Los gases alemanes

Unos activistas con máscaras del canciller Olaf Scholz y del ministro de Economía, Robert Habeck, protestan contra la importación de gas y petróleo de Rusia, el pasado viernes en Berlín.Fabian Sommer (AP)
Unos activistas con máscaras del canciller Olaf Scholz y del ministro de Economía, Robert Habeck, protestan contra la importación de gas y petróleo de Rusia, el pasado viernes en Berlín.Fabian Sommer (AP)

Últimamente, el gas se ha vuelto un tema: es un problema. El gas no tiene buena prensa. No suena amable, no suena prestigioso, suena amenazador. Respiramos oxígeno en estado gaseoso, gas de oxígeno: sin ese gas no viviríamos. Pero cuando pensamos en gas pensamos en algo ajeno, peligroso. Y ahora, además, nos complica la vida.

(La palabra gas es un invento. Las palabras, en general, no lo son: se van formando poco a poco, a través de siglos y lenguajes varios, hasta que cristalizan en estas que usamos. Gas, en cambio, no; la inventó hacia 1640 un Jan Baptista Van Helmont, químico, físico, médico, alquimista flamenco, que nació y vivió en Bruselas cuando esos países eran tan bajos que todavía eran españoles. Van Helmont era un noble y un sabio en una época en que algunos sabios eran nobles e, incluso, algunos nobles eran sabios. Y entendió que ciertos procesos —la quema, la fermentación, la podredumbre— producían unos aires especiales. Así descubrió el famoso CO₂, entre otras sustancias vaporosas, y pensó que debía darles un nombre común. “A este espíritu, hasta ahora desconocido, llamo con el nuevo nombre de gas”, escribió entonces. En flamenco, gas se pronuncia jas, muy parecido al griego jaos —o χᾰ́ος—, el vacío, el desorden primario).

Decíamos: el gas en general no tiene buena prensa, aun sin hablar de los gases de efecto invernadero o de explosión intestinal, tan unánimemente condenados, tan presentes. Pero ahora, guerra mediante, aumentos mediante, el gas ha vuelto a ser un tema: sus precios, su influencia en la factura de la electricidad, la dependencia europea del gas ruso, el miedo de los alemanes.

En estos días Alemania y el gas volvieron a cruzarse y la relación de Alemania con el gas es una historia de terror. Sobre todo cuando hay guerras de por medio. En la Primera Guerra Mundial el alto mando alemán tuvo la brillante idea de lanzar obuses de gas contra sus contrincantes. El cloro que intentaron al principio funcionó regular: producía una nube verde muy visible y los soldados enemigos escapaban y no se morían tanto. Poco después pusieron a punto el gas mostaza, que mejoró marcadamente el rendimiento: ese gas sí mataba y aterraba, era un arma de la modernidad. Pronto, ingleses y franceses la adoptaron: la guerra química fue un invento del gas alemán, una de las maneras más repudiadas de matar, una amenaza que vuelve cada tanto.

Otro gas alemán volvió a tener un rol siniestro en la guerra siguiente. El zyklon-B fue producido por la misma corporación que fabricó los anteriores, la IG Farben. Pero —sabemos— no lo usaron en las batallas, sino en el exterminio: con ese gas, en esas cámaras de gas, los alemanes asesinaron a varios millones —varios millones— de judíos, polacos, rusos, gitanos, comunistas, homosexuales, minusválidos y demás indeseables. Gasear, gracias a ellos, se volvió un verbo intolerable.

Ahora otra guerra ha traído las cuestiones del gas en Alemania a las primeras planas. El cuadro ya no es tan brutal, pero su uso del gas ruso sigue alimentando las arcas de Vladímir Putin, ayudándolo a continuar su guerra y sus masacres: transfiriéndole, cada día, cientos de millones que sostienen su imperio. Es, sobre todo, gas natural, que produce energía por combustión: fuegos de cocinar o usinas eléctricas o tremendas máquinas. El Gobierno alemán, socialdemócrata, dice que no pueden permitirse dejar de comprarlo: el gas ruso es casi el 60% del que usan. La Academia Nacional de Ciencias alemana dice que sí podrían, aunque les costaría, por supuesto, ciertos sacrificios: el PIB podría bajar entre 0,5 y 3 puntos, deberían ganar menos, consumir algo menos, probar la austeridad que supieron imponer a troche y moche.

Por ahora no lo hacen. Hay una famosa frase liberal: mi libertad termina donde empieza la tuya. En estos días confusos hay una traslación posible: mi empatía con tu sufrimiento termina donde empieza mi sufrimiento, aunque sea muy menor. Y así las soflamas solidarias, tantas veces, no son más que una nube de gases.

Martín Caparrós es escritor y periodista, autor de Ñamérica (Debate).

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