Los gestos necesarios

En Irlanda del Norte, hace apenas unos días, una delegación de la llamada izquierda aberzale, encabezada por Arnaldo Otegi, vivió una experiencia difícil de imaginar en un contexto español: se entrevistó con un policía inglés que había perdido ambos brazos en un atentado del IRA. Dicen quienes asistieron al encuentro que los aberzales salieron de la entrevista impresionados por la actitud conciliadora de aquel hombre mutilado por una organización terrorista que ha sido la referencia de ETA. Pocas semanas antes, se había reconocido al fin oficialmente que la policía británica había colaborado en varios de los asesinatos perpetrados por pistoleros unionistas contra católicos en Irlanda del Norte. Estos ecos irlandeses, con todos sus matices, bien pueden ayudar a encontrar un tono más sosegado y justo a la hora de abordar uno de los grandes asuntos pendientes en el proceso del fin de la violencia en España: el reconocimiento a las víctimas.

En la lucha política de estos tres años ha habido constantes referencias a las víctimas de la violencia. A las de la violencia etarra, algunas de cuyas asociaciones han hecho causa con el PP para oponerse al diálogo con ETA; a las de la violencia islamista, muchas de ellas objeto de insultos desde las filas de la derecha por negarse a secundar la teoría conspirativa de la implicación de ETA en los atentados del 11 de marzo; y a las de la represión franquista, cuya reivindicación de dignidad, en el marco de la recuperación de la memoria histórica, no ha encontrado todavía amparo en el PP.

Lo cierto es que la persistencia de la violencia terrorista en España no es ajena a la manera en que se dio término a la dictadura. La democracia nació de un pacto, entre fuerzas que venían del franquismo y las que se opusieron al régimen, para crear un marco constitucional que permitiera la convivencia de las distintas sensibilidades políticas, pero que descartó la exigencia de responsabilidades a quienes habían participado en la dictadura. Tras 40 años de opresión, con decenas de miles de presos políticos ejecutados, millares de encarcelados y torturados, y cientos de miles de exiliados, nadie hubo de responder por tanto abuso, tanto dolor y tanta muerte.

La Transición consistió, básicamente, en que los vencedores de la guerra civil aceptaron dejar de perseguir a los perdedores de la guerra a cambio de que estos no les pidieran cuentas ni sobrepasaran ciertos límites, especialmente en el desarrollo de los nuevos estatutos de autonomía. De hecho, los jueces, militares y policías que habían participado en la represión siguieron ejerciendo sus funciones en la democracia, y se dio la trágica consecuencia de que buena parte de la policía política del Régimen, con sus maneras de torturadores, pasó a ocuparse de la lucha antiterrorista.

Esas circunstancias contribuyeron a que una parte minoritaria pero numerosa de la sociedad vasca (la izquierda aberzale) percibiera la democracia como una prolongación dulcificada de la dictadura, alentando así la continuidad de ETA, que había nacido bajo el franquismo, pero la mayoría de cuyos crímenes se ejecutaron ya en democracia. Percepción a la que no fue ajena tampoco la existencia de una guerra sucia contra el terrorismo (con torturas, secuestros y asesinatos) perpetrada, entre 1976 y 1987, por la extrema derecha y por algunos agentes del Estado ante la impotencia, la tolerancia y a veces incluso el auspicio (por ello fue condenado a prisión un ministro del interior del Gobierno de Felipe González) de los primeros gobiernos democráticos, tanto de la derecha como de la izquierda.

Desgraciadamente, en estos años han escaseado las referencias desde el campo democrático a esas otras víctimas, las de la guerra sucia contra el terrorismo (algunas de ellas presuntos terroristas que nunca fueron juzgados, como Lasa y Zabala, o políticos aberzales como Muguruza, y muchas otras simples ciudadanos, como el objetor de conciencia García Goena o Segundo Marey, asesinadas o secuestradas por grupos paramilitares como el Batallón Vasco-Español o los GAL). Víctimas cuya incómoda presencia solo es invocada hoy, interesadamente, por el mundo proetarra para negarse a condenar la violencia de ETA, metiéndolas además en el mismo saco que a los terroristas que han muerto en enfrentamientos armados con la policía o por la explosión de las bombas que ellos mismos estaban montando. Pero ese uso manipulador no quita el hecho de que las víctimas de la guerra sucia contra el terrorismo han existido y tienen derecho a ser reconocidas.

Probablemente,el día en que todas las víctimas de todas las violencias en España, cada cual en su contexto y sin intentar contraponer unas a otras, sean tratadas con la dignidad que merecen, será posible empezar a desactivar la maquinaria de odio que la violencia alimenta. Para ello hace falta una clase de valor infrecuente: el de reconocer los propios errores y horrores. Un gesto que hay que pedir a quienes hoy siguen usando la violencia, como ETA, y a quienes les apoyan, pero que también debe ofrecer el Estado, reconociendo el sufrimiento causado por algunos de sus miembros. Ese ejercicio colectivo de reconocimiento no es un gesto retórico: es la base de cualquier perdón y va a ser fundamental para sacar de una vez a España del laberinto de violencia que ha marcado su historia.

José Manuel Fajardo, escritor.