Los éxitos del pesimismo social

Debería escribirse un ensayo sobre los grandes éxitos del pesimismo social. Al estilo de Los 40 principales, o de los discos de oro y platino. Me lo imagino organizado por categorías. Por ejemplo, debería empezar por los estilos más genéricos. Me refiero a las típicas muletas dialécticas tertulianas que aseguran que “antes eso no pasaba” y que “eso sólo pasa aquí”. Naturalmente, este “antes”, nunca precisado en el tiempo, hace referencia a un pasado del cual no se tiene evidencia empírica alguna. Y, con respecto al “aquí”, no tan sólo no tiene coordenadas exactas, sino que por poco que se haya viajado, uno sabe que en todas partes cuecen habas.

La otra categoría de clasificación de los greatest hits del pesimismo social debería ser por gremios. Pongo algunos ejemplos al azar. A los libreros, editoriales y escritores les corresponde el típico “cada día se lee menos”. Los profesores de letras disponen de aquel otro: “Las humanidades están desapareciendo de los programas escolares”. Para los moralistas de izquierdas y de derechas, está el “sufrimos una crisis de valores nunca vista”. A las almas cándidas les pega asegurar que “vivimos en una sociedad cada día más violenta”. Y a los espíritus progresistas les toca vivir aterrados por el convencimiento de que, “a partir de ahora, los hijos vivirán peor que sus padres”.

Los éxitos del pesimismo socialComo este artículo no es el ensayo propuesto, no voy a entrar en el detalle del desmentido de estos pronósticos terroríficos. Pero tales afirmaciones podrían ser sometidas a matizaciones lo bastante contundentes como para ponerlas en entredicho. Así, no existe ninguna evidencia de que cincuenta años atrás –por poner un plazo al alcance de mi memoria–, en términos ni absolutos ni relativos, se leyera más que ahora. Con respecto a las humanidades, la historia de su progresiva desaparición es tan larga que a estas alturas ya no tendría que quedar ni rastro. Además, debería tenerse en cuenta la escasa proporción de adolescentes –mantengamos los cincuenta años para la comparación– que accedían a los estudios secundarios en los que se podía estudiar latín y filosofía. Con respecto a los valores perdidos, voy a recurrir a mi colección de frases. Hipócrates (460-370 a.C.): “Los jóvenes de hoy no parece que tengan ningún respeto por el pasado ni ninguna esperanza por el futuro”. Y Cicerón (106-43 a.C.): “Corren malos tiempos. Los hijos han dejado de obedecer a los padres y todo el mundo escribe libros”. Eso por no hablar del catedrático de Ciencias Naturales de la Universitat de Barcelona, Odón de Buen, que en 1890, después de corregir exámenes, escribía: “La mayor parte de ellos eran incalificables; sin ortografía, sintaxis, ni nada parecido, en unas letras ininteligibles; revelando que llegan a las aulas universitarias, después de seis años de bachillerato, sin la preparación más elemental de la escuela primaria”.

Más interesantes resultan las dos últimas cuestiones. Sobre la violencia, en una muy bien documentada master class de Steven Pinker de 2011, se ponía en evidencia que, a pesar de todo, vivimos en el más pacífico mundo de todos los tiempos. Pinker acababa así: “Más allá de nuestras impresiones, atendiendo el largo plazo, lo cierto es que la violencia de todo tipo se ha reducido. Y eso exige una rehabilitación de los conceptos de modernidad y progreso, y ser agradecido con las instituciones civilizadoras y de la ilustración que lo han hecho posible”. Y respecto a si los hijos vivirán peor que los padres (me abstendré de hurgar en el sarcasmo de que quien primero lo sugiriera en Catalunya fuera el presidente Jordi Pujol, unos veinte años atrás), eso depende de los criterios de evaluación que utilicemos. Si lo hacemos con parámetros viejos, de abundancia material, puede ser cierto. Pero el bienestar de los hijos debe medirse no con las categorías de los padres, sino de los hijos. Y en la perspectiva de un mundo más sostenible, equitativo, saludable y mejor educado, el mundo de nuestros hijos es ya es mucho mejor en comparación con el de hace cincuenta años.

Ante el éxito indiscutible de la retórica de los propagadores del pesimismo social, lo que sorprende es que el mundo se empeñe en salir adelante y en seguir mejorando en todos los terrenos. ¿Cuáles pueden ser las causas? Por una parte, podría ser que, o bien el ciudadano corriente se da cuenta del carácter retórico –e interesado– de los que siempre ven la escuela, el país o la humanidad a punto de caer por el precipicio, o bien que simplemente no comparta los marcos de referencia sobre los que se construye el pesimismo. De la otra, todo hace sospechar que los portadores de malos augurios son una casta poco creíble, bien malhumorada por sus fracasos, bien con mala conciencia por sus éxitos. ¿No es particularmente cierto que los peores pronósticos siempre se hacen en ocasión de los discursos de concesión de premios y reconocimientos a los más pesimistas, que son los que los suelen recibir? Unas desgracias que sólo se ilustran con anécdotas particulares, pero nunca avaladas de manera consistente por evidencias empíricas.

Hay otra hipótesis que explorar con perspicacia. ¿Y si resultara que es el pesimismo social aquello que, en el fondo, empuja a los optimistas a reaccionar y les acaba haciendo ganar la partida a favor del progreso de la humanidad, tal como Pinker asegura que ocurre?

Salvador Cardús i Ros

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