Hay mil razones para evitar los alimentos procesados. A menudo están llenos de azúcar, grasa y sal, y suelen carecer de algunos nutrientes esenciales para la salud, como la fibra.
Ahora, una nueva investigación sugiere que algunas de las sustancias añadidas que extienden la vida de estos alimentos en los anaqueles y mejoran su textura podrían tener efectos secundarios involuntarios, no directamente en nuestro cuerpo, sino en el microbioma humano, las millones de bacterias que habitan en nuestras entrañas.
Estas sustancias podrían alimentar de manera selectiva a los miembros más peligrosos de nuestras comunidades microbianas, ocasionando enfermedades e incluso la muerte.
Veamos el aumento en los casos mortales causados por la Clostridium difficile (también conocida como C. diff), una bacteria que ocasiona una terrible enfermedad intestinal. Suele presentarse justo después de haber consumido antibióticos para tratar otro padecimiento. Esos antibióticos acaban con tus microbios naturales y permiten el ingreso de la C. diff.
Casi medio millón de personas desarrolla la infección al año, según los Centros para el Control y la Prevención de Enfermedades, y aproximadamente 29.000 pacientes fallecen, en ocasiones luego de largos y dolorosos episodios de diarrea sanguinolenta. Según un cálculo aproximado, el número de muertes relacionadas con la C. diff se incrementó cinco veces entre 1999 y 2007.
La bacteria se ha vuelto más poderosa porque ha desarrollado resistencia a los antibióticos y no puede tratarse con facilidad. Pero hace unos años, Robert Britton, microbiólogo de la Facultad de Medicina de Baylor, descubrió algo más acerca de la C. diff: las cepas más virulentas superaban en cantidad a las menos virulentas dentro del intestino.
Britton y sus colegas querían saber qué les daba ventaja a estas cepas, así que analizaron con detenimiento 200 azúcares y aminoácidos presentes en el intestino para determinar si estos microbios aprovechaban alguna fuente alimenticia más que otras. Los resultados de su investigación, que se publicaron hace poco en la revista Nature, sugieren una adaptación engañosamente banal: dos de las cepas más problemáticas de la C. diff poseen una capacidad única para aprovechar un tipo de azúcar llamado trehalosa.
La trehalosa está presente de forma natural en los champiñones, levaduras y mariscos, entre otros. Históricamente, ha sido un producto costoso, pero a finales de la década de 1990, un nuevo proceso de manufactura abarató el azúcar. Eso se tradujo en buenas noticias para las empresas que producían alimentos empacados, ya que la trehalosa funciona de maravilla para estabilizar alimentos procesados, los mantiene húmedos en los estantes y mejora su textura. Desde 2001, aproximadamente, hemos añadido ese tipo de azúcar a todo, desde galletas hasta carne molida.
Lo que Britton y sus colegas sostienen es que al hacerlo, hemos cultivado las cepas más tóxicas de C. diff sin saberlo, generando así lo que se ha convertido en el azote de los hospitales.
Como evidencia, Britton señala la aparición de las epidemias recientes a causa de la bacteria C. diff. Las cepas virulentas ya existían antes del año 2000, pero no ocasionaban tantos brotes. Fue hasta después de que se agregaron grandes cantidades de trehalosa al suministro de alimentos que se volvieron tan mortales.
“Esta investigación demuestra que las personas deberían considerar el impacto ecológico de las sustancias añadidas a los alimentos”, comentó Britton. “Nuestras bacterias intestinales son bombardeadas con cosas que jamás hemos comido o que nunca hemos consumido en las cantidades que lo hacemos ahora”.
Por supuesto, como reza el viejo mantra, correlación no implica causalidad, y es probable que la trehalosa no sea el único factor detrás del incremento en la epidemia causada por la C. diff. Pero Britton también descubrió que a los ratones infectados con las cepas virulentas de la C. diff que consumían este tipo de azúcar les iba peor que a los ratones infectados que no consumían el azúcar.
Su investigación se suma a un corpus de evidencia que señala que los añadidos habituales de los alimentos pueden hacer que nuestras comunidades microbianas tomen direcciones perjudiciales, no solo contribuyendo potencialmente al surgimiento de nuevos patógenos, sino también fomentando la aparición de enfermedades como la obesidad, la diabetes y la enfermedad inflamatoria intestinal.
Retrocedamos y preguntemos: en todo caso, ¿para qué tenemos un microbioma? ¿Por qué llevar a cuestas unos cuantos kilos de microbios en nuestros intestinos? Justin Sonnenburg, microbiólogo de la Universidad de Stanford, aseveró que una razón consiste en que estos microbios pueden cambiar con rapidez en respuesta a nuevos alimentos, ayudándonos a exprimir calorías de una variedad más amplia de alimentos de lo que nuestro cuerpo nos permitiría normalmente.
Como ejemplo señaló la investigación del microbioma en habitantes de Japón. Ese microbioma tiene la capacidad única de descomponer el alga marina y los científicos creen que adquirió su talento al pedir prestado ADN de los microbios que habitaban en el alga. La conclusión es que al comer grandes cantidades de alga marina, el japonés ancestral obligó a su microbioma a evolucionar hasta adaptarse a su dieta. Y al parecer estaban mejor: sus microbios podían extraer más calorías de sus alimentos y tener una mejor nutrición.
Pero esa misma flexibilidad puede ser peligrosa cuando forzamos a nuestras comunidades microbianas a ir demasiado lejos, comentó Sonnenburg. Según creen él y otros científicos, nuestra dieta alta en grasa y azúcar dista tanto de la dieta que llevó al ser humano a evolucionar, que los microbios de poblaciones occidentalizadas podrían dejar de ser compatibles con el cuerpo humano.
Los microbios intestinales se encuentran ligeramente apartados del recubrimiento intestinal mediante una fina capa de mucosa y, al parecer, la dieta occidental erosiona esa barrera protectora acercando a los microbios demasiado (por el contrario, una dieta rica en fibra soluble mantiene la barrera mucosa gruesa y saludable).
Algunos conservadores de los alimentos también ocasionan un debilitamiento de la barrera mucosa. Andrew Gewirtz, un microbiólogo de la Universidad de Georgia, y sus colegas han descubierto que los emulsionantes habituales como el polisorbato 80 y la carboximetilcelulosa (que a menudo se encuentran en productos como la mayonesa y el helado) estimulan la erosión de la barrera mucosa en los ratones. Al parecer también ocasionan que los microbios de los ratones produzcan proteínas que inflaman el intestino, aumentando la tendencia del animal a padecer obesidad y diabetes.
Christine McDonald, científica de la Clínica Cleveland, ha descubierto algo muy similar con el aglutinante alimenticio maltodextrina, que al parecer adelgaza la barrera mucosa en los ratones y alimenta la cepa de la E. coli relacionada con la enfermedad de Crohn, un padecimiento inflamatorio intestinal. McDonald descubrió que los microbiomas de los pacientes con Crohn han mejorado su capacidad de descomponer la maltodextrina, en comparación con las personas que no padecen la enfermedad, sugiriendo que los gérmenes que potencialmente podrían ocasionar este padecimiento se benefician de la maltodextrina.
Vale la pena destacar que la prevalencia de la enfermedad inflamatoria intestinal ha aumentado de forma drástica en las últimas décadas.
Luego se encuentran los endulzantes artificiales como la sucralosa y la sacarina que consumimos en refrescos dietéticos y botanas “sin azúcar” con la esperanza de reducir las calorías. Nuestro cuerpo no puede digerir la mayoría de estas sustancias, que están hechas para pasar directamente, pero resulta que los microbios que habitan el colon pueden metabolizar estos endulzantes en nuestro perjuicio.
Los científicos del Instituto Weizmann de Ciencias de Israel han descubierto que, en los ratones, la sacarina ocasiona intolerancia a la glucosa, un marcador de diabetes inminente y una enfermedad que muy probablemente quienes consumen estos endulzantes buscan evitar. Cuando los científicos trasplantaron microbios de los ratones alimentados con sacarina a los ratones que no habían consumido ese endulzante, los animales receptores también desarrollaron intolerancia a la glucosa, sugiriendo que el microbioma que había sido corrompido por el endulzante era la causa de los problemas y no el endulzante en sí.
Los científicos también le dieron a un pequeño grupo de personas saludables bebidas endulzadas con sacarina durante una semana. En un subconjunto de voluntarios, se presentaron cambios microbianos acompañados de una intolerancia a la glucosa cada vez mayor. De modo que para algunas personas, las bebidas dietéticas podrían no ser más saludables que las gaseosas normales.
La pregunta del millón es si los añadidos de los alimentos son peores que las dietas a base de alimentos chatarra altos en azúcares y grasas, de las que a menudo forman parte. Dicho de otro modo, ¿añadir maltodextrina a tu batido con helado tamaño gigante en realidad lo convierte en algo más peligroso de lo que ya era?
El trabajo de Britton sugiere que sí: los añadidos podrían ocasionar daños adicionales. Después de todo, la población estadounidense ya consumía comida chatarra mucho antes de que las cepas virulentas de la C. diff ocasionaran estos problemas; la trehalosa podría haber inclinado la balanza.
De ser cierto, ¿los hospitales (que con frecuencia sirven alimentos altamente procesados, y que es donde se encuentra la población vulnerable) deberían reconsiderar sus menús? ¿Y qué hay de los medicamentos que contienen aglutinantes, endulzantes artificiales y estabilizadores? ¿También deberían revaluarlos?
Es necesario investigar más a fondo para determinar si lo que los científicos observan en ratones también ocurre en las personas, y Gewirtz ya inició un estudio de ese tipo.
Pero, según dijo, hay un problema mayor, y es que la Administración de Alimentos y Medicamentos (FDA) no está preparada para atender las enfermedades que pueden derivarse de alteraciones a largo plazo en los microbios de nuestro organismo y de la inflamación crónica consecuente. En lugar de eso, afirmó, se enfoca en una toxicidad aguda (qué nivel de concentración de alguna sustancia te enferma) y la mutagénesis, su capacidad de desencadenar cáncer.
Susan Mayne, directora del Centro para la Seguridad Alimentaria y la Nutrición Aplicada de la FDA se opuso a esta descripción, señalando que la agencia ha trabajado para eliminar las grasas trans de los alimentos, ya que aumentan el riesgo de padecer cardiopatías. Añadió que la FDA monitorea activamente la investigación del microbioma, pero la ciencia aún está en “etapa temprana”.
¿Qué podemos hacer entretanto? El microbioma se moldea principalmente a partir de las personas, los animales e incluso las plantas con las que convivimos, el suelo que pisamos, además de los antibióticos que ingerimos y nuestra propia genética, entre otros factores, y es muy difícil controlarlos todos. Lo que sí podemos controlar es con qué alimentamos a nuestros microbios: lo que comemos.
Haremos bien en alimentarlos con la mayor cantidad de fibra soluble posible, de preferencia en alimentos reales como nueces, legumbres y vegetales. Además, podemos añadir estas preocupaciones acerca de los aglutinantes, endulzantes y emulsificadores a nuestra lista de razones para limitar el consumo de alimentos procesados.
Moises Velasquez-Manoff, autor del libro An Epidemic of Absence: A New Way of Understanding Allergies and Autoimmune Disease, es colaborador de la columna de opinión.