Los excluidos

Por Francesc de Carreras, catedrático de Derecho Constitucional de la UAB (LA VANGUARDIA, 25/03/04):

¿Quiénes son catalanes? La respuesta oficial es: "Son catalanes todos aquellos que viven y trabajan en Catalunya". Sin embargo, para los que tienen una idea excluyente de Catalunya, ello no basta: hay que dar más pruebas.

En los momentos más triunfales del largo reinado convergente, se decía que además de vivir y trabajar en Catalunya era necesario tener "voluntad de ser" catalán. ¿Cómo se averiguaba esta imprecisa voluntad de ser? Era bastante sencillo: bastaba con hablar en catalán y no votar a ningún partido de ámbito español. Estos dos requisitos garantizaban la catalanidad, permitían adquirir la confortable sensación de formar parte de la comunidad, pasar a ser "uno de los nuestros" y no quedar excluido. Pero lo tiempos cambian, por lo menos en apariencia. El esplendor convergente ha decaído, son tiempos de tripartito y el modelo ha cambiado. Ahora, para ser catalán, entiéndase, "catalán de los buenos", basta un solo requisito: no ser del PP. La exclusión sigue.

Naturalmente, todo ello se da con mucha mayor intensidad en el mundo de la política que en el de la sociedad. Por lo general, los ciudadanos, afortunadamente, suelen ignorar lo que vota el vecino. Sus simpatías o antipatías –o sus indiferencias– suelen estar motivadas por razones ajenas a la política, con frecuencia más peligrosas. No olvidemos el solapado racismo, cuyas chispas estallan a veces de forma alarmante. Pero los antagonismos que la política produce no tienen un reflejo directo en las relaciones entre las personas. Sí lo tienen, en cambio, en las esferas oficiales o públicas, allí donde la política tiene una presencia inmediata y constante. En este campo, la situación en Catalunya no es ejemplar: ni lo ha sido en el pasado ni lo es ahora.

En efecto, la clase política catalana ha aceptado tácitamente una muy peligrosa distinción: adversarios y enemigos. Los adversarios compiten entre sí, son rivales en las luchas políticas pero pertenecen al mismo club. A los enemigos se les ha situado, o se les intenta situar, fuera de las fronteras: son de los otros, no de los nuestros. Se les ha excluido de la catalanidad y, con ello, se ha vulnerado la democracia.

Las señales de alerta empezaron a sonar hace ya tiempo. En las elecciones locales del pasado mayo, los candidatos del PP sufrieron agresiones públicas y el resto de fuerzas políticas permaneció impávido y, en ocasiones, vino a decir más o menos veladamente que se lo habían ganado. Que una fuerza política sufra incidentes de este tipo es preocupante pero no es grave si la mayoría social –y las demás fuerzas políticas en primer lugar– sabe reaccionar a tiempo.Pero no se reaccionó y en los últimos meses, en las dos recientes campañas electorales, las tensiones han aumentado.

Ciertamente, algunas actitudes y declaraciones públicas de dirigentes populares no han ayudado a que el clima mejorara. Por ejemplo, las críticas desde el resto de España al lamentable caso Carod han llegado a ser tan exageradas que, seguramente, han producido el efecto contrario al pretendido. Pero estas actitudes no justifican, en modo alguno, el trato que se les ha dado, de forma insistente y reiterada, desde el lado contrario: "franquistas", "neofalangistas" y "fascistas" han sido términos empleados habitualmente para referirse a los miembros del Partido Popular. Ello sería comprensible en pintadas de pared, en pancartas más o menos exaltadas o en determinados grupos de manifestantes. Pero estos adjetivos han sido utilizados por algunos primeros espadas de los demás partidos en declaraciones a la prensa, por ciertos columnistas normalmente ponderados y, a diario, por tertulianos habituales.

Todos ellos saben perfectamente que el PP es obviamente un partido conservador, un partido de centro-derecha que ha tenido actitudes autoritarias –como las tuvieron también el PSOE y CiU en sus buenos tiempos de mayorías absolutas–, y que el tono arrogante de su líder roza o sobrepasa lo insoportable. Pero saben también que el PP no es, en modo alguno y afortunadamente, un partido fascista, franquista o neofalangista y si utilizan estos términos claramente peyorativos no es para atacar de manera legítima al adversario, sino para descalificarlo como partido demócrata, para convertirlo en enemigo. Con ello se rebasan los límites de la democracia: se excluye al otro.

Bajo este tenso ambiente, llegamos al viernes antes de las elecciones, anonadados todavía por el terrible atentado del jueves. Durante la gran manifestación de rechazo a la violencia y de soliaridad con las víctimas, un grupo de manifestantes insulta, increpa e intenta agredir a los dirigentes catalanes del PP que participan en la marcha. A su lado, los dirigentes de los demás partidos catalanes permanecen impávidos. Los populares deben escaparse, amparados por las fuerzas de orden público. Pero sucede algo más grave: ninguna autoridad política –allí estaban todas– les defiende, ninguna declara a la prensa su tajante condena, ninguna les transmite su solidaridad, ni en las siguientes horas, ni en los siguientes días. Son los del PP, no son de los nuestros. Pienso en Stefan Zweig, pienso en un judío de Viena, Praga, Berlín o Varsovia, durante los años treinta. Quizás exagero, quizás no.

Deberíamos todos reflexionar un poco. No es cuestión de derechas e izquierdas, es cuestión de reglas, de las reglas –algunas no escritas– de la democracia. Estamos jugando con ellas.