Los habitantes de las torres de marfil

José Antonio Martín Pallin es magistrado del Tribunal Supremo (EL PAIS, 17/09/05).

Los poderes dominantes siempre se muestran reacios a mantener diálogos con los discrepantes. Desdeñando sus propuestas, cercenan cualquier debate intelectual o político con unos seres a los que consideran extraños, soberbios y olímpicamente recluidos en sus torres de marfil.

Los reproches y el confinamiento proceden normalmente de los líderes políticos. Generalmente los desacreditan atribuyéndoles una actitud insolidaria, exquisita, distante y desviada de las verdades oficiales. En una sociedad plural, crítica y respetuosa con la disidencia nadie debería ser excluido de participar en la búsqueda de soluciones alternativas al pragmatismo político coyuntural. En el Reino Unido, paladín en otros tiempos, de la expresión sin cortapisas, incluso en los parques públicos, soplan vientos de integrismo, justificados por la necesidad de reaccionar duramente y sin contemplaciones ante los embates del terror. Lo preocupante es que los líderes de opinión se han unido a la justificación de cualquier clase de excesos para atajar y evitar los actos terroristas. El diario The Times, otrora tenido por el sesudo reflejo de la opinión equilibrada ha caído, finalmente, en el síndrome de la torre de marfil.

A mediados de agosto se pronunciaba sobre las leyes antiterroristas que propone el Gobierno británico, todas ellas sacadas del baúl de los recuerdos y lastradas por su ineficacia. Repartiendo equitativamente las críticas de algunas medidas con un ejercicio de comprensión, inclinaba bruscamente la balanza advirtiendo de que: "Poco podría dañar más a la ley que una percepción, por parte de la gente, de que los jueces se retiran a su torre de marfil de autoindulgencia, mientras dejan al ciudadano expuesto al terrorismo".

Me gustaría pensar que el editorialista no ha valorado, en todo su alcance, la brutalidad de esta conclusión o bien se encontraba afectado por una convulsión momentánea derivada del impacto inmediato de los salvajes atentados.

Tan descabellada opinión, en las páginas de un periódico emblemático para la prensa de todo el mundo, puede resultar deletérea para la credibilidad de los ciudadanos en la fortaleza de las reglas del juego democrático.

Acusar impunemente a los jueces de incitar o ser colaboradores de los actos terroristas por aplicar normas que constituyen la esencia y legitimación de su poder controlador, es simplemente una barbaridad impropia de un periódico responsable. Se comienza por despreciar el poder moderador de los jueces y se termina abogando por tribunales especiales y secretos, jueces sin rostro o inquisidores implacables a los que no se pide justicia sino su colaboración para maquillar, con formas judiciales, decisiones que contradicen los más elementales derechos de los ciudadanos en general y de lo sospechoso en particular. En síntesis, equivale a proclamar que las conquistas que han llevado a convenir unas reglas inmutables del proceso justo, son un obstáculo insuperable para perseguir los delitos terroristas.

Cuando se llega a esta penosa conclusión, es preferible suspender temporalmente las guías del edificio democrático que involucrar a los tribunales en el juego sucio, con actuaciones que vulneran derechos fundamentales.

La tarea de convencer a la opinión pública para que acepte resignada y confiadamente, cualquier clase de extralimitación legal, se está realizando con la previa aparición pública de los principales responsables del Gobierno británico. Recientemente el ministro de Asuntos Constitucionales, Charles Falconer, manifestó, al parecer sin rubor ni reservas mentales, que se estaba gestando una ley con el loable propósito de "orientar" a los jueces sobre la forma de interpretar la Convención Europea de Derechos Humanos.

Si todos estos proyectos culminan habría llegado el momento de plantearse, por supuesto desde un punto de vista monetarista y presupuestario, la utilidad de sufragar los gastos que origina el funcionamiento del Poder Judicial. No tiene sentido mantener a unos jueces, recluidos en su torres de marfil, que no sólo son timoratos o autoindulgentes sino posibles colaboradores y provocadores del terror.

Cualquier gobernante sabe que ante los ataques del terror está obligado a sobreactuar en la seguridad de que encontrará eco en sectores muy importantes y numerosos de sus futuros votantes. Otro periódico conservador, The Daily Telegraph, que apoya las medidas de Blair admitía una cierta "calidad teatral" en las promesas del Gobierno de deportar a los agitadores islamistas que predican el odio y la violencia.

En las torres de marfil habitan gentes maravillosas. Se pueden encontrar pensadores ocupados en el estudio de los problemas reales de los seres reales, para ofrecer soluciones duraderas y eficaces. En sus recintos se mueven seres humanos entregados a la utopía de aunar sus esfuerzos para hacer frente a las tragedias, más mortíferas que los actos terroristas, que ocasiona el hambre y el subdesarrollo. En su torre de marfil viven los médicos que denuncian las torturas de sus correligionarios exponiéndose al estigma de la traición a la patria. Las torres se abren a todo género de personas que desprecian las tesis dominantes e intentan pensar y racionalizar los conflictos, preservando las esencias del sistema y multiplicando la eficacia de los instrumentos legales para hacer frente a las agresiones bárbaras de los sembradores del terror. Parece ser que la ética y los valores están destinados, en un presente y futuro inmediato, a refugiarse y defenderse en las excluyentes torres de marfil. Todo el que pretenda abandonar sus recintos sufrirá la incomodidad que produce perturbar la tranquilidad de los poderosos.

Siguiendo por la senda del disparate el ministro del Interior Charles Clarke ha sugerido la redacción de un catálogo -¿por qué no un decálogo?- de comportamientos inconvenientes que justifican la expulsión de los predicadores del odio y el crimen. Los que difundan determinadas doctrinas, cuyos límites nunca estarán claros, pueden ser arrojados a las fronteras de la nada sin trámites enojosos. Como propone un tabloide inglés, sin rodeos ni cortapisas: "Echémoslos a patadas".

Afortunadamente el alcalde de Londres Ken Livingstone, apelado "el rojo", se ha incorporado a los habitantes de las torres de marfil, criticando, severa y racionalmente, las propuestas. Los guardianes del orden no podrán acusarle de ensimismado, mientras controla el funcionamiento de una ciudad de más de diez millones de habitantes que apoyan masivamente su gestión. Su insensibilidad sería incompatible con su cargo.

Las trampas de este juego han quedado al desnudo. Nadie puede resignarse a ser excluido del debate. Se alzan voces, cada vez numerosas repudiando la política suicida de predicadores banales solamente preocupados por los intereses de unos pocos. Los habitantes de las torres de marfil comienzan a ser millones que sólo quieren preservar la razón y la necesidad de la crítica frente a los que pretenden demostrar, con trampas dialécticas, que los únicos valores respetables son los que cotizan en Bolsa. Las torres de marfil pueden ganar la partida y dar jaque mate a los caballos desbocados y a sus apocalípticos jinetes.