Los errores de la CIA en Oriente Medio

Por Said K. Aburish, escritor, biógrafo de Saddam Hussein; su último libro es Saddam Hussein, la política de la venganza. Traducción: Juan Gabriel López Guix (La Vanguardia, 13/03/2003):

Salvo a dos o tres de ellos (y sólo porque escribieron libros poco fiables sobre sus aventuras), casi nadie conoce a James Russell Barracks, Joe Goodwin, George Britt, William Bucley, Robert Anderson, Ed Applegate, Arthur Close, Reymond Close, Miles Copeland, James Critchfield, William Eddy, James Eichelberger, Joseph Ellender, John Fistere, Wilbur Crane Eveland, Robert Ransom Haig, Elmo Hutcheson, Harry Kern, William Lakeland, Archie Roosevelt, Kermit Roosevelt y Armand Meyer. En realidad, se trata de una lista parcial de agentes importantes de la CIA que dirigieron y ejecutaron los designios estadounidenses en el mundo árabe desde la década de 1950 hasta nuestros días.

A diferencia de los diplomáticos –a quienes sortearon y debilitaron de modo bastante habitual, y a quienes sustituyeron por otros–, esa colección de agentes muy rara vez tuvo que responder de sus actuaciones, y fueron ellos quienes colocaron los cimientos de los problemas que hoy estremecen Oriente Medio. Debemos juzgarlos como auténticos responsables de las acciones estadounidenses en la región en los últimos 50 años. Las consecuencias de su trabajo nos acompañan hasta hoy. Entre ellas, cabe contar buena parte de las destructivas divisiones étnicas y religiosas, como las que hacen estragos en Líbano e Iraq. También tienen el dudoso honor de haber patrocinado muchos de los movimientos fundamentalistas islámicos que están detrás del actual enfrentamiento en curso entre musulmanes y Occidente.

Con todo, la mayoría de sus operaciones alcanzaron el éxito, y fueron quienes elaboraban las políticas en Washington los que nunca tuvieron los medios o la voluntad para desarrollar o capitalizar esos resultados. La CIA era la responsable de hacer cosas para facilitar las políticas estadounidenses articuladas por el Departamento de Estado. No sucedió así. Por el contrario, se produjo una división entre unas operaciones encubiertas y semioficiales dirigidas por la CIA con éxito y una estrategia diplomática fallida. El Gobierno estadounidense no logró utilizar los éxitos de la CIA porque tenía que agradar a Israel y satisfacer la codicia de las compañías petroleras. Todo cuanto lograba la CIA era deshecho por el Departamento de Estado, la Casa Blanca y el Congreso.

La CIA llegó a Oriente Medio en los primeros días de la guerra fría, cuando la victoria israelí de 1948 condujo a la frustración de los árabes y supuso una importante oportunidad para los soviéticos. Debido al compromiso de Estados Unidos con Israel y su consiguiente efecto sobre los árabes y al deseo primordial de garantizar el flujo de petróleo a un precio aceptable, los agentes estadounidenses enviados a contener esa situación no fueron capaces o no tuvieron permiso para enfrentarse a la tarea que tenían delante. En su camino se interponían las instrucciones; debían hacer frente a los problemas del día a día y dejaron lo menos inmediato o la perspectiva más general a los diplomáticos y a sus jefes de Washington. Obedeciendo las órdenes de sus jefes, por ejemplo, cambiaron varias veces el Gobierno de Siria; pero tenían poco que decir acerca de las consecuencias de los cambios, y las políticas urdidas en Washington negaban lo que conseguían.

Con el paso del tiempo, los vemos como lo que eran (o tenían que ser): unos románticos ingenuos y amigos de la diversión capaces de proyectos aislados, un cruce entre Lawrence de Arabia y David Sterling. James Critchfield, que fue jefe de la CIA en los países árabes, describe la primera hornada de agentes durante las décadas de 1950 y 1960 como la “época de los vaqueros”. Algunos de ellos operaban de forma tan abierta que la esposa de Archie Roosevelt, el primer director en Beirut, era llamada cariñosamente “señora Espía”; Miles Copeland era conocido como “el predicador”, y James Barracks como “el fruto de la CIA”. La mayoría no hablaba árabe y carecía de las nociones más básicas sobre la cultura y las costumbres árabes. Las restricciones a las que se veían sometidos eran la mitad del problema. La otra mitad eran ellos mismos. Esa combinación dio lugar una colección de ciegos con pistolas, por utilizar la expresión de Chester Himes.

El dinero permitió a los agentes “retener” a reyes, presidentes y primeros ministros, colocar a militares autóctonos en cargos “útiles”, formar a futuros primeros ministros y burócratas en el uso del camuflaje de la etnicidad, así como ganarse la útil amistad de camareros y taxistas al modo de los protagonistas de las novelas de Eric Ambler. Los adinerados Estados Unidos fueron hegemónicos en las décadas de 1950, 1960 y casi toda la de 1970; todo agente de la CIA que se preciara llevaba su distintivo de modo flagrante y, en convivencia con lugareños que deformaban lo que ocurría en realidad y deseaban ser comprados, soñaba con convertirse en un Lawrence de Arabia estadounidense.

Con todo, no había que negar los ocasionales e importantes –aunque efímeros– éxitos. Miles Copeland ayudó a Nasser a alcanzar el poder en Egipto. James Barracks y John Fistere protegieron al rey Hussein de las fuerzas populares y antiestadounidenses de su país. Ray Close trabajó de forma estrecha con la compañía Aramco y el rey Faisal para crear un servicio secreto saudí de corte islámico que se opusiera al comunismo y tuvo éxito contra los nasseristas saudíes. Y Archie Roosevelt frustró un intento de unir Siria e Iraq en un solo país capaz de enfrentarse a Israel y constituir una amenaza para Arabia Saudí. En esos acontecimientos trascendentales tuvieron comportamientos absurdos y, a menudo, graciosos. Copeland insistía en llamar a Nasser por su nombre de pila, Gamal; Barracks siempre saludaba al rey Hussein con un enérgico: “¿Qué, cómo vamos?”; la esposa de Fistere le dijo al rey Hussein, educado en el prestigioso colegio londinense Harrow, que hablaba muy bien inglés; Archie Roosevelt pidió a uno de los amantes de su mujer que fuera discreto para no perjudicar su posición; y Eveland, cuando lo invitaban a cenar, siempre telefoneaba a la esposa del presidente libanés, Camille Chamoun, para recordarle su plato favorito, el tabule.

Las instrucciones eran actuar, no dirigir las cosas, algo reservado a los planificadores de Washington, pocos de los cuales conocían Oriente Medio. Además, la CIA fracasó en su coordinación con esos planificadores. Esos dos elementos convirtieron la mayor parte de sus victorias temporales, conseguidas gracias al dinero, en graves derrotas. Copeland y la CIA acabaron perdiendo a Nasser y, más tarde, intentaron asesinarlo. Jordania sigue siendo un país inestable. E impedir la unión de Siria y Iraq, dos países neuróticos, ha creado más problemas. La intervención en Siria e Iraq ha producido unos gobiernos que sistemáticamente se han vuelto antiestadounidenses porque no podían vivir con lo que Washington esperaba de ellos.

Por encima de todo, la CIA en el terreno no se preocupó del bienestar del árabe medio. Lo que importaba tanto como el fracaso de los planificadores de Washington en capitalizar los éxitos de campo, debido a la política prosionista estadounidense y los intereses de las compañías petroleras. Eso dio lugar a una ausencia de responsabilidad dentro de la CIA. Dado que su objetivo era crear democracias, pero las posibilidades de supervivencia de lo que creaban eran escasas, podían hacer cualquier cosa y eso hicieron.

Miles Copeland era un mentiroso patológico; muchos de sus informes dan cuenta de reuniones con dirigentes importantes, incluido Nasser, que nunca tuvieron lugar. Sin embargo, los contenidos de los informes no importaban porque no había nadie en Washington que actuara a partir de ellos. No es que James Barracks fuera homosexual, sino que era un ser retorcido y enfermo que, a pesar de varios avisos oficiales y una suspensión, no dejó de frecuentar los bares en busca de jóvenes libaneses apuestos. Al final, dejaron de tomarle en serio, tuvo irse a Nigeria y murió allí en circunstancias misteriosas.

Eveland era un alcohólico que necesitaba desayunar con un trago y al que se le soltaba la lengua cuando estaba borracho, que era la mayoría de las veces. Fistere, un antiguo ejecutivo de la revista “Fortune”, era una desagradable y vacua expresión del mundo de la avenida Madison y su lenguaje insustancial. Los primos Roosevelt tenían graves problemas con las mujeres, y ello menoscababa su eficacia. (La primera esposa de Archie se acostaba con cualquiera, incluido el mayordomo, y Kim era incapaz de hablar con una mujer bonita sin perder la compostura.)

William Eddy era un misionero pasado de moda, y un bufón megalómano con una mente más propia del siglo XIX y de la “carga del hombre blanco”. Harry Kern hacía difícil que los lugareños colaboraran con él; hablaba abiertamente de su odio a los árabes. Existía una preocupante ausencia de sentido común y competencia. James Critchfield, durante años jefe regional de la CIA, continúa considerando al ex jefe de los servicios secretos saudíes Kamal Adham, el hombre que tuvo que pagar una multa de 100 millones de dólares por fraude por el desaparecido Bank of Credit and Commerce International, como uno de los “hombres más grandes de Oriente Medio” Hasta ahora, es muy poco lo que Critchfield sabe de Oriente Medio.

Sin el dinero y los tejemanejes podríamos haber tenido una Siria democrática. Sin apoyo financiero de la CIA no habría Hermanos Musulmanes, Hamas, Yamaa Islámica, Ossama Bin Laden ni ninguno de los desagradables grupos que hoy identificamos como enemigos y que asociamos al terrorismo. La CIA aceptó el islam anticuado, los desacreditados ulemas de Al Azhar, así como al impopular y no elegido muftí de Jordania, como forma de mantener sometido Oriente Medio. Perdió la oportunidad de patrocinar un islam moderno y constructivo trabajando con elementos que favorecían esa tendencia. Rechazó la democracia porque relacionaba las personas que propugnaban un sentimiento antiestadounidense, y con ello destruyó las fuerzas laicas en Oriente Medio. Hizo caso omiso hasta tal punto de los derechos humanos en las décadas de 1970 y 1980 que llegó a justificar los crímenes de Saddam Hussein y su uso de armas químicas.