Los fantasmas de la libertad

Por Antonio Elorza, catedrático de Ciencia Política (EL PAÍS, 20/06/06):

A fin de cuentas, los resultados del referéndum catalán han sido positivos para todos. El nivel de participación refleja el escaso entusiasmo de los sectores de la población no politizados y el desgaste provocado por el tono agrio de la campaña; la amplia mayoría de votos afirmativos, por encima de la suma de las clientelas electorales de los partidos del no, el sentimiento de que tanto un eventual rechazo como una débil aprobación constituirían un grave obstáculo para la consolidación de los intereses catalanes en la nueva era que se abre. Después de tantos desgarramientos, y cualquiera que sea la valoración del Estatut, es bueno que éste aparezca respaldado por un nivel suficientemente alto de cohesión social.

Llega el momento también de reflexionar sobre esos desgarramientos y fracturas, que afectan tanto al espacio catalán como al conjunto de la política española. Un periodo constituyente siempre conlleva una discusión política acerada, por entrar en colisión distintas concepciones del Estado, debiendo alcanzarse una salida, bien por consenso, bien por mayorías cualificadas. En el caso que nos ocupa, las cosas se han complicado por tratarse de un proceso constituyente para Cataluña, no de simple reforma estatutaria, dentro de un espacio político que a su vez se encontraba integrado en un ordenamiento constitucional preexistente. Dado el alcance del cambio inducido por la propuesta del Parlament, resultaba inevitable que la propia estructura constitucional se viera afectada, lo cual de entrada encerraba una contradicción: una norma de rango inferior no debe modificar la de rango superior. De ahí que todos los esfuerzos en el tira y afloja entre Gobierno y catalanistas se centraran en evitar punto por punto que los enunciados del Estatut entrasen en conflicto abierto con la Constitución. La relación era asimétrica, pues uno proponía y el otro filtraba, y aquí reside probablemente el punto débil, con una clara responsabilidad de Zapatero, ya que el PSOE disponía de un instrumento muy preciso para poner sobre la mesa y tratar de encajar en él las demandas nacionalistas, de manera que no se desvaneciera la perspectiva de federalización apuntada en el documento de Santillana. Hoy ya sólo desde la nebulosa de las ideas en que se encuentra instalado un Llamazares puede decirse que el Estatut representa "una locomotora federal". Tal y como ha recordado entre nosotros Josep Ramoneda, la bilateralidad, tipo de articulación entre Cataluña y España dominante en el Estatut, es incompatible con la organización federal del Estado. La experiencia dirá si es compatible con un funcionamiento eficaz de las políticas públicas.

Vamos hacia un Estado dual, y si en Euskadi se repite agudizado el episodio catalán, hacia una confederación asimétrica, con previsible reconocimiento velado para los vascos del "derecho a decidir", léase futura autodeterminación. Sin esa concesión no habrá acuerdo político, y ZP necesita como sea el acuerdo para ver confirmada su imagen de pacificador. Se ha visto la reacción del Gobierno en cuanto ETA insinuó su disposición a romper la baraja. En la tramitación del Estatut, Zapatero ha demostrado su espléndida capacidad como negociador y artífice de maniobras políticas, eso sí a costa de exhibir un vacío preocupante en cuanto a la concepción del Estado. La cerril actitud del PP le ha servido de frontón para dirigir la pelota allí donde lo deseaba en cada jugada.

Queda confirmado asimismo un estilo de dirección autoritario por parte de ZP, al modo del centralismo democrático de feliz memoria, donde los discrepantes, ejemplo Bono, se van en silencio como si tuvieran delante una terrible amenaza. Un silencio que afecta a prestigiosos juristas e in-telectuales situados en las cercanías del poder. Como afirmó la hija de Rubial en Telemadrid hablando de Rosa Díez, las diferencias, dentro del partido; hacia el exterior del mismo, silencio o dimisión. La consecuencia es obvia: todo aquel que exprese críticas resulta excluido del círculo invisible de los progresistas y se encuentra objetivamente al servicio del PP. Pensando en quiénes son y qué dicen Acebes o Zaplana, los de Libertad Digital o Alcaraz, el lector admitirá que quien opte por la libertad de crítica se ve afectado por un complejo de emparedamiento.

La libertad política no se beneficia nada de semejante escenario, que además provoca un inevitable raquitismo en el debate institucional. ¿Qué queda para el Parlamento si todo se ha resuelto previamente en reuniones informales? Con todo decidido, el duelo a distancia entre Rajoy y Rubalcaba en el Congreso fue toda una exhibición de miseria ideológica. Rajoy mencionó los temas de la bilateralidad y de la confederación, sin desarrollar para nada el significado de los mismos. Rubalcaba fue todavía más profundo: usted dice eso, pues yo digo que no. Y basta. Lo único original en el discurso del hoy ministro fue la referencia a su propia condición de químico, que le permitió afirmar que el agua caliente da agua templada al mezclarse con agua fría. No debe extrañar que los puntos calientes del Estatut, por seguir con el símil hidráulico, quedaran inéditos en cuanto al análisis, y que los alineamientos recordaran los de las hinchadas de fútbol.

¿Razones para rechazar el Estatut por parte del PP? Elaboradas, ninguna. ¿Para aprobarlo por parte de los socialistas? Que el PP dice no, y que el PP es el enemigo de Cataluña. Luego nos extrañaremos de la deriva fascista registrada en los últimos días con el fin de reventar los actos del PP, al modo abertzale, tras el prólogo de la agresión a Arcadi Espada. Y no han sido los voceros de Esquerra, sino Montilla por el PSC y Joan Saura por Iniciativa quienes se han cubierto de gloria justificando tales comportamientos que sirven de advertencia para los demócratas de lo que se avecina. Maragall pone buenas palabras, pero sin desautorizar a su lugarteniente. Zapatero calla. En definitiva, el social-catalanismo naciente parece pensar que una propaganda "popular" en Cataluña constituye una provocación. Como lo es ya defender la aplicación efectiva del reconocimiento del español como idioma oficial. Lógico: si Cataluña es una nación exenta y homogénea, todo cuerpo intruso ha de ser eliminado. Es un postulado que preside desde hace tiempo la vida política en las zonas rurales de Euskadi con notable éxito. Y que cuenta con numerosos antecedentes en la historia trágica del pasado siglo

Entre tanto, crece la exasperación en los medios próximos al Partido Popular. Tal y como cabía temer, la concentración de las víctimas del terrorismo sirvió para todo menos para formular ante el Gobierno unas reivindicaciones precisas y atendibles. La primacía fue otorgada a una puesta en tela de juicio de la investigación sobre el 11-M, con una insistencia que recuerda aquella triste explotación del asesinato de unas niñas por un programa de televisión sensacionalista. Y para terminar, numantinismo a tope: "España no se rinde", gritó Alcaraz. Balance: los dirigentes del PP muy satisfechos; las víctimas, aisladas y sin posibilidad de desplegar su principal aportación, consistente en recordar -no en tratar de imponer- a la sociedad cuáles son las exigencias que debe reunir un proceso de normalización en tierra vasca.

Por el momento, y en espera de lo que pueda deparar la negociación con esa ETA que sigue soñando con la conquista de Bayona, en aplicación del principio nazi de que allí donde hay un alemán o se habló alemán debe haber soberanía alemana, los resultados del episodio catalán y de los preliminares del llamado "proceso de paz" vasco ofrecen aspectos nada halagüeños. Primera necesidad: recomponer el juego normal de Gobierno y oposición. Pero las relaciones del PSOE y el PP no van a arreglarse filtrando desde "fuentes de la Moncloa" una semana antes y con comillas lo que Zapatero le propondrá a Rajoy para resolver una crisis que ya es estúpida y va haciéndose peligrosa. Ni con exabruptos cada vez que habla un portavoz "popular".

Las fracturas son subsanables, pero han de ser tenidas en cuenta. Catalanes y españoles se han distanciado por efecto del diálogo de sordos sobre el Estatut y una "reconciliación nacional" es aquí más necesaria que nunca. En cuanto a Euskadi, la alegría del "alto el fuego" se ve ensombrecida por el protagonismo que van logrando quienes fueron vencidos por el Estado de derecho, y la voluntad de negociar a toda costa desde el Gobierno abre una brecha cada vez mayor respecto de la acción judicial y las leyes vigentes. Proponer que los jueces han de aplicar la ley a la baja por razones políticas en tiempo de bonanza lleva al absurdo de que también puedan actuar al alza, cerrando por ejemplo los ojos ante la tortura, en tiempo de terror. Y ni el partido de Gobierno ni el Ejecutivo vasco deben negociar públicamente con una formación ilegal, más aún cuando bastaría que Batasuna condenara "la violencia" para regresar a la legalidad o que persistieran los contactos informales. Ahora bien, si el objetivo era considerar derogada la Ley de Partidos, bien hecho por el PSE y por Ibarretxe. Sólo que un partido y unas instituciones que vulneran abiertamente el marco jurídico pierden toda legitimidad para intentar más tarde recurrir a él. Nada en la situación actual de España, favorecida por los aspectos positivos de la política del Gobierno, justifica tal acumulación de riesgos innecesarios. Si ETA y Batasuna sólo aceptan "la paz" desbordando el marco normativo vigente, habrá que asumirlo y actuar en consecuencia desde el Estado de derecho. Otra opción puede resultar suicida a medio plazo.