Los golfistas

Querido J:

La muerte de Ben Bradlee ha provocado la cíclica vuelta a Watergate, a las leyendas sobre el periodismo y a su necesaria ventilación. Así, por ejemplo, Cristina Losada trató de dar aire la otra noche al carácter heroico de la conducta de Woodward y Bernstein subrayando que la caída de Nixon habría sido imposible sin la participación y la conspiración de la política. El artículo tenía interés, sobre todo para situar el Watergate, no ya en el contexto real de la política norteamericana de aquellos años, sino en el contexto general del periodismo de investigación. La idea de un periodismo caballeresco, robinhoodiano, que actúa guiado por su propio impulso, descubriendo y desfaciendo entuertos, no solo es una idea puramente romántica, sino que se trata de una ficción que jamás ha tenido el menor contacto con la realidad. Detrás de la inmensa mayoría de las graves informaciones periodísticas que no se limitan a dar cuenta de acontecimientos hay alguien que se está vengando y que quiere torcer el rumbo de las cosas. Ese alguien puede formar parte del establishment o de la ciudadanía, puede dedicarse a la política o a la poesía cuántica. Pero son sus intereses los que el periodismo está explotando.

La función más importante del periodismo no es el descubrimiento sino la verificación. Justamente la función que más está sufriendo en el nuevo orden mediático, donde impera la consigna pistolera del primero dispara y luego pregunta. La catadura o los motivos de la fuente solo importan a los periodistas pusilánimes, algunos sospechosamente pusilánimes. Lo que debe importar es que el periodismo cumpla con su misión de separar la venganza de la verdad. Y siendo consciente no solo de que un hombre que tiene interés en hacer daño a otro puede estar mintiendo, sino lo que es peor y más difícil de asumir: que un canalla puede estar diciendo la verdad y que solo es su verdad y no la salvación de su alma la que al periodismo le interesa.

La muerte de Ben Bradlee es motivo para meditar sobre el que fue uno de los salvoconductos de su actividad periodística. La máxima de que el periodismo es superficialidad. En realidad, la máxima no le pertenece intelectualmente, sino que es propiedad del que fue su director, Ralph M. Blagden. De él cuenta Bradlee en sus memorias que era «un intelectual extraordinario, lector voraz y de una gran inteligencia que tenía siempre los anteojos empañados con restos de nicotina». Y que un día «mientras yo saturaba a los lectores con las complejidades del problema de la vivienda para los veteranos, más los manejos políticos de la Legión Americana y de la Cámara legislativa de New Hampshire, Blagden me dijo con acidez: ‘La esencia del periodismo es la superficialidad’».

Esta es una idea que con una formulación u otra se inscribe en la célebre fatua modestia del periodismo. Y que ha legitimado, y sigue haciéndolo, sus deficiencias, entre la que no es menor la de la pereza. Pero tal vez lo peor sea el equívoco que ha instalado en torno a la palabra superficialidad. Lo que hace el periodismo es formalizar las capas originarias y por lo tanto más profundas de un hecho cualquiera. Aquellas que jamás deben quedar desmentidas por las nuevas informaciones que vayan completando el hecho. Lo propio del periodismo es anotar que Roma venció a Cartago, que John Kennedy fue asesinado en Dallas o que Jordi Pujol compatibilizó durante 23 años su cargo de presidente de la Generalidad con la evasión fiscal. La máxima preocupación del periodista debe ser que su aportación al relato del mundo resista todos los hechos nuevos que la historia aporte. Y pueda dar su imprescindible asentimiento a cualquier interpretación que ese hecho concite. No es, ni mucho menos un trabajo superficial: ni por el lugar que ocupa en las capas geológicas de la historia ni, sobre todo, en la medida que la superficialidad linde con la ligereza y la simpleza. Establecer el primer grano de verdad de un hecho puede ser un trabajo complejo y profundo, porque está destinado a durar.

Hace ya varios años, y como recordarás vivamente, el fotógrafo Javier Bauluz fotografió a dos bañistas en la playa presuntamente indiferentes a la cercanía presunta de un cadáver presuntamente abandonado. La investigación que hicimos mi alumna de entonces Marga Zambrana y yo mismo demostró que todas las presunciones eran falsas o infalsables y que la fotografía era una rimbombante falsedad. Lo mejor no fue demostrar eso sino ver en acto, en aquella foto, una posible teoría del hecho y de las obligaciones que el hecho comporta. Como en la foto de Bauluz basta abrir el encuadre primero de un hecho, es decir, observar la aportación de nuevos datos verídicos para saber si el periodista ha cumplido con su trabajo. Ningún dato posterior debe desmentir el encuadre original. Cuando otras fotos del propio reportaje de Bauluz mostraban la aparición de las asistencias o la percepción real de la distancia entre bañistas y cadáver, la fulera foto de Bauluz quedaba convertida en un burdo póster de oficina de oenegé. En un deshecho, informativamente fracasado.

Si te recuerdo ahora esa historia no es solo por Bradlee y la superficialidad, sino porque este periódico donde te echo las cartas publicaba esta semana en primera página una foto de africanos colgados de la valla melillense mientras a pocos metros unos golfistas practicaban su deporte. Las diferencias entre una y otra foto eran inequívocas. Y la sustancial es que no había mayores trampas en la distancia: por decirlo de algún modo, los negros estaban efectivamente colgados sobre el campo de golf. Las metáforas que la foto desencadenaba podían ser muchísimas y discutibles. Pero se sustentaban sobre un hecho. Lástima que el redactor del pie de foto no pudiera sustraerse, sin embargo, a la maldición Bauluz, y aludiera, como entonces La Vanguardia, a «la indiferencia», si no de Occidente al menos de los golfistas, atribuyendo a dos figuritas blancas sobre la hierba unos sentimientos inmorales que el periodista ni conocía ni podía conocer.

Con lo cual, querido amigo, ya está lista, y en honor de Blagden, Bradlee y el puñado de grandes del oficio, la cruel paradoja: el periodismo solo es verdaderamente superficial cuando flirtea de profundis.

Sigue con salud.

Arcadi Espada

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