Los fijadores de metas, en la mira

Cuando hablaba en los tiempos económicos más felices de 2005, Mervyn King –entonces y ahora gobernador del Banco de Inglaterra- acentuaba la importancia de afianzar las expectativas públicas de una inflación baja y estable. Advertía que “si uno deja que las expectativas inflacionarias se alejen demasiado del objetivo, se puede terminar en serias dificultades y con un proceso costoso para retrotraerlas”. King ahora debe ser un hombre preocupado.

Las propias encuestas trimestrales encargadas por el Banco de Inglaterra sobre las actitudes públicas revelan que la credibilidad de su Comité de Política Monetaria (MPC, por su sigla en inglés) hoy está debilitada. Durante los últimos 15 meses, el objetivo de inflación del 2%, que fija el gobierno y que supuestamente debe hacer cumplir el Banco de Inglaterra, se ha excedido en más de un punto porcentual. Durante gran parte de este período, el público británico esperó que la inflación en el próximo año fuera menor que en el año anterior, gracias a los sólidos antecedentes del MPC en materia de estabilidad de precios. Esa confianza hoy se disipó: las expectativas inflacionarias alcanzaron la tasa de inflación real del 4%.

No existe ningún misterio respecto de lo que está pasando. El mandato de estabilidad de precios se vio sobrepasado por las preocupaciones sobre el crecimiento. El miedo es que un ajuste de la política monetaria para abalanzarse sobre la inflación podría apagar la vacilante recuperación económica.

De manera que el MPC no sólo mantuvo las tasas de interés en un bajísimo 0,5% desde 2009, sino que la política se relajó aún más debido al llamado “alivio cuantitativo” del Banco de Inglaterra –es decir, expandir la base monetaria de un plumazo con la esperanza de vigorizar los mercados de crédito domésticos-. Pero el Reino Unido hoy se enfrenta al peor de los panoramas: la estanflación. La economía está sufriendo los costos inflacionarios de la política del Banco al tiempo que pierde el deseado beneficio del crecimiento.

En Estados Unidos, donde la Reserva Federal está implementando una política monetaria similarmente holgada, la situación parece más halagüeña –al menos a primera vista-. La economía estadounidense está teniendo una recuperación más convincente que el Reino Unido y, a diferencia del Banco de Inglaterra y del Banco Central Europeo, la Fed no está explícitamente obligada por el Congreso a lograr una meta de inflación específica.

En consecuencia, comparada con el Banco de Inglaterra, la importantísima credibilidad de la autoridad monetaria parece menos vulnerable en el caso de la Fed. Pero, inclusive en Estados Unidos, las autoridades responsables de las políticas, como Thomas Hoenig, presidente del Banco de la Reserva Federal de Kansas City, expresan temor a que las expectativas inflacionarias puedan dispararse, debido a la masiva expansión de la deuda gubernamental y al balance de la Fed desde el colapso financiero en 2008.

Todos los principales bancos centrales de Occidente –inclusive el tradicionalmente “agresivo” BCE- parecen estar escondiendo la cabeza como el avestruz. Pero hay algo que pueden hacer para garantizar los beneficios de las reglas de metas de inflación (credibilidad y expectativas inflacionarias bien ancladas) al mismo tiempo que sustentan la recuperación: elevar la meta establecida.

El ejemplo para hacerlo puede darlo Gran Bretaña, donde la situación es particularmente delicada. Las autoridades del Reino Unido decidieron priorizar la consolidación fiscal al mismo tiempo que implementan una política monetaria holgada para contener los riesgos que impuestos más elevados y un menor gasto del gobierno implican para la recuperación. El razonamiento es claro (aunque rara vez los políticos lo expresen claramente): mientras que una pérdida de confianza del mercado en la solvencia del estado británico muy probablemente generaría una depresión, una inflación por sobre la meta se puede rectificar a un costo relativamente tolerable para los estándares de vida (aunque más alto de lo que debería haber sido).

Pongamos por caso que damos por sentada la fuerza de esta lógica (ni siquiera sus críticos podrían negar su coherencia), sería tonto subestimar el riesgo de una inflación desbocada y minimizar el daño económico y social que causaría. En la medida que la tolerancia de la inflación por sobre la meta también refleja un deseo de erosionar el valor real de las deudas públicas y privadas, las tasas de interés del mercado podrían dispararse, agravando los problemas de los gobiernos y los hogares endeudados.

Muchos analistas creen que las enormes limitaciones presupuestarias de los gobiernos los obligarán a depender de la inflación. De ser así, mejor hacerlo de manera transparente, a diferencia del Banco de Inglaterra. En resumen, para anclar las expectativas inflacionarias de manera efectiva, las metas de inflación deben ser realistas.

El actual acertijo de alto riesgo que enfrentan los responsables de las políticas sugiere que deberían aplicar los principios de metas de inflación de manera más flexible en el contexto de un importante shock económico. Esto implicaría elevar la meta a un nivel que esté en línea con la tasa de inflación real observada en el período post-crisis –un nivel que el público percibiría como realista, honesto y creíble.

Hacerlo reduciría las cargas tributarias y de deuda para las generaciones futuras, al mismo tiempo que limitaría de manera crucial los riesgos de una inflación mucho más alta en el más corto plazo. Es más, una meta de inflación más elevada –y el resultante restablecimiento de la credibilidad- les permitirían a los bancos centrales regresar a una meta de inflación más baja sin crear una recesión una vez que los niveles de deuda se hayan reducido y la demanda agregada se haya recuperado.

Por Brigitte Granville, profesora de Economía Internacional y Política Económica en el Queen Mary College, Universidad de Londres, y autora de Remembering Inflation, de inminente publicación por Princeton University Press.

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