Los excéntricos periféricos

La periferia, es decir, esos excéntricos a los que hay que dárselo todo pensado y bien pensado, lleva así unos 400 años, desde que nueve millones de habitantes, al parecer ubicados donde menos era de esperar, en el centro de los que los nostálgicos todavía llaman la vieja piel de toro, impusieron su hegemonía al desperdigado millón restante. Un millón de seres que, al parecer, no sabían lo que tenían que hacer, esparcidos como estaban por la periferia. Cuestión de números, probablemente.

Desde hace un tiempo que se complicó a partir de Felipe II, la posterior llegada de los sucesivos Borbones y hasta la arribada, casi forzosa, del último y reinante, que pareció que había devuelto las cosas a su sitio, a su ser natural, esa gente excéntrica necesitó de los bien pensantes habitantes del centro para poder saber lo que era bueno, ignorar lo que era malo y seguir siendo buena de solemnidad. Así deberá seguir siendo una vez superada, al parecer, la ilusión primera y democrática.

Que esto viene siendo así, no es difícil de hacérselo entender al extranjero. O eso piensan los excéntricos periféricos, al contrario de lo que se pretende en instancias más centrales. A no ser que el extranjero del que se trate no sea un extranjero de fuera sino y curiosamente un extranjero de dentro; es decir, un ocupante de esa geografía mental: extranjero siempre, allí en donde no sea el mismo; desde siempre acostumbrado a la autocontemplación umbilical; al menos desde los lejanos tiempos en los que, él y los suyos, se lo daban todo pensado y bien pensado no solo a sus periféricos más cercanos, sino también a los de un vasto imperio colonial, hoy ya nada más que un lejano sueño.

No pocos extranjeros de fuera suelen entender bien cuestiones como "multiculturalidad" y "libertad religiosa", como descentralización y federalización. Están habituados a vivir en unas y con otras desde hace el tiempo suficiente y necesario. Un tiempo que es, justamente, el que a nuestros extranjeros interiores les falta de rodaje.

Lo que los extranjeros de fuera no suelen entender bien son los delirios de grandeza. Aunque, puestos a ello, entienden hasta el hecho de construir castillos en el aire. Tanto lo entienden que, en algún país, a tal actividad suelen llamarla construir castillos a la española. Son estos extranjeros gentes que, mientras nosotros permanecimos atados por la contrarreforma, sometidos al credo tridentino y permanentemente educados en la fe, frecuentaron el uso de la razón y se aplicaron en los modos de aplicación de las ideas, en tanto que nosotros nos mantuvimos sometidos únicamente a la didáctica del sentimiento.

En España, mucho más en su centro, es decir, en esa geografía mental recién citada, "el delirio no ha sustituido a la racionalidad o al sentido común" desde hace unos pocos años, sino más bien desde hace ya unos siglos. Los delirios de grandeza nunca fueron periféricos. En nosotros, en los excéntricos, en los habitantes de esa otra geografía del espíritu, no nacieron tales delirios. En su excentricidad, Galicia, por ejemplo, no "se agranda por las anchuras atlánticas de la lusofonía y por los confines de niebla de los reinos celtas". No lo hizo nunca. Hablo de lo que sé. Otros excéntricos podrán decir de ellos y de sus propias y mentales geografías del espíritu.

¿Será el delirio centralista, ese sempiterno, extremado y tan español delirio de grandeza, el que ha generado toda esa reacción que Antonio Muñoz Molina señala con tan grande acierto, en no pocos de los párrafos de su reciente artículo en El País, como con tan desafortunada mezquindad en no pocos de los restantes? Ciertamente "el delirio niega la realidad, pero puede tener efectos devastadores sobre ella". Su artículo es una prueba. Es cierto que en España "no queda nadie o casi nadie que simpatice de verdad con el fascismo o con el comunismo, y sin embargo se oye con frecuencia (...) facha y rojo". Pero no es mentira que el espíritu autoritario, se diría más, el ánimo totalitario que educó nuestro sentimiento, en vez de nuestra razón, acostumbrándonos a pensar por los demás, perfectos imbéciles incapaces de articular por sí mismos ninguna otra verdad alternativa, todavía está vigente.

El delirio no está en la periferia, de ser cierto todo lo que afirma el ilustre autor. No lo está, contra la evidencia por él planteada. No está en la corteza, sino en lo que los gallegos llamamos a cerna, en la esencia. Ahí está el delirio. Es ahí en donde hay que combatirlo. No en sus manifestaciones, sino en sus orígenes; en sus causas, en el núcleo central del problema, no en sus efectos. Pensemos España juntos, de una vez, colectiva y democráticamente. Los excéntricos también pensamos.

Lo demás son remedios puestos a destiempo. Cataplasmas que pueden quemar, incluso cauterizar la piel de los dolientes, la periferia, pero que también abrasar las manos, cuando no el corazón, de quien intenta reventar los forúnculos que la Historia nos dejó sin reventar. Se impone de una vez el uso de antibióticos contra el sentir, entendidos sean estos en la acepción más terapéutica del término, superada ya la hora de la cataplasma hirviente o de los dedos que comprimen la tumoral excrecencia hasta el reventón final. Ese pus que salpicaría a todos.

Alfredo Conde, escritor.