Los gais en la línea de combate

El asesinato en masa en Orlando, Florida, el fin de semana pasado cobró hasta el momento las vidas de 50 personas (incluida la del asesino) y dejó a otras 50 heridas (algunas, de gravedad). También planteó al menos tres preguntas que debemos responder.

En primer lugar, está la cuestión del fácil acceso a las armas de guerra en la mayor parte de los Estados Unidos. Se estima que en EE. UU. circulan varios millones de rifles semiautomáticos AR-15 (el tipo usado en la matanza de Orlando y por los soldados estadounidenses en las guerras de Afganistán e Iraq). En la mayoría de los estados de EE. UU., los requisitos para adquirir uno son: tener al menos 18 años de edad (3 por debajo de la edad para poder beber alcohol) y no contar con antecedentes criminales ni manifestaciones obvias de enfermedad mental.

La mayoría de los estadounidenses considera que la posesión de esas armas es un derecho básico, definido y codificado por la Segunda Enmienda a la constitución de ese país. De hecho, los estadounidenses —que han escuchado durante décadas a Charlton Heston, Wayne LaPierre y otros líderes de la todopoderosa Asociación Nacional del Rifle decir que no hay mejor manera de protegerse a uno mismo y a la familia— poseen ahora más de 300 millones de armas de fuego.

El presidente Barack Obama ha dicho y reiterado lo que los estadounidenses razonables entienden: esas existencias de armas de asalto —de tamaño pequeño, pero con una gran capacidad de destrucción— en manos privadas constituye un arsenal invisible, pero legal. Es una bomba de tiempo que todos conocen. Dada su ubicuidad, la pregunta no es si habrá otras matanzas similares a la de Orlando; se sabe que las habrá. La pregunta, ¡ay!, es cuándo y dónde.

En segundo lugar tenemos la cuestión del islam radical y la guerra sin fronteras que ha declarado al mundo. Se puede pontificar sobre el tema del «lobo solitario» que se lanza al terrorismo como otros se lanzan a la cama. Se puede escuchar reiteradamente el testimonio inevitable de los amigos y familiares que no anticiparon el desastre, la total ausencia de señales, lo buen hijo que era el asesino, su amabilidad con los vecinos y la falta de antecedentes particulares que despertaran sospechas.

También se puede descartar la conexión del asesino con los grupos del terror; el Estado Islámico (ISIS) no se apropió del incidente hasta después de que el propio criminal, en medio del ataque, declarase su lealtad y etiquetase así sus acciones. (Esto no es tan novedoso como muchos creen: Las Brigadas Rojas italianas a veces funcionaban de la misma manera). Se mantiene el hecho de que el asesino frecuentaba la mezquita de Fort Pierce, que ha producido al menos otro estadounidense que fue a luchar a Siria.

Y aquí tenemos otra confirmación de algo que sostengo desde mi libro sobre Daniel Pearl, periodista del Wall Street Journal, y la implantación en EE. UU. de células dirigidas por paquistaníes, que Pearl investigaba cuando fue secuestrado y asesinado. Se trata de un hecho inquietante. Estados Unidos no está mejor protegido contra el yihadismo que otros países.

EE. UU. comparte con Europa la condición de ser uno de los blancos principales para el islam fanático y sus asesinos. En vez de repetir como un disco roto que «esto no tiene nada que ver con el islam» es hora de admitir que EE. UU. se ha convertido en otro teatro de la batalla entre el islam de los radicales y el islam de la tolerancia y el imperio de la ley.

Finalmente tenemos la cuestión de la homofobia y la violencia antigay. He perdido la cuenta de la cantidad de estados estadounidenses que presentaron acciones legales contra la administración de Obama por órdenes del ejecutivo que se perciben como excesivamente «favorables a los gais». La carnicería del domingo puede entenderse como el último episodio de una serie de ataques letales que se retrotraen al menos hasta 1973, cuando 32 hombres cuyo único crimen era ser gais fueron quemados vivos en el UpStairs Lounge en Nueva Orleans.

En Europa, las leyes que permiten el matrimonio entre personas del mismo sexo y las medidas antidiscriminación no han podido evitar las exhortaciones a «patearles el culo a los maricones», a «meterlos en el horno» o, cuando el escritor está de buen humor, a someter a los gais a un tratamiento psiquiátrico obligatorio. Estas son tan solo unas pocas de las afirmaciones más populares de quienes comparten nuestra humanidad y que podemos encontrar en las redes sociales y, con bastante frecuencia, en entornos reales.

Luego tenemos a Rusia donde, bajo el régimen autocrático de Vladimir Putin, nunca ha sido tan difícil ser LGBT. Alentados por la postura antigay del Kremlin (el ministro de salud ruso ha descrito a los gais como enfermos mentales) y la alianza con la Iglesia ortodoxa, grupos de ciudadanos atrapan y humillan a los gais, los obligan a beber orina, los golpean abiertamente y a veces los matan.

La masacre de Orlando nos recuerda que los gais como grupo —junto con los judíos, los cristianos, los blasfemos y los apóstatas— son uno de los objetivos considerados legítimos por el yihadismo mundial. Los manuales de inquisición de ISIS han agregado a los gais a la lista de objetivos políticos y les declararon la misma guerra sin cuartel.

Bajo el régimen del autodenominado califato, los gais deben ser lanzados desde techos, enterrados vivos, lapidados, torturados y mutilados. Ahora sabemos que en Europa y EE. UU. el objetivo es ponerlos frente a un pelotón de fusilamiento de un solo hombre.

Bernard-Henri Lévy is one of the founders of the “Nouveaux Philosophes” (New Philosophers) movement. His books include Left in Dark Times: A Stand Against the New Barbarism. Traducción al español por Leopoldo Gurman.

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