Los gestores del naufragio

Se palpa el miedo. La gente busca con ahínco alguna seguridad donde agarrarse. Los periodistas estamos acojonados, reconozcámoslo, porque nuestro oficio corresponde a un período acabado. No sólo a otro siglo, sino algo más evidente, a la artesanía. Por muy mal que escribamos, nuestra esclavitud consiste en trabajar con la palabra, construir frases, en definitiva, artesanía. Hoy, uno puede ser artesano del diamante, de los bolsos de señora, de la cocina imposible, de cualquier cosa que signifique lujo, selección. Pero nosotros operamos con elementos tan evidentes como la realidad, las noticias y un teclado. La pregunta del millón para un gestor se reduce a algo tan brutal como saber cuál es nuestro valor añadido.

Se palpa el miedo. Nadie se exime de la inquietud. Es el tema de conversación madre de todos los diálogos posibles. ¿En qué medida te afecta la crisis? ¿Del todo, en parte, o casi nada? Los gringos, que son especímenes dados a la audacia, han inventado una simbología brillante y eficaz para designar lo que nos ocurre, y han simplificado en la obviedad una situación cada vez más insostenible. Nosotros, la ciudadanía, somos el 99%. Ellos, los poderes financieros, el 1%. Sin embargo ellos tienen el poder de provocar el miedo y nosotros apenas el de aguantar el tirón para contenerlos. Preguntarse cómo hemos llegado a este punto resulta una banalidad, porque siempre ocurrió lo mismo pero quizá nunca de un modo tan insolente. Ahora te lo explican, para que además aceptes su lógica.

Si usted atiende a la conversación del taxista tradicional, llegará a la conclusión de que la quiebra del Estado de bienestar se debe a los innúmeros casos de estafadores de la Seguridad Social, del fisco, o de las empresas de seguros… Pero si este mundo nuestro se ha ido al carajo y se enfrenta al miedo de un futuro inconcebible, no se debe a los millares de listos que aprovechan las listas del paro para “trabajar en negro”, o a los emigrantes que le sacan partido a una sociedad permisiva e indolente. Nosotros hemos quebrado porque hay gente que se ha llevado los fondos. Y cuando uno se refiere al patrimonio, no se trata de los parados tramposos, ni los trabajos en precario, ni las colocaciones nepotistas. Para gastarse la fortuna del Estado se necesita voluntad y apaño, no talento.

El dinero es lo más parecido a la energía. Ni se crea, ni se destruye, sólo se transforma. Cambia de manos. La riqueza sí que se crea, pero aquí se trata de usarla, no de inventarla. Y además los ricos son cíclicos, unos suben y otros bajan, y algunos entran de rondón, pero se necesitan ciertas condiciones básicas. Ayuda financiera o política, que viene a ser lo mismo. La cantidad de libros sobre la transición española y no conozco ninguno que me explique por lo menudo cómo se mantuvo el principio del Gatopardo, según el cual todo cambió para que siguiera igual, o parecido.

¿De verdad fue la burbuja inmobiliaria la que provocó la quiebra del país? No me lo puedo creer porque es inconsistente; hasta habría un argumento escolástico según el cual un efecto no puede ser considerado una causa. Otra cosa es que la ambición de bancos y cajas, que ganaron dinero a espuertas, les hiciera creer que podía seguir el negocio cuando era evidente que el castillo de naipes se venía abajo. Hay cosas que deben decirse porque si no nos moriremos de rabia y de vergüenza. Cuando una caja de ahorros es capaz de conceder créditos fallidos a toda su cúpula directiva y llega a la quiebra, no se puede escribir que ha sido la tal burbuja la que ha llevado al cierre. Es una estafa, y mucho más grave porque es legal; no puede subsanarse ni paliarse, y ni siquiera se puede embargar a los estafadores. Los mismos, además, que se aseguran un retiro de fábula.

Ocurre como con el Estado de bienestar, tan traído y llevado en estas últimas fechas. Si los que han gestionado el Estado de bienestar se han forrado, no podemos decir que el Estado de bienestar corresponde a otra época; sencillamente ustedes han facilitado su quiebra. Deberíamos ponerle nombres a las cosas, porque uno de los problemas más graves que tiene la sociedad española –no digamos ya la catalana– es que jamás le ponemos nombres a las cosas. Nos limitamos a hacer como los gabinetes policiales: hemos detenido a 40 mafiosos, a una trama de falsificadores, y a una red de proxenetas. Mientras no sepamos cómo se llaman, no es información, es propaganda.

A lo que voy. Hay que explicar cómo es posible que los administradores del Estado de bienestar puedan considerar que eso ya no da más de sí, y al mismo tiempo por qué eso les ha servido para construirse una fortuna. No tiene nada que ver con la demagogia, tiene que ver con el funcionamiento de una sociedad democrática. Y lo que caracteriza a una sociedad democrática no es que la gente vote –acto cada vez más intrascendente, a tenor de sus efectos– sino su transparencia. Cabría pensar en una duplicidad política según la cual quien fracasa en la gestión pública triunfa en el beneficio privado. Y además conserva el prestigio, lo cual anonada. Imagínense el hallazgo: uno pondría su fortuna a gestionar por estos linces, pero jamás se atrevería a hacerlo con los fondos públicos.

Aparquemos las boberías sobre lo líquido y lo gaseoso, la política sigue siendo una tarea mixta de poder y administración, lo demás figura en el terreno de las ideas, donde cada cual mide para qué va a usar el poder y cómo lo va a administrar. Nosotros llevamos años en una nube, entre otras cosas porque a la gente le agrada más vivir en el cielo que bajar a la realidad, y luego porque acepta unos dirigentes impresentables.

Independientemente de cómo le funcione a Italia la experiencia de Mario Monti, la evidencia es que plantea tal cantidad de cuestiones que exigen una reflexión. En primer lugar, una nueva modalidad de estado de excepción. Nosotros sólo conocíamos los estados de excepción por causas ligadas a la violencia, a la inseguridad, a la extrema derecha o a la subversión en general, por usar un concepto arcaico. Ahora hemos de afrontar golpes de Estado de consenso, lo cual parece una tautología. ¿Y los partidos? Salen muy mal parados de la experiencia, porque nacieron y son instrumentos para la gestión del poder, y si no sirven para eso, ¿qué hacemos con ellos? Es grave, porque además son caros. He de precisar que aún son más caros los bancos mal gestionados y las cajas insolventes, que por cierto jamás pasaron por el consenso de las urnas.

¿Cuánto tiempo puede durar el Gobierno de Mario Monti? La respuesta sería obvia: el tiempo que le concedan quienes lo pusieron. Pero esta crisis va para largo, ¿qué harán luego, convocar elecciones, o demorarlas hasta que acabe? No se sale del pozo sin una pelea a muerte, ¿o acaso creen que la gente va a asumir una proporción de castigo superior a la de quienes provocaron la crisis? Hay gente bienaventurada que piensa que eso de la lucha de clases –o la pelea por la vida, que en definitiva es lo mismo– se acabó el día que aparecieron las telenovelas y se descubrió que los ricos también lloran. Lo de Italia es una quiebra institucional sin precedentes. Fascinante, como objeto de estudio y reflexión; llena de ángulos, pero al tiempo preñada de incertidumbres.

O la quiebra o el ricino. Pero habrá que explicar que para el 99% de la población la quiebra es el aceite de ricino. Sin embargo, al 1% restante se le ofrece la mejor de las ocasiones para consolidarse en la nueva coyuntura económica. Estamos ante una crisis del sistema, que en algunos casos, como el nuestro, coincide con una quiebra política, y ante esto podemos hacer muchas cosas, pero hay dos básicas: o explicamos todo lo que sabemos o nos limitamos a ir describiendo los efectos. Los periodistas me temo que hemos perdido el sentido de nuestra responsabilidad, que consiste en noticiar a la gente lo que de otra manera no conocería. Nos hemos vuelto analistas; una variante del telepredicador posmoderno.

Por Gregorio Morán

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