Los estudiantes traumatizados

En un colegio del centro de Madrid, hace muy poco, la Dirección advirtió que el nivel de inglés de los alumnos no era el deseado. Para solucionar el problema, contrataron a un joven profesor, que llegó con mucho ánimo y un nuevo método: cada semana, los alumnos, según su edad, aprenderían unas pocas reglas gramaticales y algunas palabras; los viernes, realizarían un ejercicio escrito, para comprobar lo aprendido, en esa semana; en la clase de los lunes, el profesor daría las notas y comentaría los trabajos.

Muy pronto, los alumnos se familiarizaron con el nuevo método; a pesar de eso, no todos ellos sacaban buenas notas. Intervino, con indignación, la Asociación de Padres: someter a los chicos a tantos exámenes iba a traumatizarlos; dar las notas, en público, suponía una discriminación para los que no aprobaban... Hubo que suprimir tantas peligrosas novedades y volver a estudiar inglés igual que antes.

Los estudiantes traumatizadosComo decía don Eugenio d’Ors, conviene pasar de la anécdota –cuando es significativa– a la categoría. Este no es un caso aislado. Todos queremos que nuestros hijos no sufran traumas. Pero, si eso supone liberarlos de cualquier exigencia y ceder a todos sus caprichos, el remedio resulta peor que la enfermedad: por superprotegerlos, los mantenemos en un irresponsable infantilismo.

Me temo que eso es lo que vemos todos los días en España, ahora mismo. Los chicos maleducados campan por sus respetos en trenes y restaurantes, sin que sus padres se atrevan a decirles nada, no se vayan a traumatizar. ¡Pobre del que se arriesgara a señalarles su falta de educación! La indignada respuesta los abochornaría: «¿No sabe usted lo que es un chico?» Nadie osaría replicar que sabe muy bien lo que es un chico... malcriado.

Se trata, por supuesto, de un problema de educación: buena o mala. De los excesos de autoritarismo hemos pasado al extremo contrario: «todo vale», si uno no quiere ser acusado de asqueroso reaccionario...

Todo esto se refleja directamente en el mundo de la enseñanza. En no pocos colegios e institutos, los profesores tienen que soportar pacientemente a jóvenes insolentes, agresivos. Si se atreven a aplicarles el castigo que merecen, es muy probable que los padres del «pobre alumno» acudan a protestar, indignados. En ese caso, nadie defenderá al profesor. Ante ese panorama, ¿para qué se va a meter en líos? Muchos cierran los ojos y aguantan: los alumnos, desde luego, no se van a traumatizar.

¿Cuál es la raíz de este error? La unión de una psicología y una pedagogía falsamente progresistas, lo peor del sistema educativo norteamericano. (No copiamos, en cambio, su nivel de exigencia ni la calidad de sus bibliotecas).

En España, todo eso ha arraigado con más fuerza por los prejuicios que imperan en nuestra sociedad. Como hace muchos años tuvimos una dictadura, cualquier ejercicio de legítima autoridad se ve, hoy, como un execrable reaccionarismo; cualquier exigencia educativa, como una odiosa discriminación, que debe ser erradicada.

A un político sin corazón se le ocurrió la malhadada idea de que convenía exigir una nota de notable (no de sobresaliente) para obtener una beca: ¡aquello fue Troya! Se paralizaron las clases en institutos y universidades públicas; la calle de Alcalá ardía con las soflamas de los manifestantes: alumnos, padres de alumnos y sindicatos de enseñantes. Según ellos, la negra reacción cabalgaba de nuevo; querían hacernos retroceder a Fernando VII y sus «caenas». ¡Becas para todos! Algunos consejeros autonómicos de Educación se apresuraron a manifestar que, si «Madrit» realizaba tal fechoría, ellos no la aplicarían. Así, librarían a sus alumnos de sufrir un traumatismo emocional que los marcara de por vida, causándoles horror, ansiedad e incapacidad de ser buenos nacionalistas. (Sostienen algunos psicólogos que ciertos supervivientes de los campos de exterminio han sido capaces de superar sus traumas pero no es seguro: son casos aislados, sólo aceptados por ciertos estudiosos, quizá demasiado optimistas).

Las consecuencias de todo ello, en nuestro sistema educativo, están a la vista de todos: igualar por abajo, rebajando el nivel. Por eso, los alumnos más trabajadores, con más capacidad, se aburren lamentablemente en unas clases cuyo nivel se ha adaptado a los más torpes y vagos, para no traumatizarlos ni discriminarlos. Y, ahora mismo, el Ministerio de Educación estudia una posible panacea: pagar incentivos a los profesores que den a sus alumnos mejores notas. Así, ¡todos felices! ¡Ese es el bálsamo de Fierabrás, que todo lo cura! ¿Se extrañará alguien de que los padres con posibilidades económicas envían a sus hijos a centros privados, donde esperan encontrar un mayor nivel de exigencia?

Es necesario repetir lo obvio: en la enseñanza, la exigencia es lo único justo y democrático porque permite el ascenso de los que se lo ganan por su esfuerzo. Sin ella, los títulos académicos se degradan, valen para muy poco.

Muchas veces escucho –la última, a Albert Rivera– que es necesario un pacto educativo nacional, sin concretar en qué sentido. ¿Qué es lo que se va a pactar? Mientras no se restituya la autoridad a los profesores, mientras no impere la filosofía de la exigencia y del esfuerzo, nuestro sistema educativo no tiene solución, por muchas logomaquias seudocientíficas que se utilicen. Nuestros partidos políticos que dicen ser de izquierdas todavía no se han enterado de algo tan simple.

¿Qué les ha pasado a aquellos alumnos del colegio madrileño, de los que hablé al comienzo? Se han librado de sufrir traumas... y de saber inglés. Sus padres, si pueden, tendrán que enviarlos a estudiar fuera de España.

Andrés Amorós, escritor.

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