Históricamente, el 18 de octubre, festividad de San Lucas, se iniciaba el curso académico en las universidades españolas. El catedrático de Retórica lo abría con una intervención en latín dirigida a todos los universitarios ensalzando la utilidad de las ciencias. Es esa la jornada académica que añora fray Luis de León en su oda XI 'Al licenciado Juan de Grial', un magnífico poema que escribió en esos mismos días de 1571 con los barruntos de la cárcel. Se lamenta fray Luis de no poder acompañar a su amigo en ese curso que comienza, pues según dice «del vuelo las alas he quebrado», y describe este momento del año en que las cimas de los árboles se despojan, se acortan los días, se puebla de nubes el cielo, «los bueyes van rompiendo los sembrados» y «el tiempo nos convida/ a los estudios nobles». Con esta hermosa frase, Fray Luis identifica el momento del curso universitario en que nos encontramos.
«El vago azar o las precisas leyes», como escribió Borges, hicieron que también un 18 de octubre, pero del año 2000, Camilo José Cela abriese de su puño y letra el libro de honor de la universidad que lleva su nombre, aspirando a que la institución sembrase «saberes, actitudes y conductas» y formase «a sus alumnos en el mejor servicio del bien».
El concepto de lo que es propiamente universitario se ha visto con frecuencia distorsionado y es importante reafirmar su esencia. La educación universitaria debe tener integradas tres funciones: el aprendizaje de las profesiones, la investigación científica y la transmisión de la cultura.
La Universidad es mucho más que una oficina de competencias profesionales y ha de ser lo que ante todo debe ser, por su origen, por su historia, pero también por su futuro: una institución consagrada a la enseñanza de la verdad y al cultivo del ser humano que ha de conocerla. Ha de lograrse que la universidad sea, como quería Eugenio d'Ors, un abrazo eficaz entre el saber y la vida; un abrazo, añado yo, entre la instrucción y la cultura.
Frente a la instrucción, la cultura ha sido arrinconada en ocasiones en el espacio de lo innecesario, de lo superfluo. Se ha generalizado, por vez primera en la Historia, la idea de que la cultura subsiste, de manera prescindible, en lo que Gombrich llamó en 'The Uses of Images' (1999) su «nicho ecológico», una especie de microclima impostado, vano y ocioso. Se ha llegado a asumir la inutilidad del arte y la cultura fuera de un entorno intrascendente y exquisito. Sin embargo, la cultura nos enseña algo esencial: nos enseña a sentir mejor; es el lugar por antonomasia del conocimiento de uno mismo y del otro, como afirma Antoine Compagnon en 'La littérature, pour quoi faire?' (2007), lo cual es clave no sólo para la plenitud personal, sino también para la gestión del talento e, incluso, para el desarrollo eficiente de proyectos profesionales en entornos de rentabilidad. En las grandes obras de la cultura universal está expresada toda nuestra esencia racional o emocional. Por eso, como concluye Todorov en su 'Littérature en péril' (2007), la cultura puede hacer mucho; puede desempeñar un papel esencial, pero para ello es preciso tomarla en ese sentido amplio y sólido que prevaleció en Europa hasta finales del siglo XIX.
La tarea universitaria radical es generar de nuevo un espacio de excelencia en el que la cultura esté también presente, entendiendo por excelencia un equilibrio entre inteligencia al servicio de las ideas y bondad al servicio de las personas.
Está en nuestra mano evitar que los estudiantes vayan a la universidad, como ya decía Torres Villarroel en sus 'Visiones y visitas con don Francisco de Quevedo por la Corte' (1727-1728), «a ganar los cursos y perder los días». Es labor nuestra que reparen en la ocasión única que esa etapa representa para sus vidas.
Vivimos un momento que puede suponer una nueva era dentro de la periodización en que se ha venido estructurando la Historia. Son numerosos los retos a los que nos enfrentamos. Lograr que tales cambios representen una oportunidad beneficiosa para toda la sociedad es un desafío que debemos asumir con responsabilidad y compromiso, pero también con ilusión y esperanza.
Para ello, lo primero que debemos hacer es no confundir los medios con los fines, y la tecnología siempre será un instrumento para la mejora del ser humano. Las propias denominaciones que usualmente utilizamos convierten en sustantivo lo que debería ser adjetivo: hablamos de «inteligencia artificial» cuando se trata de un artificio inteligente; de «realidad virtual» cuando en verdad es una virtualidad realista, y el llamado «mundo digital» remite realmente a una digitalización mundial. Sigue habiendo, por tanto, una sola inteligencia, una sola realidad y un solo mundo. Y es aquí y ahora cuando hemos de procurar con agilidad y rigorla mejor formación posible para un mundo cambiante.
La formación es el más valioso de los bienes que podamos atesorar. Es nuestro íntimo y más preciado patrimonio, nuestra más radical posesión. Pero es una posesión generosa que termina redundando en el mayor bien común, pues toda formación logra la plenitud de su destino en los otros, en la sociedad, que será cada vez mejor con cada aportación personal.
La formación siempre es fruto de una fatigosa conquista y de un esfuerzo individual que nadie puede realizar por nosotros. En ese apasionante afán por ampliar nuestros horizontes, se ha de disfrutar del proceso tanto o más que del resultado. La formación es un viaje lento y ennoblecedor en que el sendero importa más que la posada y, como en el poema 'Ítaca' de Cavafis, habremos de pedir que el camino sea largo, colmado de aventuras y pleno de experiencias.
Desde la excelencia académica y la preservación de los valores culturales, la universidad jugará un papel fundamental en el desarrollo futuro del país, pues sólo la educación puede transformar una sociedad. Tenemos en nuestras manos una magnífica oportunidad para alcanzar en nuestros centros una formación excelente adaptada a la nueva era, cultivando al tiempo una serie de valores distintivos que pueden agruparse en torno a la búsqueda de la verdad, la apreciación de la belleza y la expresión de la bondad. Según Howard Gardner ('Truth, Beauty, and Goodness Reframed. Educating for the Virtues in the TwentyFirst Century', 2011), verdad, belleza y bondad son las virtudes sobre las que se debe construir un currículo relevante para el siglo XXI.
Hagamos de esa idea el sentido de nuestro desempeño diario con la convicción de contribuir a un objetivo mayor que nos trasciende. Poblemos nuestros campus, como quería Cela, de «saberes, actitudes y conductas […] en el mejor servicio del bien». Me sumo, desde la Universidad Camilo José Cela, al empeño colectivo de construir una realidad mejor mediante el ejercicio de nuestra responsabilidad. Comencemos. Pongámonos a ello, pues, como decía Fray Luis de León, «el tiempo nos convida/ a los estudios nobles».
Jaime Olmedo Ramos, rector de la Universidad Camilo José Cela.