Los Goya, sin red

Como tantos otros años, lo mejor de esta última ceremonia de entrega de los Premios Goya es que ya pasó. Y pasó lo que tenía que pasar: que estuvieron todos (casi), que habló el presidente con voz de ex presidente, que ganó el que tenía que ganar y perdieron los que tenían que perder, que la gala se alargó y se espesó tanto que al final de la velada, en el momento de los grandes premios, no había ni tiempo ni ganas para prestarles más que los despojos y saldos de nuestra atención… Así son los Goya y, en general, la vida: solemos embobarnos en lo accesorio y cuando llega lo sustancial no hay modo de estar bien despierto. Algunas frases del discurso de Álex de la Iglesia, algún chiste de Buenafuente o de Santiago Segura, la genuina sencillez del ganador, Agustí Villaronga, la alegría a veces tan aparentemente dolorosa y descontrolada de algunos premiados, sus padecimientos en la palestra y su letanía de gracias y cariños… En fin, nunca queda gran cosa de esta ceremonia para el que sólo mira.

Los Goya de este año, como es tradición en ellos, venían precedidos por una sorprendente sensación de asedio: el cine es una plaza tranquila y creativa, pero un ejército gigantesco y beligerante la ha rodeado y mantiene allí cercados y amenazados a todos sus habitantes. Al enemigo de la plaza del cine siempre puede uno imaginárselo bestial, demoníaco, cruel…, y puede esconderse tras el nombre de «mercado», «taquilla», «imperialismo», «guerra ilegal», «ley fulana o ley mengana», «piratería» y en esta última edición se le ha llamado incluso «internet», lo que ha producido alguna que otra fisura, pequeña, en lo macizo e impenetrable de la plaza. Aunque se situaran en lugares y planos estratégicos los rostros de ministras tensas para tapar cualquier intento de fuga por esas fisuras… El gesto de Leire Pajín al discurso de Álex de la Iglesia era como para irse santiguando…, «madre del amor hermoso».

Y tal es la sensación de grupo asediado que provocan tradicionalmente en las fechas coincidentes con estos premios, que no es difícil ver a todos nuestros grandes nombres del cine durante la velada como algo homogéneo, autómata, movido por la misma palanca y hacia el mismo objetivo o lugar. Y si tiene uno ganas de fantasear puede considerar que en vez de una ceremonia, lo que está viendo es una sesión; una sesión, por ejemplo, de un grupo de autoayuda o, mejor aún, una reunión de Alcohólicos Anónimos, a la que se acude (y lo digo por lo visto en las películas o leído en algún libro como ese estupendo titulado «Vino torcido») con un problemón, un idea fija, un protocolo y un objetivo común y en las que uno se dirige a los demás, les cuenta sus tensiones, sus esfuerzos y luego, entre lágrimas, agradece la dedicación y el trabajo que hacen por él un montón de personas cercanas y queridas… Que pase el siguiente…

Llegados a este punto, creo que para la próxima sesión o reunión de los Premios Goya deberían incorporar ese bálsamo para la voluntad que se aplica al comienzo de esas reuniones de Alcohólicos Anónimos y que dice del siguiente modo: Señor, concédeme la serenidad para aceptar las cosas que no puedo cambiar, el valor para cambiar las cosas que sí puedo, y la sabiduría para reconocer la diferencia. Y ya con el bálsamo untado, incluso podrían elegir una comisión para que pusiera manos a la obra y no hubiera equívocos en las concesiones y cada cualidad se correspondiera con su verbo oportuno; es decir, no ser tan sabio, tan sabio que se quiera cambiar lo que es ya inalterable, como ponerle puertas al campo, o a internet, que es más grande y verde; ni puertas, ni mucho menos barrotes… Hay que cambiar lo que sí se pueda cambiar, y en un párrafo del alegato de Álex de la Iglesia daba la impresión de que a este hombre (que iba a perder durante la ceremonia, además, prácticamente a todo lo que jugaba) el Señor le había concedido al menos serenidad, valor y sabiduría. Dijo, entre otras cosas:

«Sólo ganaremos al futuro si somos nosotros los que cambiamos, los que innovamos, adelantándonos con propuestas imaginativas, creativas, aportando un nuevo modelo de mercado que tenga en cuenta a todos los implicados: autores, productores, distribuidores, exhibidores, páginas web, servidores, y usuarios. Se necesita una crisis, un cambio, para poder avanzar hacia una nueva manera de entender el negocio del cine».

Demasiados verbos para una sola recomendación: innovar, proponer, cambiar, avanzar, entender… Lo complicado que resulta entender (casi descifrar) la relación apasionada y lujuriosa entre el público, el cine, la cultura y la Red se podía leer el otro día en unas líneas de un magnífico artículo de Amador Fernández-Savater, cuando, sorprendido por el desconocimiento total del asunto de sus contertulios (todos presentes en la ceremonia, empezando por la ministra Sinde), asegura que «la idea que tratan de imponernos los estereotipos es la siguiente: si yo me atocino la tarde del domingo con mi novia en el cine viendo una peli cualquiera, estoy valorando la cultura porque pago por ella. Y si me paso dos semanas traduciendo y subtitulando mi serie preferida para compartirla en la Red, no soy más que un despreciable consumidor parásito que está hundiendo la cultura»… No es un lenguaje distinto; ni siquiera es un idioma distinto…, es otra cultura, es otro mundo, otro universo, pero es en él donde tendremos que vivir.

Y mientras el mundo del cine encuentra su modo de cambiar y una nueva manera de entender su relación con el público, la ceremonia de los Premios Goya ni se inmuta: se «baja» o se «descarga» a sí misma cada año como si se hubiera mantenido en un recipiente digital «al vacío»… Buenafuente cambia de gafas (o las gafas cambian de Buenafuente),Santiago Segura cambia de chiste (siempre bueno), Bardem cambia de Goya (o Goya cambia de Bardem) y la Academia cambia de presidente. Todo cambia y nada cambia en un lampedusiano viento cuyo golpe de aire se ha llevado este año la esencia del Goya a Cataluña y el pulso entre Icíar Bollain y Álex de la Iglesia lo ha ganado Agustí Villaronga y su película, «Pan negro».

Personalmente, celebro el premio a Villaronga, al tiempo que lamento lo de Álex de la Iglesia, lo de Icíar Bollain y, especialmente, lo de Rodrigo Cortés, cuya película, «Enterrado», es uno de los ejercicios de talento cinematográfico más impresionante desde hace muchos años.

Y celebro que exista una cosa llamada internet y que pueda «atrapar» en ella la señal de Televisión Española, porque era el único modo que teníamos muchos de ver la gala en medio del Festival de Cine de Berlín. Sí, fue fatigosa, abundante, consabida y pretenciosa, pero si no llega a ser por internet, ni me entero.

Por E. Rodríguez Marchante, crítico de cine de ABC.

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