Los gobiernos hablan, el crimen dispone

Un grupo de residentes de Paraisópolis, una favela de São Paulo, se ha organizado para preparar comida y confeccionar mascarillas ante la falta de ayuda del gobierno. Credit Victor Moriyama para The New York Times
Un grupo de residentes de Paraisópolis, una favela de São Paulo, se ha organizado para preparar comida y confeccionar mascarillas ante la falta de ayuda del gobierno. Credit Victor Moriyama para The New York Times

La amenaza de la COVID-19 es tan global y totalitaria que a veces pensamos que el mundo está en suspenso. Nuestra corta vista nos engaña. Los males estructurales de la sociedad en América Latina continúan o hasta se propagan más rápido. Marzo, el primer mes de emergencia sanitaria en México, fue el más violento del gobierno de Andrés Manuel López Obrador: 3029 muertos. La curva de contagios del virus se disparó en junio. Y pese que el país estaba bajo medidas de aislamiento social, el 7 de este mes fue el día con más asesinatos en lo que va de año.

Recientemente, una fuente nos contaba que no podía regresar a su casa en la sierra de Guerrero, también en México, porque en el municipio de Leonardo Bravo dos grupos criminales se enfrentaron a tiros durante días. Cientos de personas que sufrieron las balaceras en las comunidades tuvieron que huir de las suyas.

En Colombia, un país con estricta cuarentena, las autoridades han hecho una excepción para privilegiar la erradicación de plantíos de coca sobre la salud de los habitantes de las comunidades cocaleras. La pandemia tampoco ha frenado los asesinatos a líderes sociales.

En El Salvador, el gobierno difundió una foto de cientos de presos hacinados, esposados y rendidos, que es lo mismo que presumir de la barbarie para combatir la barbarie.

Estos episodios muestran que, en América Latina, lo más probable es que la nueva normalidad sea una versión empeorada de la cruda normalidad antes del coronavirus. Que la crisis contraiga el tamaño y alcance de unos Estados siempre frágiles. Que haya más pobres y una brecha todavía más grande entre ellos y los ricos. Que el miedo a la incertidumbre genere más represión.

Aunque la acumulación de estos déficits de los gobiernos latinoamericanos para mejorar la vida de sus gobernados —una suma de abandonos— se desarrolla de modo diferente en cada país, en todos va dejando carencias que debilitan la legitimidad del Estado y creando vacíos que son una oportunidad enorme para el crimen organizado. Ante un panorama tan desafiante como la pandemia en países tan violentos, necesitamos más Estado y así como un apoyo decidido a la sociedad civil para no terminar por abandonar territorios que han sido dejados a su suerte por mucho tiempo.

Los grupos criminales han publicitado su supuesta responsabilidad social durante la pandemia. Las despensas que han repartido los carteles en México, los llamados a la cuarentena de las pandillas en El Salvador o los toques de queda impuestos por las facciones en las favelas de Brasil para paliar los efectos del coronavirus se han publicado como novedad, pero el crimen siempre dispone en sus territorios más allá del terror. La violencia es el último argumento de unas relaciones mucho más complejas administradas a través de códigos más feudales que democráticos. En nuestra región, además, la violencia tiene otra cara: sigue siendo prestigiosa para resolver conflictos y una herramienta de ascenso social para mucha gente.

En medio de las medidas de mitigación de la pandemia, sus negocios no han parado. El objetivo de estas organizaciones no es cuidar a la población, es maximizar el poder y los beneficios. Pero los grupos criminales son figuras cercanas que provocan miedo —una forma distorsionada del respeto— y aspiración, dinero e identidad en lugares donde el Estado mucho más que perder el monopolio de la fuerza ha perdido la confianza de los ciudadanos.

La fuerza, de hecho, es lo que más llega, incluso en medio de la pandemia. Un activista comunitario de Complexo do Alemão, una de las redes de favelas más grandes de Río de Janeiro, nos contaba que los enfrentamientos entre bandas criminales y policías le impedían a veces asistir a las personas de su comunidad, muchas de las cuales intentan cuidarse del coronavirus sin agua corriente.

Durante años investigando la violencia en la región hemos preguntado a ciudadanos de varios países latinoamericanos qué era para ellos el Estado. Las respuestas más comunes: señores que llegan a la comunidad cargados con despensas solo cuando hay elecciones. Las otras son: represión, impunidad, corrupción, promesas incumplidas.

Por el contrario, los grupos criminales siempre están, conviven en el día a día de las comunidades y en sus territorios son principio y fin. Por eso, mientras López Obrador continúa en México con su Cuarta Transformación como si el mundo de hoy fuera el de ayer, Nayib Bukele escala en sus mensajes autoritarios con la ayuda de Dios o Jair Bolsonaro defiende cualquier cosa alejada de la realidad, para millones de latinoamericanos importa más lo que hace el grupo criminal de turno que lo que dicen los gobiernos.

Aunque la autoridad ilegal, por supuesto, reprime más, el peligro con la COVID-19 es que la gente suele recordar a quién la ha apoyado en los momentos difíciles. La necesidad no solo puede hacer que las organizaciones criminales se expandan, sino que más gente las considere una opción legítima. Pero la gobernanza criminal es un asistencialismo envenado.

Hace unos años entrevistamos en una boca de fumo (dispendio de drogas) a dos traficantes en una favela de Río de Janeiro. MC tenía 22 años. Lucía un collar y un reloj de oro. Ganaba 2500 dólares al mes. El otro debía su sobrenombre al número de balas del cargador de su pistola. Dos señoras se acercaron hasta ahí. A una, los traficantes le dieron dinero para que comprara medicamentos. A la otra, le pagaron el gas.

Unas semanas antes, otro traficante nos dijo que él también recibía a señoras en la boca de fumo de su favela. Eran madres que le preguntaban por sus hijos: “Les decía que no sabía dónde estaban, aunque nosotros los habíamos matado. Ellas también lo sabían, pero qué iban a hacer, ¿llamar a la policía? Es la ley del tráfico”.

Para frenar esa ley criminal se requeriría más Estado y, sobre todo, un Estado con políticas más humanas, pero el presente no apunta en esa dirección. Tampoco la historia ayuda: casi cincuenta años de guerra contra las drogas, encarcelamientos masivos y la propia violencia que generan las economías ilegales en América Latina, no han mermado su importancia. Todo lo contrario. Aunque la pandemia crea varios interrogantes para su financiamiento, tampoco lo hará.

El crimen organizado ha mostrado siempre un gran poder de supervivencia, tanto a su carácter ilícito como la violencia interna de sus propios negocios. Si no se atienden las problemáticas de fondo —marginación, corrupción, desigualdad, impunidad— la ilegalidad siempre encontrará un modo de prosperar. Por ejemplo, cuando el precio de las drogas cae, la solución más común es aumentar la presión sobre el territorio: secuestros, robos, prostitución, extorsión a pequeña escala. Si la pandemia daña la economía ilícita, los territorios controlados por los criminales se volverían todavía más peligrosos.

Si los gobiernos, desde los locales a los nacionales, eligen profundizar en las políticas conocidas y fallidas en vez de trabajar hacia un pacto social diferente, las soluciones van a recaer en los ciudadanos, desde la responsabilidad social de que cada uno se cuide para no poner en riesgo su salud y la de los demás a la exigencia de que los servicios básicos permeen en las zonas siempre olvidas.

Para ello podemos empezar a poner en práctica los mensajes bienintencionados que inundan Twitter o traducir los aplausos en los balcones en acciones concretas.

Quizás sea pan para hoy y hambre para mañana, pero las despensas del crimen organizado tienen buena acogida en los barrios y pueblos porque resolver la canasta básica es la principal preocupación de millones de latinoamericanos en la pandemia. Mucho más que el virus.

Pero el crimen no es el único actor de estos lugares marginados. Son los pocos, una élite ruidosa. En los pueblos de México, en los barrios de El Salvador y en las favelas de Brasil están presentes organizaciones sociales que también reparten despensas y ayudan a las familias a obtener atención médica. Su trabajo es silencioso y altruista, no un favor con intereses infinitos. Si los Estados son incapaces de prestar ayuda en esos lugares, un camino sería que apoyara a quienes lo han hecho durante años. Los privilegiados también pueden mirar hacia ellas para crear redes de ayuda ciudadana, volcar la solidaridad virtual en el mundo real y ayudar a contrarrestar el poder del crimen.

Y, además, ganaríamos tiempo para pedir cuentas a los gobiernos, para que sean ellos y no el poder ilegal quienes transformen la crisis en una oportunidad para ser instituciones más responsables y cercanas. Lo que está en juego es que en la nueva normalidad latinoamericana haya más o menos señoras pidiendo dinero para medicamentos a hombres armados y madres preguntando por los hijos a sus asesinos.

José Luis Pardo Veiras y Alejandra Sánchez Inzunza son fundadores de Dromómanos, una productora de proyectos periodísticos regionales.

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