Los fantasmas de Stormont

Ignacio Camacho, director de ABC (31/07/05).

Cuando estalló en el aparcamiento del estadio de La Peineta la bomba que le sirvió en bandeja a Alberto de Mónaco el descarrilamiento de la candidatura de Madrid 2012, el presidente Zapatero comentó en Singapur a sus allegados que «ésta ha sido la última acción de ETA en España». A veces no es posible discernir si la determinación del jefe del Gobierno español es fruto de una ingenuidad suicida o de un empeño desquiciado. Este fin de semana, justo después de que el IRA irlandés anunciase el abandono de las armas, los terroristas vascos trataron de reventar la Operación Salida de las vacaciones con dos explosivos de baja potencia destinados a testimoniar que su capacidad de hacer daño sigue vigente por muchos comandos que el Ministerio del Interior continúe deteniendo con elogiable eficacia.

El Gobierno está plenamente confiado en que la «violencia contenida» de ETA -eufemismo brillante para encubrir la capacidad terrorista de hacerse presente- viene a ser únicamente un modo de elevar su cotización en una inevitable cuesta abajo que debe conducirle a la rendición negociada, pero a estas alturas quizá sólo el presidente piense que tiene la sartén cogida por el mango. Fiado en esa célebre información confidencial de la que dice disponer -¿tendrá algo que ver Carod-Rovira en esta extraña convicción, como apuntan algunos observadores?-, Zapatero maneja los tiempos con un optimismo que la mayoría de los ciudadanos no comprende, a la espera de un gesto que no se acaba de producir pese al evidente estado de debilidad de una banda infiltrada, controlada y cada vez más exánime, pero dotada aún de armas y capacidad operativa para cometer cualquier desafuero. «No va a haber más muertos», aseguran los arúspices de Moncloa con un optimismo que a duras penas contienen, y que sobrevive a la manifiesta evidencia de que la estrategia gubernamental ha dejado en manos de ETA la clave de las decisiones finales.

«Si seguimos así, cuando se produzca la negociación se van a sentar a un lado de la mesa dos enviados del Gobierno, y al otro dos policías», me aseguraba esta semana un alto cargo del Estado, aludiendo a la progresiva infiltración y vigilancia de unos comandos a los que «el satélite les lee hasta los artículos del Gara». Pero, si esto es así -y probablemente lo es-, la pregunta que muchos españoles se plantean es por qué el Gobierno no continúa apretando las tuercas hasta ese próximo final, en vez de ofrecerle a la banda la salida honrosa de una vía política.

La respuesta quizá esté en la foto de Stormont, el acuerdo de Viernes Santo de 1998 con que el ahora admirado y antes vilipendiado Tony Blair puso las bases de la paz en el Ulster, y que ahora ha cuajado en el abandono de la violencia por parte de los terroristas. Zapatero quiere un final oficial, un acuerdo, una firma, una imagen que ponga fecha y hora a un proceso que de otro modo carecería de epílogo políticamente rentable. Y para ello parece dispuesto a dar marcha atrás a la estrategia que condujo al mismo tiempo al arrinconamiento de Batasuna y a la asfixia de la banda. Y ha decidido -¿otra vez la influencia de Carod?- cambiar la rendición completa, aunque silenciosa, por la devolución de un campo de juego político para el independentismo radical.

Entre la experiencia irlandesa, tan ampliamente jaleada estos días por los partidarios de la negociación, y la vasca existen, sin embargo, engorrosas diferencias. La principal, que Stormont es ante todo el tratado de paz de una guerra civil entre irlandeses, que en Euskadi no se ha producido gracias a la infinita generosidad moral del bando agredido, el de los constitucionalistas. En Irlanda del Norte lo que había es una guerra entre facciones terroristas y entre grupos religiosos, amén de que el IRA busca la integración en Irlanda, no la segregación del Ulster como territorio independiente. Por eso el Tratado del Viernes Santo lo firmaron los gobiernos de Dublín y Londres, y se adhirieron los paramilitares unionistas y el propio IRA. Pero la potestad esencial de su cumplimiento radicaba en el Gobierno británico, que se reservó el derecho de meter y sacar a los presos de la cárcel a conveniencia y de interrumpir incluso la menguada autonomía norirlandesa si, como en efecto ocurrió, los firmantes no respetaban lo acordado. Esos elementos de presión, que Blair ha utilizado sin ambages, no los tiene el Gobierno español, y los que tenía -el Pacto Antiterrorista y la Ley de Partidos- los ha abdicado de un modo tan gratuito como incomprensible.

Por ende, el proceso de paz irlandés se ha efectuado con manifiesto desprecio de las víctimas, a las que nadie ha tenido la deferencia siquiera retórica de pedir perdón, ni de reconocer culpas, ni de ofrecer reparaciones materiales, y ése es un aspecto que en España nadie podría entender, como demostró la manifestación masiva de junio en Madrid. Y el IRA, que acaba de anunciar el abandono de las armas, no manifiesta intenciones de disolverse, ni siquiera para potenciar a ese Sinn Fein en el que los optimistas quieren ver el trasunto de Batasuna olvidando que al menos Gerry Adams, que desde luego no es Otegi, manejaba con soltura los hilos de la lucha armada desde su liderazgo de cuello blanco.

En el modelo irlandés lo que sí existe es una coartada para que ETA pueda encontrar esperanzas de supervivencia: mientras se negocia no hay derrota, y puede administrarse la violencia a través de humillantes treguas selectivas. Un Stormont a la española podría ser un regalo para el presidente Zapatero, pero desde luego lo sería aún más para una ETA referenciada claramente en las mesas de negociación que ella misma ha propuesto crear. Y ni siquiera le haría falta tener que matar; simplemente podría limitarse a esperar y, en la espera, incrementar, como ya lo está haciendo, la estrategia de extorsión callejera y coacción mafiosa -impuesto revolucionario- sobre la sociedad vasca.

ETA no tenía futuro, como admitían sus propios presos en las cartas ampliamente conocidas que acaso hayan servido de base a la estrategia de Zapatero, y ahora puede tenerlo si logra abrir un tragaluz por el que asomarse a la respetabilidad política. Zapatero ha fijado, de algún modo, un precio por la paz, que antes no existía, en la convicción de que será un precio asumible a cambio de su propio éxito. Pero minimiza la importancia del protagonismo que ese precio devolverá a una Batasuna en vías de liquidación por arrinconamiento, y por ende ha situado el poder de decisión en manos de unos terroristas a los que tiene, objetivamente, agarrados por el cuello. En vez de acabar con ellos, pretende relajar la presa para sentarlos a una respetable mesa de negociación, con la obvia condición de que dejen unas armas que, según la ingenua benevolencia oficial, ya no desean usar más quede un modo «contenido» o simbólico. La respuesta la estamos viendo: bombas de intimidación para tratar de hacerse valer, con el riesgo evidente de que en cualquier momento se produzca una tragedia. Es verdad que el Estado aún va ganando esta guerra, pero muchos no acabamos de comprender por qué el Gobierno quiere trocar de hecho una victoria en un armisticio. Y el presidente, tan acostumbrado al autismo de su propia determinación, ha de saber que ya va siendo hora de que lo explique con franqueza. Él debe elegir el momento, pero no puede ignorar por más tiempo la necesidad de esta exigencia política y moral.