Los grandes descuidos

Si algo ha distinguido los tiempos que corren en Venezuela desde 1999 hasta nuestros días, esto ha sido la marginalidad de pensamiento, de ideas, de visión cultural o visión de mundo. La libérrima Venezuela, que en el siglo XIX empujaba la independencia continental contra viento y marea, se distinguía en el siglo XX por fundar la promesa democrática a partir de 1958, justamente doce años después de la muerte de Juan Vicente Gómez. Entre golpes y turbaciones, entre constituyentes y vocinglería parlamentaria, entre movimientos estudiantiles y proclamas obreras, fijamos un rumbo republicano y libertario cuando el continente todavía se condolía con déspotas, populistas mesiánicos o dictaduras militares.

La creación de partidos políticos modernos, las elecciones con respeto del mandato popular, el equilibrio de poderes y la sujeción del mundo militar a preceptos constitucionales no fueron, sin embargo, las únicas y por demás relucientes novedades. A ello habría que agregar el sostenido crecimiento social, la erradicación de enfermedades, el manejo paulatino de la industria petrolera, los planes de vivienda y el empuje de la educación pública. Eso que hemos llamado la promesa democrática fue esencial para considerarnos como partes de un todo, para crecer, para profesionalizarnos y para sentir que todos teníamos las mismas oportunidades.

Ese consenso en torno al espacio también iba creando una narrativa republicana, que nos permitía compartir una misma geografía, leer una misma historia, repasar los mismos fastos políticos, admirar los grandes hechos culturales y preservar grandes consensos sobre hechos trascendentales: héroes cívicos, hazañas deportivas, tragedias naturales, ejemplos de superación o modelos de vida. De algún modo, nos ratificábamos como ciudadanos del mundo occidental, hablábamos una lengua en pleno crecimiento, nos reconocíamos como parte de un continente afín y la omniabarcante industria petrolera nos obligaba a un tejido de relaciones entre productores y consumidores que nos abría las puertas de otras culturas y hasta civilizaciones.

Todo bien hasta que la promesa democrática deja de ser tal. Se detiene el impulso, se descuidan políticas esenciales, el venezolano pierde la fe en el sistema, la gestión de lo público se envilece o se vicia. A partir del primer Gobierno de Carlos Andrés Pérez comienzan los primeros síntomas de corrupción, el cáncer incurable de las democracias modernas. Pero quizás el más grave error, que nos pesa más que la roca de Sísifo, es el descuido o abandono de las políticas sociales, tan relucientes y efectivas en los albores de la democracia. Y con ese abandono, más la incapacidad del aparato productor para emplear mano trabajadora, comienza a crecer una marginalidad social que se vuelve manto de los cerros, marea fantasmal de las aldeas de provincia, hambre irredenta, enfermedades que el aparato público no cura y misceláneas aún peores como la delincuencia atroz, el tráfico de drogas o el mundo carcelario.

De tanto crecer y fagocitarse, esa marginalidad se ha vuelto centro, esa marginalidad es la que hoy nos gobierna. Y nos gobierna con otra lectura de la historia (no la de los viejos consensos), con visiones residuales, con concepciones económicas de trueques y gallineros domésticos, con panteón mágico-religioso, con esquemas políticos premodernos (que no democráticos), con pedagogía campesina y con modales lejanos de la urbanidad. Todo lo que antes era sombra, o quizás signos del pasado, ha vuelto a la palestra como fantasmas redivivos. Y como la pedagogía pública se ha perdido, porque el Estado dejó de educar y de establecer normas desde hace mucho tiempo, más valen las intuiciones individuales y la ignorancia rebosada de compadrazgo.

Si esta era la penitencia (cada vez más cruel) que debíamos pagar por nuestros descuidos, diera la impresión de que la falta pagada está (y hasta varias veces). La marginalidad imperante no nos ha enseñado nada, pues lo que hicieron fue exacerbar errores que ya vimos bajo la promesa democrática: hiperrentismo sazonado con un ingrediente extra: la destrucción del aparato productivo; y corrupción llevada hasta los tuétanos (léase hasta las barras de oro que ya no sostienen ninguna moneda) pero disfrutada por un cónclave de jerarcas rojos y verde olivo.

Sin herencia apreciable, salvo la del bandidaje, nos queda no digamos recuperar la promesa democrática pero sí reinventarla en función de los desafíos modernos, que obviamente son otros. El mundo se mueve en otros paradigmas: energéticos, ecológicos, turísticos, culturales, sexuales, religiosos. Si alguna vez pudimos ser vanguardia continental, no veo por qué no podamos reeditarla con el esfuerzo de todos. Esta podría ser quizás la honda reflexión de este 1 de septiembre, cuando todos, sin distingos, nos hayamos reencontrado en la calle. Si apostamos a un futuro redentor, llevemos al menos un aprendizaje de estos tiempos: la mejor señal para saber si tomamos el camino equivocado la veremos cuando el primer niño de la calle nos pida de comer.

Antonio López Ortega es escritor y editor.

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