Los enemigos de la patria nunca cambian

La crisis catalana, inflamada de emociones y frustraciones, ha derivado en un crudo conflicto que llena de berridos las redes sociales y se ve salpicado de vez en cuando por incidentes violentos. En ese choque no faltan los insultos con trasfondo histórico: si unos se refieren a los otros como “fascistas” —es decir, herederos del franquismo—, los últimos califican a los primeros de “nazis”, por racistas y supremacistas. Pero, más allá del rifirrafe en caliente, intelectuales y políticos han elaborado justificaciones para sus actos basadas en razonamientos sobre la historia en los que sus enemigos, que son también los de su patria, reúnen características perennes, pecados de larga duración que impiden cualquier acercamiento.

Para empezar, el universo nacionalista catalán asume que el Estado ha sido siempre impermeable a las demandas catalanistas, que los gobernantes españoles nunca han comprendido ni reconocido la singularidad de Cataluña. En consecuencia, han empleado una y otra vez, a modo de respuesta ante un nacionalismo popular y pacífico, las armas de la represión. Más aún, como señalaban los organizadores de aquel célebre coloquio de 2013, España —así, de manera genérica— trató en repetidas ocasiones de humillar y hasta de destruir a su nación vecina. En esta vía dolorosa no suelen hacerse distingos entre regímenes políticos: si es española, lo mismo da una democracia que una dictadura.

Buena parte de la opinión catalana comparte hoy ese relato que, conforme al clásico esquema de paraíso-caída-redención, asegura que hubo una Cataluña soberana desde la Edad Media, atacada por los castellanos/españoles en 1640 y aplastada finalmente en 1714. Esta nación, quizá la más antigua de Europa, fue sometida desde entonces, y por supuesto desde el siglo XIX, a un corsé centralista y uniformizador, incluso colonial, contra el cual se rebeló el catalanismo, que, pese a representar el sentir del país, nunca tuvo éxito frente a sus poderosos y cerriles adversarios. Una de las versiones de la misma historia contrapone al honrado pueblo catalán, idéntico a sí mismo y consciente de su nacionalidad a través de los siglos, a las oligarquías de su propia tierra, entregadas a la potencia dominante y capaces incluso de, insoportable traición, abrazar la españolidad.

En definitiva, a una visión homogénea y positiva de Cataluña —avanzada, industrial, cosmopolita, democrática, europea— se enfrenta otra igual de plana de España, pero esta vez muy negra: atrasada, agraria, aislada, autoritaria, cuasi africana. Como colofón, el franquismo sigue vivo y el desafío independentista resulta inevitable, por cuanto la ciudadanía catalana, sin matices, quiere librarse por fin de la opresión, el desprecio y el lastre españoles. Semejante Estado —corrupto además de centralizador y pseudo-fascista— no tiene remedio, por lo que el diálogo se ha probado imposible. En palabras de un expresidente de la Generalitat, está genéticamente incapacitado para el pacto.

Al otro lado, entre diversas élites y en una parte de la opinión de toda España, incluida la catalana, se ha instalado un discurso opuesto, según el cual la única nación existente en este territorio es la española, que además puede tenerse por la primera de Europa, algo evidente desde al menos el siglo XV. Frente a ella, el catalanismo, nada más nacer a finales del XIX, tuvo como objetivo principal crear un Estado propio e independiente, aunque hubiera de aceptar algunas etapas intermedias. Los catalanistas no habrían dudado pues en confundir, engañar y traicionar la buena fe de los Gobiernos nacionales, en defensa de una región rica y privilegiada cuyos portavoces prefieren irse antes que compartir su bienestar. En realidad, el catalanismo político, entendido como un proyecto de integración dentro de una España diferente, descentralizada o plural, jamás habría existido.

Desde este punto de vista, el nacionalismo catalán ha dado pruebas suficientes de su naturaleza traicionera —ahí está, por ejemplo, su intento de paz por separado con Franco durante la Guerra Civil— y cualquier concesión sólo sirve para alimentar su maquinaria separatista e insaciable. Así pues, hay que dejar de estimularlo, plantarle cara y mostrar firmeza en la custodia de la unidad de España. De nuevo, el diálogo se hace inviable, porque el otro nunca ha sido de fiar: lo mejor es reducirlo a la mínima expresión. Con el procés, la máscara ha caído y los nacionalistas muestran ya su verdadera naturaleza. Ambos discursos confluyen en sus conclusiones: al enemigo, autor de una retahíla interminable de infamias y agravios, no se le puede reconocer como interlocutor. Como si el choque de legitimidades estuviera predeterminado, desde hace mucho, tanto por la aspiración catalana a la independencia como por la actitud intransigente de los españoles.

Las dos interpretaciones, para ganar verosimilitud, contienen trazas de verdad, pero en conjunto resultan parciales y tergiversadoras, amén de teleológicas. Parece bastante dudoso que existieran naciones políticas antes del siglo XVIII, y más todavía que las identidades territoriales hayan permanecido incólumes. En todo caso, dependen de la voluntad de sus integrantes y se transforman sin cesar. Ni la monarquía compuesta de la Edad Moderna debe equipararse a un Estado nacional, ni puede afirmarse que Cataluña vivía independiente antes de 1714. Si el nacionalismo español hubo de dibujar una genealogía patriótica y construir sus mitos y símbolos a partir de comienzos del ochocientos, algo similar hizo el catalán unas décadas más tarde. Mientras tanto, predominaba en Cataluña una doble lealtad que, como hacen hoy millones de ciudadanos, combinaba la nación española con la patria catalana.

Hubo en la historia contemporánea periodos de represión españolista sobre el catalanismo, muy dura bajo las tiranías militares del siglo XX, pero también épocas en que los catalanistas participaron en la gestión del Estado y disfrutaron de un amplio autogobierno. Tras el precedente de la Mancomunitat de 1914, los estatutos de autonomía de 1932 y 1979, más el vigente de 2006, son prueba de ello. La Generalitat está a punto de cumplir 40 años seguidos de funcionamiento bajo el ordenamiento constitucional español. Del mismo modo, no cabe entender la llegada de sistemas democráticos a España, en 1869, en 1931 y en 1978, sin la aportación catalana y luego catalanista, más que decisiva. Porque, en realidad, el nacionalismo catalán ha sido complejo, y dentro de él las posturas independentistas muy minoritarias hasta hace menos de una década, cuando sus dirigentes decidieron lanzarse a la aventura sin calibrar ni sus apoyos ni el marco institucional en el que se desenvolvían. Tal vez la historia no sea el mejor instrumento para resolver un problema como este, que exige sobre todo serenidad y habilidades políticas hoy bastante escasas. Pero falsearla, como hacen un día sí y otro también los nacionalistas de cualquier pelaje para legitimar sus posturas, aunque sustituyan las emociones por los razonamientos, no hace sino alejarnos de una posible solución.

Javier Moreno Luzón es catedrático de Historia en la Universidad Complutense de Madrid.

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