicos. Contó además con un partido unificado y la adoración internacional. Trump no tiene nada de eso. Decenas de capitanes corporativos le han dado la espalda. Los intelectuales conservadores abrazaron el movimiento NeverTrump y el Partido Republicano le brinda por ahora un apoyo dudoso. Apenas Fox y algunos portales de internet extremistas lo respaldan sin reservas.

Mientras domine el congreso podrá avanzar, pero si los demócratas vuelven a ser mayoría podrían sacarlo del poder. En rigor no le queda mucho tiempo para aprender y tender puentes. Si quiere ser la excepción entre los presidentes empresarios,Trump tiene que verse en el espejo, admitir que es un aprendiz de político y pedir ayuda.

Debe rodearse de patriotas, gerentes públicos experimentados y no solo de oportunistas. De lo contrario, puede terminar perdido en un drama de corrupción, parálisis y desconexión del elector. Algo muy parecido a los reclamos que él mismo le hace a la clase política.

Aquiles Esté es semiólogo, publicista y consultor en mercadeo político.

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