Los expertos que necesitamos

En medio del debate acerca de la decisión más crucial que el Reino Unido haya enfrentado en una generación, el entonces Ministro de Justicia, Michael Gove, exclamó: "creo que la gente de este país está harta de los expertos". Esta declaración causó tanto revuelo en los medios como su reciente confesión de que había consumido cocaína.

Pero lo de Gove no fue un arrebato espontáneo. Fue un intento deliberado, frecuente hoy día entre los políticos populistas, por crear capital político acudiendo a la ira antiexpertos. Los apelativos varían –tecnócratas, nerdos, pedantes, sabihondos, mateos–, pero el sentimiento es el mismo a través de numerosos países y contextos: desconfianza de los sabelotodo y de las políticas públicas basadas en datos empíricos que ellos favorecen.

The Death of Expertise [La muerte del conocimiento experto] es el revelador título de un libro de 2017 escrito por Tom Nichols, profesor del US Naval War College. Nichols da en el blanco. Érase una vez cuando la gente prestaba atención si el que hablaba era médico o profesor. Hoy día, quien ha hecho una "investigación" de media hora en la internet dice saber tanto como ellos. Y cualquier experto que con confianza afirme x en base a décadas de estudio, puede ser rebatido por miles de personas que vía Twitter o Facebook afirman que, en "su experiencia", lo correcto es y.

Desde luego, es fácil odiar a los expertos y las elites tecnocráticas. Con frecuencia se expresan en términos especializados que nadie entiende. Pueden ser arrogantes, como cuando Hillary Clinton describió a los partidarios de Trump como una "tropa de deplorables". En América Latina, los intelectuales rutinariamente pintan a los electores de clase media que votan por la derecha como arribistas y consumistas que han sacrificado la solidaridad de clase ante el altar del individualismo motivado por el afán de dinero. Si, según la ha definido Francis Fukuyama, la política de identidad no es más que la mera exigencia de dignidad por parte de un grupo, resulta que las elites del conocimiento no han tratado a sus conciudadanos con mayor dignidad.

Todavía más, los pronosticadores expertos no lo han hecho muy bien a la hora de pronosticar. Enfrente de mi oficina en la London School of Economics se encuentra el edificio donde, en plena crisis financiera mundial hace diez años, la Reina Isabel preguntó: "¿Por qué nadie lo advirtió"? Las luminarias académicas ahí reunidas no tuvieron respuesta.

Las principales luces del mundo académico tampoco vieron venir el otro evento que sacudió la Tierra en los últimos treinta años: el colapso de la Unión Soviética. Esto desconcertó de tal modo al entonces profesor de la Universidad de California, Berkeley, Philip Tetlock, que escribió todo un libro sobre el asunto. Sus conclusiones: los expertos que se fían de un solo enfoque y ven el mundo a través de un solo lente, son especialmente malos para pronosticar. En contraste, es menos probable que se equivoquen los expertos que están conscientes de lo poco que saben y que, por lo tanto, aprenden a través del ensayo y el error y constantemente adaptan sus pronósticos.

Pero la capacidad técnica no es la única cuestión, ni tampoco la principal. Es probable que los conflictos de interés sean una razón más importante por la cual los ciudadanos desconfían cada vez más de los expertos. Hay un malentendido en juego. Los especialistas en asuntos políticos se consideran a sí mismos como fuentes imparciales de consejos de alta calidad con base empírica. Pero, los ciudadanos informados con razón temen que alguno de esos expertos sea esclavo de una ideología o metodología en particular; que sus consejos tengan motivación política; o que estén motivados por preocupaciones acerca de su propia carrera (cómo conseguir un buen puesto en Wall Street tras dejar el gobierno, por ejemplo).

Los economistas tienen un nombre para esto: lo llaman el problema del mandante y el agente. Este ocurre cuando los accionistas de una compañía (los mandantes) contratan a un gerente (el agente) cuyos intereses puede que no estén perfectamente alineados con los de ellos. En economía hay todo un campo, la teoría de los contratos, dedicado a elaborar fórmulas contractuales, reglas y regulaciones que superen este problema de incentivo. Pero curiosamente, los economistas no han dedicado mayor tiempo a resolver el problema que los afecta de manera directa: cómo conseguir que políticos y electores puedan confiar en los consejos que proporcionan los expertos.

Innovaciones pequeñas, como exigir que los profesores universitarios revelen las fuentes de financiamiento de sus investigaciones, ayudan, pero solo hasta cierto punto. A un nivel más profundo, los expertos enfrentan un problema que es conocido para los políticos: convencer a los ciudadanos que ellos (los expertos) comparten los mismos valores y preocupaciones y que, por lo tanto, recomiendan políticas por las que ellos (los ciudadanos) optarían si tuvieran la información necesaria para hacerlo.

En un mundo ideal, los expertos presentarían un menú de opciones de políticas de entre las cuales los ciudadanos sabiamente escogerían. No obstante, en el mundo real, los ciudadanos no tienen el tiempo ni la disposición para elegir entre complejas y tediosas alternativas de política. Y, tristemente, lo mismo ocurre con la mayoría de los políticos. A los entendidos en políticas públicas rara vez se les pide un menú de opciones; con mayor frecuencia, se les hace una simple pregunta: ¿qué deberíamos hacer? Y, al responderla, inevitablemente ellos aplican sus propios valores y preferencias.

Es decir, al igual que con tantos asuntos políticos hoy día, en el fondo se trata de una cuestión de identidad: ¿pueden los electores identificarse con el experto o el político a quien a asesora el experto? ¿Pueden sentir que pertenecen a la misma tribu y se rigen por los mismos valores?

A menudo la respuesta es no. Y aquí radica el fondo del problema. Es común que los gurús de las políticas públicas y los políticos pasen mucho tiempo con personas como ellos mismos ­–altos funcionarios, periodistas destacados, empresarios exitosos– y muy poco con los electores comunes y corrientes. Sin duda que esto conforma su manera de mirar el mundo. En esto se aplica el dicho: “Dime con quién andas y te diré quién eres”.

Entonces, ¿cómo pueden los expertos recuperar la confianza de la ciudadanía? La respuesta es paradójica: volviéndose más humildes intelectualmente, menos sujetos a los enrarecidos métodos de la torre de marfil y la sala de clases, y más propensos a escuchar a personas que no posean un doctorado.  Si pudieran convertirse en "personas humildes, competentes, al mismo nivel de los dentistas", como alguna vez lo sugirió John Maynard Keynes, habría alguna posibilidad de que los electores llegaran a identificarse con los intelectuales nerdos y que los encontraran dignos de confianza.

La tarea es urgente, ya que el mundo necesita expertos con credibilidad. Después de todo, si uno tiene dolor de muelas, no acude a un amigo agradable y de buenas intenciones, sino a los aterradores taladros y jeringas del dentista más competente que pueda encontrar.

Andrés Velasco, a former presidential candidate and finance minister of Chile, is Dean of the School of Public Policy at the London School of Economics and Political Science. He is the author of numerous books and papers on international economics and development, and has served on the faculty at Harvard, Columbia, and New York Universities. Traducción de Ana María Velasco.

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