Los errores que arruinaron la 'nueva política'

La victoria de Díaz Ayuso en las recientes elecciones madrileñas ha servido, entre otras cosas, para clausurar el ciclo de la nueva política que se abrió en las elecciones autonómicas y municipales de 2015 con la aparición de Ciudadanos y Podemos. Recordemos que en 2015 se celebraron elecciones en 13 comunidades autónomas, más Andalucía, en las cuales Podemos obtuvo el 14,4% del voto y Ciudadanos el 10%. Recordemos asimismo que Cs fue decisivo en la formación de seis gobiernos regionales (entre ellos Andalucía y Madrid, las comunidades más grandes), con la ventaja estratégica de poder pactar con dos partidos (PP y PSOE). Con estos antecedentes, Ayuso ha conseguido abatir dos pájaros de un tiro: Cs y Pablo Iglesias, al tiempo que deja malherido al PSOE. Cabe preguntarse si esta manera tan arrolladora de irrumpir va a deparar la mayoría de gobierno que la nueva política nunca llegó a conseguir («y a lo mejor España me debe tres») o si, por el contrario, se trata de una reedición de la hegemonía ultraliberal que Esperanza Aguirre no consiguió extender más allá de Madrid. Pero es pronto para responder este tipo de cuestiones.

Los errores que arruinaron la 'nueva política'A día de hoy, lo que está claro es que la responsabilidad de este fracaso sin precedentes de la nueva política que estaba llamada a la regeneración de la vida nacional no puede achacarse en modo alguno a Díaz Ayuso, sino que está repartida entre los que fueron sus máximos dirigentes, Pablo Iglesias y Albert Rivera, con la colaboración estrecha de Pedro Sánchez, por cuanto este último estaba llamado a acompañar este proyecto de regeneración, hasta el punto de haber llegado a acuerdos con las dos partes en dos momentos distintos: con Rivera en 2016 y con Iglesias en 2019. A fin de ilustrar la parte de responsabilidad que le toca a cada uno de ellos, vamos a recordar los dilemas a que se vieron enfrentados en cada momento, empezando por el error de Iglesias en 2016.

Como se recordará, las elecciones generales de 2015 dejaban abierta la posibilidad de formar un Gobierno alternativo al de Mariano Rajoy a condición de que hubiera colaboración entre las fuerzas que entonces abogaban por el cambio (los nuevos partidos y el PSOE). En estas condiciones, el dilema estaba claro: triangular o polarizar, de tal manera que mientras los errejonistas barajaban la posibilidad de una negociación que pusiera fin al Ejecutivo de Rajoy, se impuso la apuesta de Pablo Iglesias por forzar la repetición electoral y antagonizar con el PP, pensando que de esta manera el fracaso de la investidura de Pedro Sánchez desmoralizaría a los votantes socialistas. Sabemos por el testimonio del entonces asesor de Pedro Sánchez, el ex ministro Jordi Sevilla, que al menos en seis ocasiones Pablo Iglesias rechazó sentarse a negociar con los socialistas y que, cuando lo hizo, ya había firmado el pacto con Alberto Garzón que dio lugar a Unidos Podemos. Este pacto se apoyaba en el cálculo de que si Podemos e IU fueran juntos a las elecciones sacarían 15 diputados más, convirtiéndose en la segunda opción en votos, solo por detrás del PP, igualando al PSOE en escaños. El resultado final fue, como se recordará, que en las elecciones de junio de 2016 Unidos Podemos repitió los resultados de Podemos en 2015, en tanto que el PP obtuvo 14 diputados más. La idea de que Podemos podía repetir la experiencia griega protagonizada por Syriza, arrebatando al PSOE la hegemonía de la izquierda, estuvo muy presente en este primer error.

Con todo, la apuesta de Pablo Iglesias por la polarización resulta fácil de explicar si tenemos en cuenta la posición esquinada de su formación en la escala ideológica, por cuanto limita su margen de actuación y negociación. Más complicado resulta entender, desde este punto de vista, la apuesta de Albert Rivera al frente de un partido que presumía de centrista y liberal pero que terminó incurriendo en un error parecido. La diferencia radica en el dilema que le tocó enfrentar a cada uno. En este caso, el dilema de Rivera consistía en que tenía que elegir entre maximizar el volumen de votos que podía conseguir, dada la debilidad del PP una vez que éste pasó a la oposición, u optimizar su posición de cara a preservar su influencia en la política nacional (recordemos que Cs había sido decisivo en la formación de seis gobiernos regionales en 2015, como resultado de negociar tanto a izquierda como a derecha). Dicho en otras palabras, tenía que elegir entre conseguir votos suficientes para arrebatar la hegemonía al PP con el riesgo de quedarse en la oposición o repartir juego entre PP y PSOE, en cuyo caso con menos votos conseguía más poder institucional. Como bien sabemos, la apuesta de Rivera fue tan descabellada que no consiguió ninguna de las dos cosas.

Llegamos así al tercer error, el cual corre por cuenta de Pedro Sánchez. Como casi todos, este error está condicionado por una trayectoria previa que, en este caso, arranca del error inicial de Pablo Iglesias en 2016. A partir de ese momento, Podemos se embarcó en una estrategia de choque entre bloques ideológicos que, si bien no ha dado los resultados esperados para el propio partido, ha tenido consecuencias sobre el PSOE cuyo alcance a día de hoy está por ver. Para ello hizo falta, primero, que Pedro Sánchez ganase unas elecciones primarias al establishment del PSOE y, más tarde, que ganase una moción de censura a Mariano Rajoy con el apoyo de Unidos Podemos y los partidos independentistas. Aun así, todavía quedaba una posibilidad de evitar el choque entre bloques, que era convocar unas elecciones concurrenciales (generales y autonómicas conjuntamente), tal como había hecho el PSOE tantas veces, de manera que andaluces y el conjunto de los españoles fuesen llamados a las urnas simultáneamente en el otoño de 2018. Esto hubiera servido para asegurar una alta participación en Andalucía y, de esa forma, impedir que Vox se convirtiese en la fuerza decisiva del Parlamento andaluz, pero eso hubiese sido tanto como dar oxígeno a Susana Díaz y, de paso, a Ciudadanos, que era la fuerza mejor situada en el centro derecha en ese momento, lo que no entraba en los planes de Pedro Sánchez.

En lugar de eso, Sánchez intentó convertir la coalición negativa que se había formado para tumbar a Rajoy en una coalición encargada de sustentar el nuevo Gobierno, el cual tuvo escaso recorrido, como consecuencia de que ERC saboteó la negociación de los presupuestos a raíz de una demanda de mediación internacional en el conflicto catalán. Pero el problema ya estaba diagnosticado en las elecciones andaluzas de diciembre, cuando los votantes socialistas acudieron divididos a la cita: mientras los partidarios de Díaz manifestaban su rechazo al protagonismo de los independentistas en el nuevo escenario, los partidarios de Sánchez se relajaron como manera de castigar a Díaz, todo lo cual redujo la tasa de participación electoral seis puntos y por esa rendija se coló Vox. A partir de ahí, el problema ya no era que el PSOE pasase a la oposición en Andalucía (no hay excepciones para la alternancia democrática), sino que Vox venía a cambiar la agenda política de tal manera que los temas de la nueva política pasaron a segundo plano. Así fue como la vigilancia de la corrupción o la regeneración de las instituciones (evitando el reparto de cuotas entre los partidos, las puertas giratorias, etcétera) dejaron paso a las batallas culturales relativas a la inmigración o la ideología de género.

La secuencia se cierra en 2019 cuando Pedro Sánchez forzó una repetición electoral con la idea de sacar provecho del error de Rivera y se encontró con que un millón de votantes decepcionados con este último se quedó en casa. Entre tanto, Vox pasó de ser quinta a ser tercera fuerza política, con más diputados que Ciudadanos y UP juntos, pero esta vez ya no es seguro que fuese un error.

Juan Jesús González es catedrático de Sociología y director del Curso de Verano Las crisis políticas en la España contemporánea (UNED, 14-16 de julio).

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