Los gatos siguen con su plan de conquistar el mundo

Kitty Zarpas Suaves (Salma Hayek Pinault) y Gato con Botas (Antonio Banderas) en la película de DreamWorks Animation 'El Gato con Botas: El último deseo', dirigida por Joel Crawford. (DreamWorks Animation)
Kitty Zarpas Suaves (Salma Hayek Pinault) y Gato con Botas (Antonio Banderas) en la película de DreamWorks Animation 'El Gato con Botas: El último deseo', dirigida por Joel Crawford. (DreamWorks Animation)

En el 30 aniversario de la película Atrapado en el tiempo (Groundhog Day), nos damos cuenta de que hace ya mucho que cambiamos el Día de la Marmota por el Año de los Gatos. Aunque el 22 de enero empiece el nuevo año del horóscopo chino, consagrado al conejo de agua, lo cierto es que 2023 continuará siendo el año de los gatos, los grandes protagonistas sociales y culturales de nuestra época. No hay más que revisar las redes sociales o consultar los datos del crecimiento de la industria de alimento y complementos para mascotas para constatar que todos los años del siglo XXI han sido esencialmente felinos. Y su influencia no para de aumentar.

La película El Gato con Botas: el último deseo muestra el porqué del superpoderío gatuno. La segunda parte del spin-off de Shrek 2, la gran película familiar de esta temporada (Avatar 2 es para mayores de 13 años), nos cuenta qué pasó tras el final de la primera película (de 2011, pero que sigue muy viva gracias a la nueva cultura de plataformas). El felino con la voz de Antonio Banderas dejó plantada en el altar a Kitty Zarpas Suaves (Salma Hayek) y siguió con sus aventuras y excesos. Hasta que, cuando empieza esta nueva entrega de la historia, ve de cerca a la muerte y se deconstruye como hombre. Perdón, como gato.

La película muestra los ataques de pánico del Gato con Botas y visualiza su deconstrucción masculina. Su dependencia de la leche, de la juerga, de la fama, de la adrenalina. Su miedo al compromiso. Su falta de responsabilidad afectiva. Se evidencia así que el animal ha sido siempre no solo un reflejo del ser humano, sino también de su contexto histórico. En el nuestro, hasta los dibujos animados tienen que aprender a verbalizar y controlar sus miedos. Y recurren a terapia: en este caso, a Perrito, que habla con mensajes de autoayuda y ofrece su barriga para que la acaricien y así rebajar tensiones.

En el protagonista se revela una dimensión trágica que había sido eclipsada hasta ahora por la cómica. El humor, no obstante, sigue ganando la partida al drama. La escena clave y más divertida del filme reedita el éxito del momento más icónico de la película original: esos ojitos tan tiernos, esa mirada tan mona, y nos recuerda por qué los gatitos se han situado en el centro del imaginario colectivo. Porque encarnan el ideal de lo cute.

El profesor y ensayista inglés Simon May ha dedicado un libro a ese concepto: The Power of Cute (traducido como El poder de lo cuqui al español). Lo ha llamado un “arma de seducción masiva”, que se inserta en la difuminación actual de la frontera entre infancia y madurez. Por extensión, es un emblema de la “indeterminación que nuestra época considera característica de todo lo existente”. Lo cute es al mismo tiempo entrañable y siniestro, nuestra respuesta al desamparo y nuestro rechazo a exponernos. Lo cute comunica vulnerabilidad. Y, como el Gato con Botas, en estos años hemos aprendido a sentirnos y considerarnos en público seres vulnerables.

Los gatos se han vuelto nuestros aliados terapéuticos, analógicos y digitales. Necesitamos tanto su ronroneo físico —ese misterio científico— como compartir su existencia hogareña en el ágora de las redes sociales. Su viralidad indica que se han convertido en contraseñas, en el shibboleth que revela la pertenencia a un grupo de sensibilidad que ha crecido durante la pandemia y que posee un denso imaginario cultural. Porque los amantes de los gatos cuentan en su nómina con infinidad de escritores y artistas. Como dice Carl Van Vechten en El tigre en la casa: “Incluso en las épocas más oscuras el gato ha sido el amigo del humano inteligente, pues los hechiceros y alquimistas eran los filósofos de su época”.

El Gran Libro de los Gatos, editado por Jorge de Cascante, antologa 45 pasajes literarios dedicados al mundo gatuno, desde Emilia Pardo Bazán o Henry James hasta Angela Carter y Fernanda Trías; es decir, de los últimos 150 años. En Cartas memorables: Gatos, Shaun Usher abarca un siglo más y selecciona 28 cartas en que personajes como Mary Midnight, Katherine Mansfield, John Cheever o María Zambrano hablan sobre felinos. Aunque las haya irónicas o científicas, la mayoría son sentimentales. Muchas remiten al significado profundo de la palabra compañía, y al dolor y al duelo por la enfermedad o la pérdida de sus mascotas.

La convivencia con ellas abre en nuestras vidas una dimensión paralela de vínculos no humanos pero igualmente intensos. Como los perros o los loros, los gatos instauran en el hogar un laboratorio de empatías alternativas, que modifica lo que se ha entendido tradicionalmente por crianza, cuidados, comunicación o compartir casa. Deberíamos revisar la idea de la domesticación a la luz de esa nueva mirada y del archivo de textos que señalan una dependencia emocional ya histórica (no hay más que recordar la divinización de los felinos en la iconografía del Antiguo Egipto). Está claro que no se trata de un proceso unidireccional. La domesticación es mutua.

Stefano Mancuso dedica un capítulo de El futuro es vegetal a cómo las plantas manipulan a los animales para hacer lo que no son capaces de hacer ellas solas, como esparcir sus semillas en la lejanía. El científico italiano nos advierte de que también nos manipulan a nosotros. Las guindillas, por ejemplo, provocan adicción gracias a la capsaicina que contienen. Y esa dependencia ha asegurado su superviviencia y expansión, como la del café o el té. Las orquídeas han generado otro tipo de adicción, todavía más maquiavélica: la estética. Son pura belleza engatusadora.

En los gatos convergen esas dos estrategias de seducción: la de la suavidad del pelo y el bienestar del ronroneo con la mirada, las poses, los juegos, las simetrías que invitan a ser fotografiados y compartidos en Instagram o en TikTok. Se han vuelto centrales en el imaginario colectivo porque son cute, es decir, anfibios: se mueven semióticamente entre la felicidad de los dibujos animados y las angustias de la vida adulta, entre nuestra necesidad de diálogo y nuestro deseo de independencia.

Son también terapéuticos. Sentimos que nos entienden en un nivel no verbal, como si fueran capaces de hacer realidad la ficción utópica de toda relación de pareja. Y, fuera de la vida doméstica, nos dan acceso a una comunidad global de personas que participan de esa misma sensibilidad o economía. Inesperados interfaces entre la vida de nuestros cuerpos y las de nuestros avatares, continúan adaptándose a los sucesivos presentes para seguir siendo los únicos animales que —como dice Van Vechten— conviven con nosotros, desde hace milenios, en términos de igualdad. O de superioridad. Madre mía.

Jorge Carrión es escritor y crítico cultural.

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